Informe Final - Comisión de la Verdad, Perú
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Tomo I
Tomo II
Tomo III


Sección segunda: Los actores del conflicto

Capítulo 2: Los actores políticos e institucionales

2.1. Acción Popular
2.2. PAP
2.3. Fujimori
2.4. Partidos de Izquierda
2.5. Poder Legislativo
2.6. Poder Judicial

Capítulo 3: Las organizaciones sociales

3.1. Movimiento de Derechos Humanos
3.2. Sindicatos, Gremios, Organizaciones de Mujeres
3.3. Iglesia Católica e Iglesias Evangélicas
3.4. Medios de Comunicación
3.5. Sistema educativo y Magisterio
3.6. Las Universidades



Tomo IV
Tomo V
Tomo VI
Tomo VII
Tomo VIII
Tomo IX

Conclusiones


 

Tomo III
PRIMERA PARTE: EL PROCESO, LOS HECHOS, LAS VÍCTIMAS
Sección segunda: Los actores del conflicto
Capítulo 2: Los actores políticos e institucionales

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2.6. LA ACTUACIÓN DEL SISTEMA JUDICIAL DURANTE EL CONFLICTO ARMADO INTERNO

Analizar si el sistema judicial, cumplió con los deberes que le imponía su rol de defensor de los derechos ciudadanos y el orden constitucional, o si por el contrario, abdicó frente al reto que imponía el surgimiento de la subversión armada y la expansión del conflicto armado que aquélla impuso al país, ha sido una cuestión de suma gravedad para la Comisión.

La capacidad de hacer justicia resolviendo, razonable y pacíficamente, conflictos entre los ciudadanos es una de las bases de la legitimidad del Estado. Afirmar, como se hará en este capítulo, que el sistema judicial no tuvo la capacidad real de actuar o, peor aún, que no tuvo la real voluntad de actuar en defensa del orden constitucional, es afirmar que la existencia misma del Estado de derecho y del orden democrático sufre de una gravísima debilidad que debe ser corregida con urgencia. De lo contrario, el orden legal pasa a ser repudiado por los ciudadanos que, decepcionados por la impunidad existente o por la incapacidad del sistema de resolver problemas concretos, le retiran su respeto, expandiéndose una cultura de resolución violenta o ilegal de conflictos.

La Comisión recuerda los sentimientos de incertidumbre, impotencia y frustración de la población cuando, ante las manifestaciones más extremas del conflicto, como repudiables actos de terrorismo y violaciones de derechos humanos, se verificaba la ineficiencia del aparato judicial. Durante aquellos años, la convivencia social, que debía estar regida por el respeto mutuo y la solidaridad entre ciudadanos, fue reemplazada por la sensación de desamparo y temor.

A través del análisis del comportamiento del Sistema Judicial, durante el período comprendido entre los años 1980-2000, la Comisión ha podido comprobar que éste era ya un sistema ineficiente al momento en que se observaron las primeras manifestaciones del fenómeno del terrorismo, debido básicamente a la existencia de problemas congénitos (como por ejemplo, falta de independencia en la designación de sus funcionarios, deficiente asignación de recursos económicos, morosidad en el trámite de los procesos, excesiva carga procesal, etc) que no fueron resueltos oportunamente por la voluntad política de nuestros gobernantes.

Sin embargo, la ineficiencia congénita para brindar, en una situación ordinaria, un eficiente servicio de administración de justicia, no constituye excusa, a juicio de la Comisión, para actuaciones que –como puede verificarse en varios capítulos de la sección "Crímenes y violaciones de los derechos humanos"-coadyuvaron directamente a mantener la situación de negación de derechos para la ciudadanía. Falta de audacia para superar los estrechos marcos legales existentes con interpretaciones creativas del derecho, falta de coraje cívico para desafiar la amenaza de los poderosos que contrastaba con la negligencia en la atención a los reclamos de los más humildes, fueron y son elementos de la cultura de nuestros operadores de derecho que deben superarse, a riesgo de mantener un peligroso talón de Aquiles en la democracia.

Este Reporte Final muestra con abundancia y detenimiento, en otros capítulos, cómo existió un patrón consistente de violaciones al debido proceso, que constituyen violaciones claras de los derechos fundamentales de las personas. En este capítulo, se muestra que dicha forma específica de violación constituyó al sistema judicial, considerado como un todo, en un agente de violencia contra las personas ya fuera debido a que –estructuralmente-los operadores de derecho estaban constreñidos por formas de organización y normas ineficientes, o a que esos mismos operadores actuaron en tal forma que dejaron desprotegidos a los ciudadanos cuyos derechos debían defender.

El sistema judicial comprende tanto a los órganos que ejercen la potestad jurisdiccional como a aquellos órganos o entidades que coadyuvan con la labor de impartir justicia, cumpliendo con funciones específicas; tal es el caso del Ministerio Público, la Policía Nacional, el Tribunal Constitucional, entre otros. Estas distintas instancias, encargadas de la represión del delito y la resolución de conflictos, son "agentes", es decir instancias responsables con la capacidad de obrar y con facultades o poderes para producir efectos jurídicos, y a la vez son "agentes" en el sentido de instancias que representan bajo autorización1 a otro, en este caso, a la Nación, en cuyo nombre deben impartir recta justicia.

Por su función, el sistema judicial está llamado a ser un contrapeso a los posibles abusos que el aparato estatal puede realizar contra los individuos. En este sentido, es central su preocupación por defender los principios fundamentales del debido proceso, puesto que sólo si el sistema muestra ser justo con el acusado tiene la autoridad moral y la legitimidad necesaria para dejar claro que hay una diferencia entre justicia y venganza. Si el Estado niega garantías elementales a quienes imputa un delito, por grave que este sea y por extremas que sean las circunstancias, corre el riesgo de afectar los derechos de los inocentes y pone en entredicho su superioridad moral.

El derecho al debido proceso es un derecho humano, reconocido como tal en el ordenamiento jurídico internacional, específicamente, en el artículo 14° del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y en el artículo 8° de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En el Perú, este derecho humano encontró reconocimiento positivo como derecho fundamental en el artículo 4° de la Constitución de 1979 y luego en el artículo 3° de la Constitución de 1993.

Este derecho tiene dos manifestaciones: la sustantiva o sustancial y la adjetiva o procesal2. De acuerdo a la primera, se exige que todos los actos de poder, sean normas jurídicas, actos administrativos o resoluciones judiciales inclusive, sean razonables y respetuosos de los derechos fundamentales. La razonabilidad es un patrón de justicia para determinar hasta dónde el legislador, la administración pública o cualquier órgano encargado de solucionar o prevenir conflictos, pueden limitar o regular válidamente, los derechos fundamentales del individuo, exigiendo para ello la existencia de un fin lícito y de proporcionalidad en los medios utilizados para conseguirlo3.

De acuerdo a su manifestación procesal, o adjetiva, el debido proceso exige que existan todas las garantías para evitar abusos contra los derechos individuales, teniendo en cuenta las importantes consecuencias que los procesos judiciales tienen en la vida de las personas sometidas a ellos. Resulta pertinente precisar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dejado establecido que el debido proceso no sólo resulta aplicable al interior de un proceso propiamente dicho, sino también a la etapa anterior a su instauración o formalización, como ocurre por ejemplo en la etapa de la investigación fiscal o policial, dependiendo del tipo de proceso del que se trate.

Asimismo, respecto de su aplicación en los estados de excepción –Estado de Emergencia o Estado de Sitio-la misma Corte ha señalado que el concepto de debido proceso debe entenderse como aplicable a todas las "garantías judiciales" previstas para la protección de los derechos fundamentales, aun en estos supuestos4, en los cuales no puede suspenderse su aplicación, por constituir una condición necesaria para la protección de los derechos fundamentales, mediante las garantías del Habeas Corpus y Amparo.

Por tanto, cuando en el presente informe se haga referencia al debido proceso, deberá entenderse por tal, el derecho humano y fundamental a la justicia, tanto en su manifestación sustantiva como en su manifestación procesal, cuya aplicación no se restringe al ámbito judicial, y se extiende, tanto a las etapas previas como a todo proceso o procedimiento en sí mismo, sin importar su naturaleza, y cuya vigencia no se suspende, aún cuando exista un estado de excepción.

La Comisión considera que la violación de derechos fundamentales de la persona, es -ante todo-un acto de violencia y que quien viola derechos es un agente de violencia. En el ámbito de este capítulo, el Sistema Judicial puede ser considerado un agente de violencia siempre que atente de manera directa o indirecta contra los derechos que están bajo su custodia.

Al mismo tiempo, es necesario reconocer que esta forma específica de violencia tiene distintas manifestaciones5. El capítulo reconoce que la violencia es directa cuando, por acción u omisión de los operadores de derecho se vulneraron derechos fundamentales y, a la vez, habla de estructuras de violencia, o formas de violencia indirecta al referirse a la organización misma del sistema judicial y las normas legales que lo regían, en tanto ella favoreció la violación de derechos fundamentales.

2.6.1. El sistema judicial como agente de violencia entre 1980 y 1992

2.6.1.1. Factores estructurales

Entre el inicio de las acciones armadas del PCP-SL y el golpe de estado protagonizado por Alberto Fujimori, puede afirmarse razonablemente que el sistema judicial fue un agente de violencia en la medida que la configuración jurídica e institucional de los órganos del Sistema Judicial, o de éste como conjunto, permitió, y en ocasiones hasta impuso la creación y reproducción de un esquema en el cual se mantenía latente o en potencia la posibilidad de vulneración de los derechos humanos.

En este sentido, el tema que desarrollamos en las líneas siguientes consiste en identificar las diferentes circunstancias internas –entiéndase de conformación u organización de los integrantes del Sistema Judicial— y externas –entiéndase aquellas derivadas de la legislación antiterrorista tanto material como procesal— que fueron un obstáculo para que el sistema judicial garantizara el respeto de los derechos humanos de todos los ciudadanos y en específico, de aquellos que fueron procesados acusados por terrorismo.

2.6.1.1.1. La organización del sistema judicial entre 1980 y 1992

En principio, debe tenerse presente que las primeras manifestaciones de la violencia terrorista se dieron cuando el país iniciaba un proceso democrático luego de doce años del gobierno de facto de la Fuerza Armada. Las instituciones del sistema judicial no habían alcanzado la madurez necesaria para hacer frente a fenómenos complejos como el rápido desarrollo de un conflicto armado.

Desde antes de 1980, mucho antes de la violencia terrorista, el Sistema Judicial peruano había venido reproduciendo históricamente circunstancias y estructuras inadecuadas, no obstante intentos de reforma judicial iniciados durante el gobierno militar. Aquéllas que tuvieron una especial incidencia en el tratamiento de la subversión fueron la falta de autonomía e independencia en la selección de sus miembros, la insuficiencia en la asignación y empleo de los recursos, la irracional carga procesal, la falta de capacitación de los magistrados y la ausencia de condiciones elementales de seguridad para estos funcionarios.

En efecto, si bien la Constitución de 1979 significó un avance respecto de la legislación anterior, al crear el Consejo Nacional de la Magistratura como un órgano constitucionalmente autónomo que participaba en el nombramiento de los miembros del Poder Judicial y del Ministerio Público, ello no eliminó la intromisión del Poder Ejecutivo y Legislativo en la selección y nombramiento de magistrados. En efecto, los Magistrados del Poder Judicial eran nombrados por el Presidente, a propuesta del Consejo Nacional de la Magistratura, requiriendo los vocales supremos además la ratificación del Senado6. Tanto el Poder Ejecutivo como el Poder Legislativo tenían capacidad de decisión sobre la designación de miembros del Poder Judicial y del Ministerio Público, con lo cual se vulneraba claramente el principio de separación de poderes, y por tanto, la autonomía e independencia de estos organismos.

De otro lado, una organización judicial deficiente, consagrada en la Ley Orgánica del Poder Judicial, impedía que este generara condiciones de independencia. Al no existir órganos de gobierno reales, el Poder Judicial no sólo no podía planificar su desarrollo, sino que tampoco podía generar ni opinión ni planteamientos inmediatos. No había condiciones para su independencia ni órganos encargados de generar planteamientos propios.

Del mismo modo, la independencia del Sistema Judicial, exigía contar con los recursos económicos que le permitieran proveer la infraestructura y condiciones remunerativas mínimas para asegurar su eficaz funcionamiento. En esa línea, la Constitución de 1979 establecía que el 2% de los gastos corrientes del Presupuesto del Gobierno Central, debía ser destinado al Poder Judicial7. No obstante, en la práctica, nunca se llegó ni siquiera al 1%, sea por falta de recursos, sea por falta de voluntad política. Incluso es de anotarse que si bien la Constitución de 1979 en una Disposición Transitoria permitió el aumento progresivo de la asignación presupuestal hasta alcanzar el 2%, en los hechos esto se incumplió, pues hubo años que el porcentaje decreció, contrariando la progresividad del aumento. (Ver cuadro).8

Como consecuencia, no existió una infraestructura mínima adecuada para llevar a cabo los procesos judiciales y, por ejemplo, desplegar los esfuerzos necesarios para recopilar el material probatorio destinado al juzgamiento de los delitos en la etapa prejudicial y en la etapa judicial. Mientras las deplorables condiciones de trabajo empantanaban el sistema judicial y lo hacían ineficaz para responder con mínima eficiencia al nuevo requerimiento que planteaban la extensión de la subversión armada, los ínfimos sueldos de los magistrados y demás funcionarios del Sistema Judicial, servían de abono a la corrupción.

Un caso emblemático lo constituye el reducido número de fiscales con los que contaba el Ministerio Público, lo que hacía imposible que éste cumpliera adecuadamente con sus funciones, sobretodo, si se tiene en cuenta el amplio número de los miembros de las fuerzas policiales y de las fuerzas armadas que podían iniciar y dirigir procesos de investigación preliminar, que debían ser objeto de control por el Ministerio Público. Es decir, mientras existía un amplio número de agentes policiales y militares que controlar, el número de fiscales encargados de este control era, en clara desproporción, extremamente menor, lo que impedía en la práctica que tal control se diera en la práctica de manera eficaz.

El informe defensorial Num. 77, sobre ejecuciones extrajudiciales de la Defensoría del Pueblo, de agosto del 2003 ayuda a identificar un problema adicional, constituído por la creación de organismos especializados en la protección de derechos humanos, pero carentes de normatividad que le hiciera funcionales. Esta fue una gran oportunidad perdida para proteger los derechos humanos en el contexto de la lucha antisubversiva:

Durante el contexto de graves violaciones a los derechos humanos que experimentó el Perú, el Ministerio Público adecuó su estructura orgánica con el propósito de garantizar mejor la protección de los derechos fundamentales de la población. Así, en 1985 se redefinió, mediante Resolución Nº 614-85-MP-FN, la Oficina General de los Derechos Humanos, encomendándole la genérica tarea de apoyar la labor del Fiscal de la Nación en la información y seguimiento de las denuncias sobre violaciones de los derechos humanos. En el referido texto legal se precisaba que para el cumplimiento de estos fines sus funciones específicas serían las de orientar, recibir y canalizar las denuncias así como efectuar el seguimiento de las mismas; establecer y mantener la comunicación con los organismos nacionales e internacionales sobre toda circunstancia relacionada con presuntas violaciones de derechos reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos; tomar conocimiento directo de las denuncias para luego derivarlas a las instancias pertinentes, entre otras.

Por otro lado, mediante Resolución de Fiscalía de la Nación Nº 092-89-MP-FN, de fecha 23 de marzo de 1989, se incorporó, como órgano de línea de la Fiscalía de la Nación, la Oficina General de Defensoría del Pueblo y Derechos Humanos.

Posteriormente, y sobre la base de la referida oficina, la Fiscalía de la Nación, mediante Resolución Nº 192-89-MP-FN, de fecha 27 de abril de 1989, creó la Fiscalía Especial de Defensoría del Pueblo y Derechos Humanos. Si bien esta última disposición prescribía que la referida Fiscalía Especial elaborara el Reglamento de Organización y Funciones correspondiente, al parecer este texto no fue preparado ni aprobado, pues no fue publicado en el diario oficial El Peruano ni se encuentra registrado en el archivo del Ministerio Público.

Esta circunstancia denota la ausencia de un marco normativo adecuado que determinara expresamente las funciones y competencias de las referidas fiscalías especiales, sobre todo a efectos de diferenciarlas de las funciones y competencias de las Fiscalías Provinciales Penales.

El sistema judicial era extremadamente ineficaz en su organización y en la distribución de la carga procesal de los diversos órganos que lo integran. Así, existió un altísimo número de detenidos que se mantuvieron en tal condición por un periodo muy largo de tiempo antes de ser procesados, así como numerosos procesados que durante un extenso período, (en muchos casos superior a su eventual condena), no habían sido sentenciados.9

Así, si bien la Ley N° 25031 de fecha 02 de junio de 1989 -la cuarta Ley Antiterrorista más importante emitida en esta etapa-, modificó varios artículos de la Ley N° 24700, disponiendo que en los procesos penales seguidos por delito de Terrorismo, la instrucción debería estar obligatoriamente a cargo de un juez especial designado por las Cortes Superiores, y que el juzgamiento necesariamente debería estar a cargo de los Tribunales Correccionales Especiales designados por la Corte Suprema, resulta revelador el hecho de que a febrero de 1992 –es decir, que 3 años después de emitida esta norma y de incrementada la cantidad de detenidos y denunciados por el delito de Terrorismo— sólo existiesen en Lima dos jueces especializados nombrados para los casos de terrorismo.10

Otro de los problemas que aquejaba al Poder Judicial era la inexistencia de una carrera judicial. En efecto, quienes eran elegidos como magistrados, jueces y fiscales, no necesariamente habían desempeñado cargos jerárquicamente inferiores dentro del escalafón judicial, al cual en muchos casos era posible ingresar directamente, como Vocal Superior o Supremo, o como Fiscal de estas mismas instancias. Asimismo, entre los criterios de selección no se encontraba el de mérito o antigüedad, para efectos de cubrir las plazas vacantes. Tampoco existía un órgano cuya función específica fuera la formación y capacitación de jueces y fiscales. Ante esta carencia, éstos empezaban a ejercer la función jurisdiccional o fiscal con las falencias propias de la formación universitaria, sin haber recibido ningún tipo de capacitación.

La falta de capacitación tuvo, por lo menos, dos consecuencias de suma importancia: i) la deficiente formación del magistrado y de los fiscales en materia constitucional y el desconocimiento de las disposiciones internacionales sobre derechos humanos, coadyuvaron en muchas ocasiones a que éstas no fueran aplicadas, al ser consideradas como normas foráneas, inaplicables a nuestra realidad, perdiéndose así la posibilidad de que los órganos del Sistema Judicial tuviesen una adecuada perspectiva constitucional de la legislación antiterrorista; y ii) los fiscales desconocían el alcance de su papel de garantes en las diferentes etapas del proceso penal, frente a la actuación policial, militar e incluso judicial. Esto resultaba apremiante si tenemos en cuenta que recién -con la promulgación de la Constitución de 1979-el Ministerio Público fue reconocido como un órgano autónomo.

Estas carencias se vieron reflejadas en la deficiencia de la actuación fiscal (por ejemplo, en la investigación y generación de pruebas) y en la mala calidad de las resoluciones judiciales, las cuales carecieron de una debida motivación, en tanto el sustento de las mismas fue, en la mayoría de los casos, la aparente aplicación estricta y mecánica de la norma, sin tomar en cuenta los principios, valores y los derechos fundamentales que rigen a una sociedad en un contexto específico.

Un factor adicional a considerar dentro de los factores estructurales que hacían del sistema judicial un agente de violencia es el de la inseguridad de los magistrados del Poder Judicial y del Ministerio Público. Sin las condiciones mínimas de custodia necesarias para ejercer sus funciones, los funcionarios terminaban sintiéndose presionados por las amenazas implícitas o expresas hechas por los grupos subversivos, y por ello, condicionando muchas de sus decisiones.

Un caso emblemático de las amenazas recibidas por los fiscales es la investigación del caso de Cayara, en efecto, en este caso, el Dr. Manuel Catacora Gonzáles, encargado de la Fiscalía de la Nación, encomendó al doctor Carlos Escobar Pineda, Fiscal Superior Comisionado de Ayacucho, la investigación de las denuncias respecto de la muerte y desaparición de comuneros del distrito de Cayara, el 14 de mayo de 1988, concluyendo que existían suficientes elementos para denunciar los hechos, presumiendo la responsabilidad del Jefe del Comando Político Militar de la Zona de Seguridad Nacional Central Nº 05 de Ayacucho, General del Ejército Peruano José Valdivia Dueñas.

Sin embargo, durante la investigación realizada por ésta autoridad, sucedieron hechos de grave singularidad como la muerte de testigos y las amenazas repetidas al fiscal, al punto que se debió cambiar al titular encargado de la investigación. Como consecuencia, en el ámbito del Ministerio Público existen hasta tres dictámenes o pronunciamientos sobre la investigación de lo que había sucedido en Cayara, culminando en el emitido por el Dr. Jesús Granda Olaechea, Fiscal Provincial, quien concluye que no existían elementos para denunciar a ninguna persona y ordenaba archivar provisionalmente la investigación, dejándola, en efecto, en la impunidad.

La única norma dictada con este propósito, fue la Ley N° 24700 del 22 de junio de 1987, que dispuso algunos mecanismos de seguridad para el procedimiento de la investigación policial, la instrucción y el juzgamiento de los delitos de Terrorismo. No obstante, las coordinaciones de seguridad que la ley autorizaba no llegaron a hacerse efectivas, con lo cual los magistrados se encontraban en una situación de alta vulnerabilidad. Más aún, incluso en la drástica estrategia antiterrorista estatal de 1991, elaborada dentro de un contexto de violencia sistemática, resguardar a los magistrados no pareció siquiera un tema a considerar. Incluso la nueva Ley Orgánica del Poder Judicial, (Decreto Legislativo N° 612), se limitó a establecer que la Policía Nacional tenía bajo su responsabilidad la custodia y seguridad de los magistrados e instalaciones del Poder Judicial.

2.6.1.1.2. La legislación que regulaba el funcionamiento del sistema judicial

Otro factor estructural de violencia en el período 1980-1992 fue la legislación antiterrorista, que determinaba tanto la tipificación y penalización de los delitos de Terrorismo, como la estructura del proceso y las funciones que correspondían a cada uno de los órganos del Sistema Judicial, en la tramitación del mismo.

Los aspectos de aquella legislación más propensos a afectar el derecho al debido proceso de los inculpados y, por lo tanto, a actuar como factores estructurales de violencia contra los derechos de las personas eran la tipificación imprecisa del terrorismo, la mediatización de la labor del Ministerio Público en la etapa de la investigación preliminar y la derogación –en 1987-de las normas que disponían la puesta a disposición de los detenidos en los juzgados cuando éstos lo requiriesen.

Está fuera de cuestión que el Estado tiene el derecho de defenderse y de calificar de la manera más apropiada el delito que cometen quienes deciden llevar a cabo acciones de subversión armada del orden constitucional. Es, sin embargo, preciso enfatizar que el derecho estatal a defenderse debe desarrollarse dentro de los marcos legales internacionalmente reconocidos y soberanamente adoptados a través de la ratificación de diversos tratados. Es esencial, por lo tanto, cerciorarse de que las acciones armadas de los grupos subversivos queden apropiadamente tipificadas con el fin de evitar imprecisiones que afecten los derechos de los inculpados.

El delito de terrorismo, que fue la opción elegida para reprimir las acciones de los grupos subversivos fue tipificado desde un inicio, de forma amplia, imprecisa y abarcando diversas conductas, lo que generaba una gran inseguridad, pues permitía condenar por un mismo delito a personas cuyas conductas no guardaban ninguna proporcionalidad entre sí a aplicar penas desproporcionadas o a procesar a personas que no tenían vinculación con los grupos subversivos.

La Comisión ha revisado a profundidad el marco legal antiterrorista y sus efectos, en la sección de "Crímenes y Violaciones de los Derechos Humanos". Baste aquí –brevemente-recordar que los tipos penales fueron objeto de diversas disposiciones sucesivas (Decreto Legislativo 046 de 1981, Ley 24651 de 1987, Ley 24853 de 1988, Decreto Legislativo 635 de 1991) que, en lugar de responder a la necesidad de una adecuada comprensión del delito en cuestión, resultaron de un proceso coyuntural donde se respondía ante el agravamiento del fenómeno del terrorismo con el aumento de la severidad de las penas, que se concebían como el elemento esencial de la política de prevención del delito.11

Otro de los problemas más saltantes del Sistema Judicial fue –y por desgracia continúa siéndolo-su morosidad, debido a lo engorroso de los procedimientos, tanto civiles como penales.12 De conformidad con la legislación antiterrorista vigente en este período, el proceso iniciado por delito de terrorismo se regía, en todo lo que no se encontraba regulado por leyes especiales, por las normas establecidas para el proceso ordinario establecido en el Código de Procedimientos Penales de 1940.13 Este procedimiento no se adecuaba –ni se ha llegado a adecuar hasta la fecha— a la realidad en la que tenía que funcionar puesto que, no permitía que en la lucha contra la criminalidad, el proceso llegara a obtener un balance entre su efectividad y el resguardo de las garantías del debido proceso.

Así, el proceso penal ordinario impedía el adecuado procesamiento de los delitos, por cuanto limitaba la capacidad del Juez de dirigir el proceso y de producir medios de prueba, así como la capacidad de las partes (procesado, actor civil y agraviado) de aportar medios probatorios, y no garantizaba adecuadamente el derecho fundamental a un debido proceso.14 Por otro lado, se debe considerar que, de forma paralela al proceso ordinario previsto en el Código de Procedimientos Penales, se regularon diversos procedimientos especiales en torno a los diferentes tipos penales, los que vaciaron de contenido al proceso previsto en dicho cuerpo legal.

La Comisión no puede dejar de mencionar que las ineficiencias del sistema no resultaban tan sólo en la encarcelación de inocentes sometidos a largos procesos judiciales (en el estudio a profundidad referido a la situación carcelaria se nota, por ejemplo, la situación de militantes de grupos legales de izquierda acusados de ser miembros del PCP-SL), sino también en la sostenida liberación de personas con efectiva filiación en los grupos subversivos armados, motivada por la ausencia de pruebas suficientes que acreditaran la comisión del delito.

Asimismo, debe agregarse que si bien las sucesivas normas que modificaron los artículos 62°, 72° y 136° del Código de Procedimientos Penales buscaron implementar una etapa de investigación preliminar con la activa participación fiscal, con el propósito de que su participación garantista volviera cada vez menos necesaria la etapa procesal de la instrucción, (la misma que se había convertido en la principal razón de la morosidad de los procesos penales), ello no pudo ponerse plenamente en práctica, debido al reducido número de fiscales y a la falta de comprensión y conocimiento de su rol garantizador de la investigación preliminar. Así, la falta de una actuación plena de parte del Fiscal en la investigación preliminar, hizo que las diligencias llevadas a cabo en dicha etapa no hayan podido adquirir valor probatorio, lo que motivó la necesaria repetición de las diligencias realizadas en sede policial.

La Constitución de 1979 en su artículo 250°, inciso 5°, y la Ley Orgánica del Ministerio Público, en su artículo 9°, establecieron que la etapa de investigación preliminar era una investigación policial; es decir, que se encontraba dirigida por las fuerzas policiales, y que la participación del fiscal se reducía a la supervisión y vigilancia, interviniendo en esta investigación con el fin de garantizar que en ella se respeten los derechos humanos de los procesados y se recolecten las pruebas pertinentes.15

Sin embargo, las normas antiterroristas únicamente regularon la participación del Ministerio Público en tres aspectos: i) como ente receptor de la información que debería brindarle la policía de las diligencias realizadas y las decisiones adoptadas en la investigación preliminar; ii) como entidad cuya presencia era formalmente necesaria en las diligencias realizadas luego de comunicada la detención; y iii) como ente encargado de constituirse en la sede policial en la que se encontraba el detenido, a fin de tomar contacto con éste.

Pero como la legislación no reguló un procedimiento especial que permitiera al Ministerio Público cuestionar o impugnar las decisiones y actuaciones policiales tomadas en la etapa de investigación preliminar, que comprendían desde la detención del ciudadano hasta su liberación o efectiva puesta a disposición del juzgado; la labor supuestamente garantista del fiscal en esta etapa preliminar, en la práctica se encontró subordinada a las decisiones policiales, lo que en definitiva, afectó la salvaguarda de los derechos del detenido, más aún si tenemos en cuenta que la Policía no se limitó a utilizar los mecanismos legales previstos, tal como se comprobó con las graves y extendidas violaciones de los derechos humanos ocurridas en estos años.

Dichas vulneraciones, en gran medida, fueron producidas porque el Fiscal entendió que ante la falta de regulación legal de mecanismos especiales de cuestionamiento o impugnación de las decisiones y actuaciones policiales, se encontraba subordinado a la labor policial respaldada por la Constitución Política de 1979; convirtiéndose en un mero "testigo" de la actuación policial, sin ser realmente un garante de la legalidad de sus actos.16

Al rol secundario de los fiscales, hay que agregar la subordinación del juez penal en la etapa de investigación preliminar. En efecto, el artículo 2°, inciso 20°, literal g) de la Constitución de 1979, establecía que las fuerzas policiales debían poner al detenido a disposición del Juzgado cuando éste lo requiriese. Por otro lado, una disposición similar contenía el artículo 9° literal a) del Decreto Legislativo N° 046, sin embargo, esta norma fue derogada por el Decreto Ley N° 24651, de fecha 20 de marzo de 1987. Lo señalado implicaba una merma de la competencia de los jueces o de su llamada "jurisdicción preventiva", pues se entregaba a la policía una potestad eminentemente jurisdiccional, como era decidir sobre el levantamiento o la continuación de la detención, con el agravante de que el mismo juez no podía cuestionar esta decisión, pues no podía actuar de oficio.

En ese mismo sentido, todas las normas vigentes en esta primera etapa del fenómeno terrorista sustrajeron del ámbito jurisdiccional la competencia de decidir sobre el traslado del detenido, y la entregaron a manos de la policía, dejando así al Juzgado subordinado a estas decisiones policiales, que como repetimos, no podía cuestionar directamente en tanto no podía actuar de oficio.

Un factor de especial importancia son los antecedentes de las leyes sobre arrepentimiento, que surgieron en esta época. En efecto, la ley N° 25103, de fecha 5 de octubre de 1989, concedía ya beneficios como la reducción, exención o remisión de penas para aquellos que abandonasen voluntariamente los grupos terroristas y proporcionen información eficaz sobre su organización o la identificación de sus miembros o cabecillas. Cuando la declaración era hecha por el detenido, ésta podía ser prestada únicamente ante la policía. El decreto legislativo N° 748 del 13 de noviembre de 1991, determinó que el mismo tratamiento recibirían las declaraciones realizadas por los procesados.

Estas normas, en la práctica, terminaron permitiendo que los policías manipularan en muchos casos la producción y regularidad de estas declaraciones que eran utilizadas como medios probatorios contra los sindicados, con lo cual, indirectamente se les estaba permitiendo la manipulación de la producción de un medio probatorio, sin que para ello se cuente con el menor control fiscal o judicial que garantice su validez, como lo hemos señalado anteriormente.

Lo mencionado se agravó con el hecho de que, en la práctica, el número de detenciones realizadas por los miembros de la policía como producto de sindicaciones, fue utilizado como un índice para medir su eficiencia. Una prueba de que este medio probatorio de la "declaración incriminadora" se obtenía de una manera viciada, o daba lugar a prácticas repudiables e ilegales como la tortura. Estos mecanismos no sólo fueron violatorios de derechos fundamentales, sino que fueron profundamente ineficientes, porque lo que comúnmente ocurría era que los autores de estas declaraciones se retractaban de ellas en las etapas posteriores del proceso penal, ya sea en la instrucción o en el juicio oral, y la mayoría de veces como consecuencia de una confrontación o careo entre el declarante y el sindicado por éste como terrorista.

2.6.1.2. Violaciones a los derechos humanos por omisión o acción de los operadores de derecho

Respecto de las violaciones a los deberes del sistema judicial por omisión deben mencionarse dos aspectos: en primer lugar, la falta de actuación de dichos órganos dentro de las posibilidades que le ofrecía la misma legislación antiterrorista, por más limitada que esta fuese; y la segunda, ocasionada por la falta de actuación de éstos dentro del marco de posibilidades ofrecidas por las normas constitucionales.

Respecto a la primera forma de omisión del deber, se ha descrito con amplitud el llamado "efecto coladero"17, que refiere a la ineficacia para reprimir legalmente los actos de terrorismo, debido a la liberación de detenidos, procesados o sentenciados por esta causa. No está en cuestión el evidente deber de los operadores de derecho de disponer la libertad de quien es inocente, pero es claro que –así como existió el encarcelamiento de inocentes debido-hubo también un patrón de liberación de personas sin mayor investigación. Estos fenómenos se explican en parte por factores estructurales como la deficiente investigación policial, que hemos reseñado, pero también es indispensable señalar que hubo grave negligencia de parte de muchos operadores de derecho, tanto para proteger a los inocentes como para dejar escapar a los culpables.

La negligencia y la ineficiencia podían manifestarse en distintos puntos del proceso tales como: la actuación policial deficiente, la negativa del Ministerio Público de formular acusación contra muchos de los detenidos, la decisión del Poder Judicial de que muchos de los casos contra los que se había iniciado un proceso judicial no tenían mérito para pasar a juicio oral, la decisión del Poder Judicial de absolver a muchos de los procesados, la decisión de los jueces de ejecución de otorgar beneficios penitenciarios que implicaban la liberación de los condenados por delitos de Terrorismo; y por último, la falta de un adecuado régimen de ejecución penal, que permitía que los establecimientos penitenciarios quedasen bajo el práctico control de los internos efectivamente relacionados al PCP-SL.

Las omisiones relativas al deber de reprimir dentro de la ley la subversión armada y los actos terroristas generaron una imagen de ineficiencia que tuvo efectos perversos, tales como la justificación popular del autoritarismo y la "mano dura" del régimen fujimorista, y la tendencia de las fuerzas de seguridad a cometer crímenes contra los sospechosos, por la convicción de que si eran llevados al poder judicial serían liberados y que, por consiguiente, un "... terrorista vivo es terrorista victorioso"18

En síntesis, las omisiones en las que incurrieron los diferentes órganos del Sistema Judicial, ocasionando el llamado "efecto coladero" fueron la falta de control de las decisiones y actuaciones policiales en la etapa de investigación preliminar, la falta de una debida recolección de medios probatorios en la etapa de investigación preliminar y en la instrucción judicial, que degeneró en la insistencia de las fuerzas policiales en obtener pruebas débiles o viciadas como la autoinculpación o la sindicación por medios ilícitos. Del mismo modo, debe señalarse la falta de la debida revisión del cumplimiento de los supuestos para obtener beneficios penitenciarios.

Mención especial merece –en este panorama de omisiones-la desprotección de los derechos fundamentales por el Tribunal de Garantías Constitucionales: la Constitución Política de 1979 creó el Tribunal de Garantías Constitucionales, como órgano constitucional autónomo, con jurisdicción a nivel nacional, y competencia para declarar, a pedido de parte, la inconstitucionalidad de las leyes y de las normas con rango de ley, así como para conocer en casación las resoluciones denegatorias emitidas en los procesos de habeas corpus y amparo, una vez agotada la vía judicial.

Para efectos de este análisis, resulta de particular trascendencia estudiar el comportamiento de dicho tribunal, en lo relativo al conocimiento de procesos de habeas corpus, por ser éste el mecanismo previsto por nuestro ordenamiento jurídico para velar por la libertad individual frente a los casos de detenciones arbitrarias, en las que podían incurrir la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, en la reprensión de los delitos de terrorismo.

Sobre su funcionamiento, Francisco Eguiguren Praeli19 señala que entre los años de 1983 y 1990, el Tribunal de Garantías Constitucionales tuvo una presencia casi nula en la protección de las libertades individuales, pues, sobre un total de sesenta y cuatro (64) casos sólo produjo dos (02) sentencias fundadas. Corrobora lo mencionado el hecho que la carga procesal en materia de Habeas Corpus, se encontraba principalmente referida a los casos de detención arbitraria (868 casos) producidos durante el mismo período. La abdicación del Tribunal de Garantías Constitucionales en su función protectora de los derechos fundamentales, construyó un soporte en una interpretación constitucional que subordinaba derechos durante la vigencia de estados de emergencia, a despecho de los instrumentos internacionales de derechos humanos y de la opinión jurídica internacional.

Es también un supuesto de omisión de deberes que constituyó al sistema judicial en agente violador de derechos fundamentales, la abdicación de la jurisdicción frente al sistema de justicia militar. En efecto, durante el período que va hasta 1992, los jueces del fuero común se inhibieron a favor del fuero militar o fueron ordenados de hacerlo por instancias superiores, siempre que se estableció una contienda de competencia. Sólo un puñado de casos que involucraban a policías, como el asesinato de presos senderistas en el hospital de Ayacucho en 1982, el asesinato de Francisco Ñuflo en 1983, la matanza de Socos en 1983 y el asesinato del dirigente Jesús Oropeza en 1984 fueron juzgados en el fuero civil.

Al mismo tiempo, casos notorios como los relativos al comportamiento de la infantería de Marina en Huanta como el caso Pucayacu y el caso Callqui en 1984 fueron resueltos a favor del fuero militar. Esto ocurría durante el período del conflicto que ha probado ser el más costoso en vidas humanas, lo que da una idea de la responsabilidad que le cabe al sistema judicial por alimentar la sensación de impunidad con la que actuaron los agentes estatales. Este patrón de abdicación se profundizó luego con los casos de Accomarca y Parcco-Pomatambo y Cayara, que quedaron en la impunidad luego de ser derivados a la justicia militar.

Sin perjuicio de la clara incapacidad del sistema judicial para proteger los derechos ciudadanos y al mismo tiempo reprimir la violencia terrorista de manera eficiente, puede afirmarse que en la actividad desplegada con este propósito el sistema judicial también incurrió en actos de violencia directa, entre los que se pueden señalar las detenciones arbitrarias sin que fueran admitidos a trámite los procesos de habeas corpus, la incomunicación de los detenidos, muchas veces con conocimiento de los fiscales, y la falta de control sobre el uso de medios ilícitos para obtener declaraciones y demás medios de prueba.

Si bien estos abusos fueron realizados por miembros de las fuerzas armadas y policiales, se ha comprobado que eran conocidos por el Poder Judicial y el Ministerio Público, instituciones que, además de fomentar la impunidad de los responsables dieron trámite a las denuncias presentadas sobre la base de medios de prueba obtenidos ilícitamente. La falta de control creó el clima de impunidad que propició prácticas aberrantes como la desaparición forzada y la tortura.

Esta situación pudo haber sido distinta, si nuestro Poder Judicial no hubiese abdicado en la defensa de los derechos humanos, y por el contrario, hubiese aplicado las disposiciones internacionales sobre la materia, que establecen que existen derechos y garantías que no pueden ser suspendidos ni siquiera en estados de excepción.

El Informe Defensorial Nº 77 sobre Ejecuciones Extrajudiciales respalda los hallazgos de la Comisión al señalar que20:

…en más de la mitad de los 11 casos de ejecuciones extrajudiciales estudiados por la Defensoría del Pueblo y Derechos Humanos, sólo se limitaron a remitir oficios solicitando información sin disponer otras diligencias preliminares básicas. En efecto, resulta irregular la omisión de disposición de diligencias importantes tales como la recepción de la declaración de los familiares o testigos, la visita o inspección preliminar a las instalaciones policiales o militares, el levantamiento de cadáver o la práctica de la necropsia correspondiente.

Como hemos mencionado, los diversos órganos del Ministerio Público no sólo tenían competencia para practicar las diligencias aludidas, sino que las mismas debieron ser dispuestas en los casos investigados, ello en razón de la obligación del Ministerio Público de conducir la investigaciones de delito (artículo 158º inciso 4 de la Constitución) y de recaudar los elementos probatorios para formular una imputación penal (artículo 94º inciso 2 del Decreto Legislativos Nº 052).

Por otro lado, sólo en uno (Juan Mauricio Barrientos Gutiérrez ) de los 11 caos, el Ministerio Público formalizó denuncia penal, luego de más de cuatro años de investigación. En 4 casos los Fiscales Provinciales Penales ni siquiera tomaron conocimiento de las denuncias existentes en las Fiscalías Especializadas en la Defensoría del Pueblo y Derechos Humanos. Como señala el profesor San Martín: "Sabemos que en virtud de los principios de legalidad y de oficialidad, si el fiscal omite realizar las indagaciones correspondientes comete delito de omisión de denuncia, previsto y sancionado por el artículo 407º del Código Penal.

Un ejemplo emblemático de la situación de mala práctica de análisis de restos humanos y omisión de denuncia es el caso del encuentro de la localidad de "Los Molinos", cercana a Jauja, luego de la realización de un combate regular en que unidades del Ejército Peruano sorprendieron a una columna armada del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. En dicho encuentro, el Ejército Peruano reportó 6 bajas mortales y 19 heridos, sin embargo, en el bando subversivo se reportaron 63 bajas mortales y ningún herido o prisionero. Si esta situación tan improbable ya llamaba a investigar, la gravedad de lo ocurrido adquirió mayor urgencia cuando civiles de la zona denunciaron ejecuciones arbitrarias de familiares que vivían en la zona del enfrentamiento.

Sin embargo, no se promovió ninguna investigación para determinar las responsabilidades del caso, pese a las denuncias formuladas. Sólo se generó el Informe Nº 02-89-MP-FPMJ que fue emitido por la Fiscal Provincial de Jauja, Dra. Rosa Chipana Carrera, donde da cuenta de 63 cadáveres, de los cuales solamente ocho cuerpos fueron recogidos por sus familiares. Los 55 cadáveres restantes fueron enterrados en una fosa común del cementerio de Jauja utilizando una motoniveladora. De los 8 cadáveres recogidos, sólo 3 correspondían a militantes del MRTA, los otros 5 correspondían a civiles que vivían en la zona del enfrentamiento, incluyendo una pareja de esposos que sufría de alteraciones mentales. Estas muertes de civiles no se investigaron. Es importante dejar constancia, finalmente, que no obstante que la Policía Nacional (en ese entonces, la Policía de Investigaciones del Perú) logró identificar a 32 subversivos por los documentos que portaban, nadie hizo un esfuerzo por rectificar las partidas de defunción y los occisos continúan formalmente como "NN".

2.6.2. El sistema judicial como agente de violencia entre 1992 y 2000

El autogolpe de Estado del 5 de abril de 1992, con las consiguientes reformas que generó, tanto a nivel organizativo como legislativo, marcó un hito fundamental en el desarrollo del proceso de violencia. Así, el péndulo osciló del extremo de la falta de represión del fenómeno del terrorismo, manifestada en la constante liberación de terroristas, debido a la carencia de pruebas, o al goce de beneficios penitenciarios sobre supuestos no comprobados, al extremo opuesto: numerosos inocentes en prisión injustamente incriminados21.

A diferencia de la etapa anterior, en que el Poder Judicial incurrió en actos de violencia esencialmente por omisión, en esta etapa el marco legal introducido, básicamente con la legislación antiterrorista de 1992, convirtió a todo el Sistema Judicial en una herramienta represora "hipereficiente" – cuantitativamente hablando-destinada al expeditivo encarcelamiento de sospechosos.

Asimismo, si bien en esta etapa las desapariciones y ejecuciones extrajudiciales fueron en descenso, el número de personas acusadas y sentenciadas por terrorismo fue en claro aumento, lo que parece confirmar la hipótesis de que sectores de las fuerzas de seguridad cometían los crímenes bajo la convicción de que los detenidos vivos serían eventualmente liberados. Al emitirse leyes draconianas que convertían al sistema judicial en una herramienta de encarcelamiento, se desestimularon algunas prácticas violatorias. Ello llama a reflexión sobre la responsabilidad que le cabe al sistema judicial en la justificación del golpe de 1992 por su negligencia e ineficiencia.

2.6.2.1. Factores estructurales

Al igual que la etapa anterior, nos concentraremos primero en el análisis de factores estructurales internos, esto es, la derivados de la creación, conformación y organización misma de los órganos integrantes del Sistema Judicial, para luego desarrollar los supuestos de violencia estructural originada por factores externos, tal es el caso de la nueva legislación antiterrorista.

2.6.2.1.1. La organización del sistema judicial luego del golpe de Estado de 1992

En este período (1992-2000), bajo el argumento de la "reorganización y moralización del Poder Judicial" se crearon una serie de órganos de carácter provisional que, si bien tenían como fin último colaborar en la reestructuración del Sistema Judicial, modernizándolo y eliminando los focos de corrupción existentes, en la práctica terminaron significando también un claro mecanismo de injerencia y control del poder político, constituyéndose, potencial o directamente, en agentes de violencia.

No obstante lo señalado anteriormente, es de indicar que paralelamente a los cambios en el sistema judicial persistieron las mismas deficiencias indicadas en la primera etapa, debido a que derivan precisamente de problemas históricos de la administración de justicia en nuestro país; sin embargo, estas tendrán rasgos propios en función a los hechos acontecidos en esta etapa.

En esta línea podemos indicar que el sistema judicial experimentó como factores internos que lo convertían en un agente de violencia fundamentalmente su falta de autonomía, la inestabilidad de los magistrados y la inoperancia del Tribunal de Garantías Constitucionales. A estos factores hay que agregar la incapacidad estatal de resolver problemas de larga data como la ineficiencia en la asignación de recursos, la morosidad de los procesos y la efectiva inexistencia de la carrera judicial. Entre las medidas adoptadas por el gobierno autoritario que vulneraron claramente la autonomía y capacidad de gestión del Poder Judicial podemos indicar las siguientes:

1. Ceses masivos y nuevos nombramientos de magistrados en el Sistema Judicial.

La instauración del Gobierno de Facto, tras el autogolpe del 5 de abril de 1992, exigía que el Poder Ejecutivo ejerza el control del Sistema Judicial y de todos los organismos constitucionales autónomos. Con esa finalidad, se dictaron una serie de normas, destinadas a intervenir dichos organismos y a destituir a sus funcionarios y magistrados, quienes fueron sustituidos, en la mayoría de los casos, por jueces y fiscales provisionales, que al no gozar de la garantía de la inamovilidad en sus cargos, se encontraban en una situación de inseguridad y dependencia.

Como se podrá apreciar, la reforma iniciada a partir de esta fecha, desconoció en gran medida las disposiciones constitucionales y legales referidas a la organización y funcionamiento del Sistema Judicial –tal es el caso, no sólo del Poder Judicial, sino también del Consejo Nacional de la Magistratura, Ministerio Público, Tribunal de Garantías Constitucionales, entre otros-y se vio reflejada principalmente en un cambio de personas (funcionarios y magistrados), "justificado" en la corrupción existente en ese entonces. Con estos cambios, empezó un largo período de provisionalidad que luego sería un diseño para mantener un Poder Judicial sometido.

2. Creación de órganos transitorios: Comisiones Evaluadoras.

Después del golpe del 5 de abril 1992, el diseño de la "Reforma Judicial" se resumió en el cambio de funcionarios. Para ello la actuación del gobierno de facto y de las comisiones evaluadoras contó con un innegable respaldo social fruto del explicable descontento respecto a la administración de justicia.

En concordancia con la intención reorganizadora se promulgó -el 23 de abril de 1992-el Decreto Ley N° 25446, que además de cesar a 133 magistrados de los Distritos Judiciales de Lima y Callao22, dispuso la conformación de una Comisión Evaluadora del Poder Judicial, que estuvo integrada por tres Vocales de la Corte Suprema23, designados por acuerdo de Sala Plena.24 Esta Comisión se creó por Decreto Ley N° 25446 y tenía como función, llevar adelante el proceso de investigación y sanción de la conducta funcional de los Vocales Supremos y Superiores, Jueces de Primera Instancia, Jueces de Paz Letrados, Secretarios de Juzgado y Testigos Actuarios, que a la fecha, continuaran en funciones, en todo el territorio nacional. El plazo de vigencia de esta Comisión fue, en principio, de noventa (90) días; sin embargo, este que plazo fue prorrogado repetidas veces.

Resulta trascendente indicar que la legitimidad de las investigaciones realizadas por la Comisión Evaluadora del Poder Judicial, fue ampliamente cuestionada, debido a la arbitrariedad empleada en el procedimiento de evaluación y sanción de los magistrados.

Esta situación se agravó, con la promulgación del Decreto Ley N° 25454 del 28 de abril de 1992, que dispuso la improcedencia de todas las demandas de amparo dirigidas a impugnar, directa o indirectamente, las acciones de investigación de la Comisión Evaluadora, así como las decisiones y medidas tomadas por la Sala Plena de la Corte Suprema, sobre la separación de magistrados y otros miembros del Poder Judicial.25

Por otra parte, con fecha 5 de junio de 1992, se promulgó el Decreto Ley N° 25530, que creó la Comisión Evaluadora del Ministerio Público, que estaría integrada por dos (02) Fiscales Supremos Provisionales, designados por la Junta de Fiscales Supremos, a propuesta del Fiscal de la Nación. Dicha Comisión tuvo como función principal, investigar y sancionar, en un plazo de noventa (90) días, la conducta funcional de los fiscales, abogados auxiliares y personal administrativo del Ministerio Público, que en ese momento continuaran en ejercicio. Poco después, el 21 de setiembre de 1992, -es decir, mientras se encontraban vigentes las facultades de la Comisión-, se promulgó el Decreto Ley N° 25735, que declaró al Ministerio Público, en proceso de Reestructuración Orgánica y Reorganización Administrativa.

Esta norma, otorgó a la Fiscal de la Nación Dra. Blanca Nélida Colán-las facultades para dictar las normas y adoptar las medidas administrativas necesarias para evaluar la capacidad e idoneidad del personal del Ministerio Público. De esta manera, dicha autoridad asumió el rol atribuido inicialmente a la Comisión Revisora. Como vemos, tanto la creación de la Comisión Revisora del Ministerio Público, así como la atribución posterior de facultades, al Fiscal de la Nación, constituyó claramente un mecanismo de control del poder político y por ende, una manifestación de violencia generada en la organización misma del Sistema Judicial.

3. Creación de órganos especiales a propósito de la Reforma Judicial.

A partir de 1995, el gobierno de Alberto Fujimori dio inicio a un proceso de reforma del Sistema Judicial, destinado a dotarlas de una mejor organización, y modernizar sus estructuras, mediante la creación de órganos provisionales que implementarían los cambios necesarios. El diseño cambió. Se pasó del cambio de funcionarios a intentar una reforma organizativa, en la línea de diversos intentos de reforma de la justicia en América Latina. Sin embargo, en la práctica el esfuerzo tuvo también un efecto nefasto en cuanto a la autonomía de gestión judicial, pues se generaron vínculos de influencia del Poder Ejecutivo.

De este modo, se creó la Comisión Ejecutiva del Poder Judicial, mediante Ley N° 26546, de fecha 21 de noviembre de 1995, suspendiéndose temporalmente26 las atribuciones propias de los órganos de gestión y gobierno del Poder Judicial -Consejo Ejecutivo y Gerencia General-, con el fin de que esta Comisión Ejecutiva califique y evalúe a los órganos auxiliares y administrativos del Poder Judicial, y además elabore el Reglamento de Organización y Funciones del Poder Judicial.

La Comisión Ejecutiva del Poder Judicial estuvo conformada por los Presidentes de las Salas Constitucional, Civil y Penal de la Corte Suprema, y por un Secretario Ejecutivo27, este último, nombrado por la Comisión, como titular del pliego presupuestal del Poder Judicial. Esto significaba un retroceso respecto a la recientemente promulgada Ley Orgánica del Poder Judicial, que distinguió órganos jurisdiccionales de órganos de gobierno, apartando de la función jurisdiccional a quienes iban a desempeñar funciones de gobierno, a fin de garantizar que ellas fueran desempeñadas a tiempo completo.

Paulatinamente, la Comisión Ejecutiva del Poder Judicial fue asumiendo mayores facultades, conforme se promulgaban normas que suspendían la vigencia de la Ley Orgánica del Poder Judicial y asignaban funciones a la Comisión y su Secretario Ejecutivo, como son las Leyes N° 26623 y 26695, de junio y diciembre de 1996, respectivamente.28

Una crítica importante a la Comisión Ejecutiva del Poder Judicial fue que al estar conformada por los tres (03) Presidentes de las respectivas Salas de la Corte Suprema, (quienes además realizaban función jurisdiccional), resultaba totalmente previsible que su disponibilidad de tiempo se encuentre limitada, por lo que el control de esta comisión pasó a ser ejercida principalmente por el Secretario Ejecutivo, a quien se le imputó estrecha relación con el poder político.

Por otro lado, se creó la Comisión Ejecutiva del Ministerio Público con la Ley Nº 26623, de fecha 18 de junio de 1996, siguiendo el mismo esquema utilizado en el Poder Judicial. Posteriormente, la Ley Nº 26695, de fecha 2 de diciembre de 1996, estableció que el proceso de reorganización se extendería hasta el 31 de diciembre de 1998, atribuyendo las funciones de gobierno y de gestión del Ministerio Público, a su Comisión Ejecutiva.

Esta Comisión fue integrada por el Fiscal de la Nación, quien la presidía, y los Fiscales de la Primera y la Segunda Fiscalías Supremas en lo Penal, quienes actuaban como un órgano colegiado, y debían permanecer en la Comisión, independientemente del cargo judicial que ostentasen en los años posteriores29. Asimismo, la Comisión Ejecutiva contaba con un Secretario Ejecutivo, quien asumió la titularidad del pliego presupuestal.

En dicho momento, ocupaba el cargo de Fiscal de la Nación, la Dra. Blanca Nélida Colán Maguiña, quien asumió la Presidencia de la Comisión Ejecutiva del Ministerio Público, cargo que seguiría ocupando en el futuro, demostrando siempre una conducta sumisa ante los deseos del Poder Ejecutivo.

A las medidas destinadas a afectar la autonomía del sistema judicial, que hemos reseñado, se agregan la insuficiencia en la asignación de recursos económicos. En lo que respecta al mandato constitucional, es de indicar que la vigencia de la Carta Política del Estado de 1993, se dejó de prever un porcentaje a ser asignado al Poder Judicial,30 lo que dejaba al sistema judicial al arbitrio de las decisiones del gobierno central, que -por lo demás-demostró tener una escasa disposición para proveer los recursos necesarios para que el sistema judicial pudiera cumplir con eficiencia su rol. Esto agudizó la falta de independencia del Poder Judicial y del Ministerio Público, la precariedad de su infraestructura, la falta de preparación de los jueces y fiscales, la estrechez de sus sueldos, la corrupción y la elevada carga procesal.

Lo señalado anteriormente se ve constatado en cifras, pues desde aquella época –e incluso hasta la fecha-el Perú, después del Ecuador, poseía el indicador más pobre en cuanto al gasto en justicia per capita en la Región Andina. Así, nuestro país invertía un promedio de 5.6 dólares anuales por habitante, en el rubro de justicia, monto inferior en casi cinco veces al gasto realizado en Venezuela (27 dólares), y en casi dos veces al gasto realizado en Chile (11 dólares).31

La ineficiencia de la organización del Poder Judicial se mantuvo. En el caso específico de los fiscales, esta situación era claramente alarmante, pues no sólo eran un número ínfimo en relación con la carga procesal asignada, sino que para el cumplimiento de su función investigadora debían desplegar una importante actividad destinada a la obtención de medios probatorios. Asimismo, en su calidad de garantes de los derechos de los detenidos debían acudir ante las delegaciones policiales a efectos de velar por la legalidad de las detenciones y por el estado físico y psicológico de la persona detenida. Todo lo mencionado resultaba materialmente imposible atendiendo al número de casos que debían conocer y a las herramientas otorgadas para este propósito.

Esta organización, irracional en sí misma, constituyó un factor claramente predominante en el fracaso del Sistema Judicial en la represión del terrorismo, e implicó una amenaza a los derechos fundamentales de las personas que eran sometidos a procesamientos ante los órganos jurisdiccionales, ya que en tales circunstancias, difícilmente se podían respetar los plazos y condiciones que les garanticen un proceso justo32, lo que explica que uno de los problemas judiciales más graves en nuestro país sea el de los presos sin sentencia.

A pesar de que la Constitución Política de 1993 buscó resolver el problema de la deficiente formación de los magistrados, creando la Academia de la Magistratura, destinada a fomentar la "carrera judicial"; en la práctica, esto no ocurrió, básicamente por que la Academia centró sus esfuerzos en la capacitación y selección de los postulantes a la magistratura, en lugar de empeñar esos esfuerzos en capacitar a los magistrados ya electos; porque el sistema de ascensos no fue estructurado sobre la base de los méritos realizados y del tiempo de servicios prestados, sino simplemente sobre la base de la aprobación de determinados cursos, dictados por la Academia que podían determinar que un postulante a magistrado, ingrese directamente a las instancias superiores; y porque a partir de la Ley N° 26623, la Academia sufrió la afectación de la intervención política que si bien fue mínima durante el mandato de la primera (así denominada) Comisión de Reorganización y Gobierno, fue totalmente clara una vez que esta renunció.

Por otro lado, en lo relativo a la capacitación, los cursos dictados por la Academia sólo estaban dirigidos a los magistrados previamente seleccionados por los Presidentes de las Cortes, lo que no garantizaba que todos accedieran a la capacitación permanente respectiva; más aún, estos programas estaban dirigidos esencialmente a jueces, más no a fiscales, quienes no recibían mayor capacitación en materia de concepción del fenómeno del terrorismo, y su tipificación, en técnicas de investigación que les permitieran, por ejemplo, obtener medios de prueba suficientes para el procesamiento eficiente de los inculpados, en mecanismos de control de los actos policiales a fin de velar por los derechos del detenido y de la sociedad en su conjunto, lo que explica de alguna manera el por qué de su inoperancia en este período.

Esta diferencia en la formación y capacitación motivó, por ejemplo, que el ejercicio de la función jurisdiccional haya estado determinado por la ausencia de una debida motivación de las decisiones judiciales; exceso de formalismo y la aplicación mecánica de las normas jurídicas, sin tener en cuenta la capacidad creadora de los jueces; la falta de entendimiento del fenómeno de la subversión armada, de los actos de terrorismo, así como de su tipificación, y de las técnicas de investigación que permitan contar con elementos suficientes para la represión del delito; la falta de conocimiento y aplicación de la legislación constitucional e internacional sobre derechos humanos, la cual fue percibida como una legislación ajena a nuestro sistema jurídico y a nuestra realidad; la falta de conocimiento y manejo de los procesos constitucionales, como el Habeas Corpus y el Amparo; y la falta de respuesta frente a la emisión de normas que afectaban los derechos humanos de los procesados y específicamente a los detenidos por terrorismo.

Estos factores resultaron determinantes en el rol que cumplió el Sistema Judicial en la represión del fenómeno de violencia, pues no le permitieron impartir justicia y velar por los derechos humanos y el debido proceso en la represión del delito de Terrorismo, constituyéndose más bien, en un ente inoperante frente a las situaciones de abuso y arbitrariedad cometidas contra muchos de los detenidos.

Hay que prestar atención al problema de la seguridad de los jueces dedicados al juzgamiento de personas procesadas por terrorismo. Esta situación de inseguridad, fue una justificación para que el Decreto Ley Nº 25475 dispusiera que los Vocales que conducían el juicio oral, en el procesamiento del delito de Terrorismo, fueran de identidad secreta, vulnerando con ello la garantía procesal a ser juzgado por un Juez o Tribunal independiente e imparcial.

Por último, debe darse mención especial a la inoperancia, del Tribunal de Garantías Constitucionales y la obstaculización a su labor protectora.

En efecto, como se ha indicado anteriormente, como consecuencia del establecimiento del Gobierno de Facto, se promulgó el Decreto Ley N° 25422 del 8 de abril de 1992, que destituyó a la totalidad de los miembros del Tribunal de Garantías Constitucionales. No obstante haberse dispuesto el cese de todos sus miembros, el tribunal formalmente continuó existiendo, pero no funcionaba, lo que generó el entrampamiento en la tramitación de los procesos de garantías, con consecuencias graves en materia de protección de los derechos humanos.

En efecto, como sabemos, una de las funciones del Tribunal de Garantías Constitucionales era conocer y resolver, en casación, los procesos de Habeas Corpus, planteados para la defensa y restablecimiento de la libertad individual, al ser una de las garantías previstas por nuestro ordenamiento, para evitar y dejar sin efecto las detenciones arbitrarias originadas a propósito de la represión de violencia.

Sin embargo, debido a la suspensión de garantías, como consecuencia del establecimiento de sucesivos estados de emergencia, la práctica judicial y posteriormente, el mandato legal, determinaron el rechazo masivo de numerosas demandas de Habeas Corpus. De esta manera, el proceso constitucional de Habeas Corpus resultó absolutamente inútil para la protección de los derechos fundamentales a la libertad individual.

La situación no cambió con la Constitución Política de 1993. En efecto, esta creó el Tribunal Constitucional33 en reemplazo del Tribunal de Garantías Constitucionales. Sin embargo, las expectativas sobre su funcionamiento, especialmente respecto de su labor de control de la constitucionalidad de las leyes, no fueron satisfechas debido al mecanismo inicialmente previsto para este propósito: la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (Ley N° 26435) exigía una mayoría calificada de seis (06) votos de sus siete (07) integrantes, para que el Tribunal pueda declarar la inconstitucionalidad de una ley u otra norma de rango legal, pues de lo contrario, la demanda de inconstitucionalidad debía ser declarada infundada.34 La consecuencia de esta normativa, fue que el voto mayoritario del Tribunal, se viera bloqueado por el voto de tan solo dos (02) de sus magistrados, generalmente ligados al Gobierno, por lo que diversas acciones de inconstitucionalidad fueron rechazadas, a pesar de contar con cinco (05) votos a favor, anulando en la práctica la facultad de control de constitucionalidad de este órgano35 y convirtiéndolo en una "máquina de constitucionalizar" cualquier tipo de medidas.

2.6.2.1.2. La legislación que regulaba el funcionamiento del sistema judicial

En el período 1992-2000 se pueden advertir variaciones drásticas en la tipificación y procesamiento de los delitos de terrorismo, que se caracterizan por la diversificación del tipo penal, creándose diferentes figuras vinculadas a la misma conducta antisocial (terrorismo, terrorismo agravado, traición a la patria, etc.); la creación de procedimientos penales especiales con la tendencia a restringir el ejercicio del derecho de defensa y demás derechos integrantes del debido proceso; la restricción de las facultades del Ministerio Público en su rol de investigador y garante de los derechos fundamentales de los detenidos; la intervención de las fuerzas militares en la etapa de investigación del delito y traslado de la competencia para juzgar a civiles por los delitos de traición a la patria; y la prohibición del ejercicio del Habeas Corpus por los detenidos o el Ministerio Público.

Esta legislación ha sido críticamente analizada en la sección de "Crímenes y Violaciones de los Derechos Humanos" del presente Informe Final. Es relevante, sin embargo, reseñar aquí lo esencial de una legislación que convertía al sistema judicial en una auténtica estructura de violación de derechos y que, luego de la restauración de la democracia ha sido declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional.

Las leyes antiterroristas ponían en cuestión el principio de legalidad. Una de las garantías ciudadanas reconocidas por los textos constitucionales de 1979 y 1993, es el principio de legalidad, según el cual nadie puede ser procesado ni condenado por acto u omisión, que al tiempo de cometerse, no esté previamente calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible, ni sancionada con pena no prevista en la ley.

Ahora bien, en el transcurso del proceso de violencia, la tipificación de los delitos fue modificándose, mediante la ampliación de los supuestos punibles y el aumento de las penas. Así, por el Decreto Ley N° 25475 del 5 de mayo de 1992, se amplían y flexibilizan conceptos de terrorismo, comprendiendo también como supuestos punibles la asociación, colaboración, incitación y apología del terrorismo. Por su parte, el Decreto Ley N° 25659 del 13 de agosto de 1992, tipificó el delito de Traición a la Patria, de manera tal, que éste podía abarcar los mismos supuestos que el delito de Terrorismo, en su versión agravada, así por ejemplo, se incorporó en este tipo la utilización de coches-bombas, el almacenamiento del material explosivo, la pertenencia a grupos dirigenciales, etc. Asimismo, en lo que respecta a las penas el Decreto Ley N° 25475, la amplió fijándola como no menor de 20 años e introdujo la cadena perpetua, por otro lado, el Decreto Ley N° 25659 sancionó el delito de Traición a la Patria con pena no menor de 25 años y hasta cadena perpetua; y finalmente la propia Constitución de 1993 admitió la pena de muerte en caso de Traición a la Patria y Terrorismo.

Es necesario tener en cuenta que, en muchos casos, los tipos penales no recogieron una conducta específica, permitiendo la penalización de actos que lindaban con la mera expresión de convicciones ideológicas. De otro lado, la imprecisión en los límites temporales de las conductas punibles, hizo que, en muchos casos, se aplicaran las penas y procedimientos vigentes al momento de la captura del autor y no las vigentes al momento en que aquéllas se cometieron.

Hay que agregar que las leyes antiterroristas concibieron la pena como un instrumento de venganza y no de rehabilitación, contradiciendo lo dispuesto tanto en la Constitución Política de 1979 como en la de 1993. Tanto la pena de muerte, prevista en la Constitución de 1993 como la aplicación de la pena de cadena perpetua evidentemente renuncian a la posibilidad de la rehabilitación, lo que equivale a una admisión tácita de que el sistema democrático no tiene la voluntad de derrotar ideológicamente las concepciones criminales sostenidas por quienes cometieron actos de terrorismo.

Otra de los aspectos críticos de las sanciones impuestas fue su falta de proporcionalidad. En efecto, además de la cadena perpetua, se estableció la pena privativa de libertad no menor de 30 o no menor de 25 años para las modalidades agravadas de terrorismo, fijándose los límites mínimos de la pena más no los máximos de la misma, con lo cual sería perfectamente posible que las penas a aplicar terminen siendo en términos prácticos similares a la cadena perpetua. Esta medida fue cuestionada por el Tribunal Constitucional.36

La legislación antiterrorista de 1992, específicamente el inciso a) del artículo 12° del Decreto Ley N° 25475, ratificó el rol protagónico que venía teniendo la Policía Nacional en el proceso investigatorio al permitirle que asuma la investigación de los delitos de Terrorismo a nivel nacional, disponiendo que su personal intervenga sin ninguna restricción ajena a las que estuviere prevista en sus reglamentos institucionales.37

Asimismo, en el artículo 4° del Decreto Ley N° 25659, se estableció que para el delito de Traición a la Patria, la investigación preliminar y el juzgamiento estarían a cargo del Fuero Militar. En este punto, es pertinente indicar que la decisión de si la conducta realizada configuraba un supuesto de Terrorismo o de Traición a la Patria, estaba en manos de la Policía Nacional, quien, en la mayoría de los casos, los derivaba al Fuero Militar.

Estas disposiciones limitaron seriamente la labor del Ministerio Público, cuyo rol constitucional le exigía conducir, desde el inicio, la investigación del delito. De esta manera, la etapa de la investigación se dejó en manos de las Fuerzas Policiales y Fuerzas Armadas -dependiendo del delito que se investigaba-, quienes no ejercían ningún papel protector o de control del respeto de los derechos humanos. Por lo indicado, el Ministerio Público se vio reducido a una especie de fedatario de la legalidad de las actuaciones y decisiones de la Policía Nacional, sin ningún papel protagónico.

La legislación eliminaba la potestad jurisdiccional para disponer la apertura de instrucción: El inciso a) del artículo 13° del Decreto Ley N° 25475 dispuso a la obligatoriedad de emitir un auto de apertura de instrucción, cuando era recibida la denuncia policial, momento en que se convirtió en un simple operador mecánico. Con esta norma se pretendía anular la posibilidad de que el juez declare que no existe mérito para abrir instrucción; obligar al juez a que abra instrucción decretando la detención; y lograr que esta decisión se tome en el plazo excesivamente breve de 24 horas, en la que sería físicamente imposible realizar una real deliberación o ponderación de los elementos del caso. El juez no tenía la potestad, sino la obligación de emitir un auto de apertura de instrucción cuando recibía la denuncia, aunque considerara que no existía material probatorio suficiente para denunciar38, lo que convierte a los jueces en meros tramitadores en esta etapa del proceso.

Al respecto, cabe preguntarse si la responsabilidad por semejante estado de cosas recae solamente en el legislador o también en los operadores de derecho, quienes deben interpretarla. Mediante Sentencia 010-2002-AI/ TC del Tribunal Constitucional se ha determinado que la norma no puede interpretarse en ese sentido literal, sino que debe interpretarse sistemáticamente de conformidad con lo dispuesto por el artículo 77° del Código de Procedimientos Penales de 1940, de tal manera que el juez está obligado a abrir instrucción sólo si se cumplen los requisitos ahí estatuídos, y con lo dispuesto por el artículo 135° del Código Procesal Penal. Con este razonamiento, el Tribunal está considerando indirectamente que la responsabilidad en este caso del intérprete de la norma, que debe siempre considerar las normas en forma concordante con la Constitución.

Otra vulneración de los derechos de los detenidos, durante la etapa prejudicial, se suscitaba mediante su incomunicación, respaldada por el literal d) del artículo 12° del Decreto Ley N° 25475, que autorizaba a la Policía Nacional a disponer la incomunicación absoluta de los detenidos, cuando las circunstancias lo requieran y la complejidad de las investigaciones así lo exija para el mejor esclarecimiento de los hechos que son materia de investigación, con conocimiento del Ministerio Público y de la autoridad jurisdiccional respectiva. De este modo, los detenidos no podían comunicarse ni con su abogado defensor. Esta norma que permitía la incomunicación del detenido fue derogada por la Ley N° 26447 de fecha 18 de abril de 1995, la misma que dispuso en su artículo 2°, que la participación del abogado defensor no podía ser limitada durante las investigaciones policiales y la entrevista con su patrocinado tampoco, aún así se hubiera dictado la incomunicación.

Por otro lado, las normas antiterroristas de esta segunda etapa mantuvieron la competencia de la Policía y la ampliaron a las fuerzas armadas, de decretar los traslados de los detenidos que tenían como finalidad apartarlos del medio en el cual se cometió el hecho delictivo, lo que terminaba dificultando la recolección de pruebas, y haciendo que el atestado policial funcionara como prueba única y suficiente, vulnerando así las garantías del procesado y, lo que es también especialmente grave, creando una deficiencia difícil de solventar una vez que se llevara a cabo un verdadero proceso legal.

La entrega de estas competencias a las fuerzas policiales y militares, sumada a la eliminación de la obligación de practicar el reconocimiento médico legal del detenido, por el Decreto Legislativo N° 25475; produjo el escenario propicio para que se cometieran graves vulneraciones al derecho a la vida y a la integridad física de los detenidos.

Es una constatación especialmente grave que el habeas corpus se declaró improcedente. Mediante Decreto Ley Nº 25659, se dispuso que en ninguna de las etapas de la investigación policial y del proceso penal procedían las acciones de garantía de los detenidos, implicados, o procesados por delito de Terrorismo. Este Decreto Ley fue posteriormente modificado por la Ley Nº 26248, que ordenaba rechazar las demandas de habeas corpus interpuestas por los implicados o procesados por los delitos de Terrorismo o Traición a la Patria "sustentadas en los mismos hechos o causales, materia de un procedimiento en trámite o ya resuelto". De esta manera se eliminaba la función de control inmanente al Ministerio Público pues se prohibía la utilización del mecanismo constitucional establecido para efectivizar este control. En suma, estas normas suprimían el derecho de todo ciudadano de contar con tutela o protección jurisdiccional de sus derechos fundamentales, incumpliéndose así lo establecido por los tratados internacionales sobre derechos humanos suscritos por el Perú.

Esta legislación, además, instauró plazos irracionales en las etapas prejudicial y judicial en los procesos para la represión del terrorismo. Así, en el artículo 13° del Decreto Ley N° 25475 se estableció un plazo de 24 horas para que el juez penal pudiera analizar si la denuncia formalizada por el Ministerio Público tenía realmente contenido o no. Si se tiene en cuenta que incluso un gran número de las detenciones eran masivas, resultaba materialmente imposible revisar la denuncia en 24 horas. El plazo de instrucción se redujo a 30 días naturales prorrogables a 20 días naturales adicionales. Estos plazos estaban destinados a limitar la capacidad de defensa de los detenidos, ampliando exageradamente el plazo a la investigación policial.

Al mismo tiempo, el inciso a) del artículo 13° del Decreto Ley N° 25475 estableció que las cuestiones previas, prejudiciales y las excepciones planteadas por el inculpado al inicio del proceso penal, debían ser resueltas con la sentencia y no durante la tramitación del proceso, forzando su continuación, aún cuando ello no correspondía. Evidentemente, esta situación era innecesaria y se privaba al procesado de su libertad inútilmente durante todo este período.

Asimismo, con el inciso c) del artículo 13° del Decreto Ley N° 2547539, se prohibió en nombre de la seguridad de aquellos que por razón de sus funciones intervinieron en la elaboración del Atestado Policial, que su declaración testimonial sea ofrecida como medio de prueba, cuando -en muchos casos-el atestado policial funcionaba como prueba única e irrefutable.

Por otro lado, en un inicio, se estableció en el artículo 18° del Decreto Ley N° 25475, que cada abogado podía patrocinar un solo caso de terrorismo -se exceptuaba de esta limitación a los defensores de oficio-, y éste ingresaría al proceso, luego de efectuada la declaración del detenido, que se realizaba sin su presencia. Como se puede apreciar, las condiciones de indefensión eran grandes. Esta norma quedó derogada por el artículo 4° de la Ley N° 26248, publicada con fecha 25 de noviembre de 1993.

Uno de los aspectos más graves de esta legislación fue la afectación al derecho a un juez natural y la atribución de competencia a los tribunales militares en la etapa de investigación preliminar, y en el juzgamiento del delito de Traición a al Patria. Tanto la Constitución Política de 1979, como la de 1993, regularon el principio de unidad de la función jurisdiccional, así como la exclusividad de su ejercicio, determinando que no existía ni podía establecerse ninguna jurisdicción independiente, con excepción de la arbitral y la militar.

Sin embargo, las potestades jurisdiccionales atribuidas al Fuero Militar, vulneraron gravemente esta garantía, pues mientras el texto constitucional de 1979 lo limitaba a juzgar al personal militar en servicio y sólo por actos de función, además de los civiles inculpados de Traición a la Patria, en caso de guerra exterior; con la Constitución de 1993, se facultó al Fuero Militar, a juzgar a civiles por el delito de Traición a la Patria, no sólo en caso de guerra exterior, sino también de guerra interna, como podrían ser los casos de terrorismo.

De esta manera, más allá de su declaración de los principios de "unidad y exclusividad de la función jurisdiccional", la propia Constitución de 1993, terminó legitimando la creación de un sistema penal paralelo. Esta situación, se agravaría aún más con la instauración de los jueces sin rostro y la prohibición de recusar a los magistrados intervinientes o auxiliares de justicia, colocando a los procesados en una situación de indefensión tal, que era casi imposible que, en la práctica, puedan reclamar el respeto a su derecho al debido proceso.

Pronto se revelaría que los procesamientos sumarios con jueces y fiscales militares sin rostro produjeron centenares de casos de inocentes condenados, lo cual generó una situación insostenible para el régimen fujimorista, dada la presión internacional. Esto llevaría a que mediante Ley N° 26655 se creara una comisión especial para proponer al Presidente de la República el indulto de personas condenadas injustamente por terrorismo y traición a la patria sin las garantías del debido proceso.

De acuerdo a lo previsto por la Constitución Política de 1993, el Fuero Civil -específicamente la Corte Suprema-está en aptitud de revisar las decisiones que emanan del Fuero Militar, únicamente en los supuestos en que éstos impongan la sanción de pena de muerte40, incorporada por dicho texto constitucional para los delitos de Traición a la Patria, en caso de guerra exterior o de terrorismo. En términos prácticos, la incorporación dicho mecanismo de control sobre las decisiones jurisdiccionales del Fuero Militar, sólo existió como una declaración formal.

En efecto, atendiendo a lo establecido por los diversos tratados internacionales suscritos por el Perú, que proscriben la pena de muerte, como la Convención Americana de Derechos Humanos de San José de Costa Rica, el Perú se encontraba también impedido de ampliarla a supuestos no previstos al momento de su suscripción, como serían los delitos de Terrorismo y Traición a la Patria en caso de guerra interna, incorporados con posterioridad a la suscripción de tales instrumentos internacionales, a través de la Constitución de 1993. En esta lógica, en términos jurídicos, la pena de muerte no podría ser aplicada en el Perú, a menos que previamente se denuncie los tratados internacionales ya suscritos.

Por tanto, si la única posibilidad de que las decisiones del Fuero Militar fueran controladas por el Fuero Civil, suponía que éstas impongan la pena de muerte, y ésta legalmente no puede ser impuesta en nuestro país para los delitos de Terrorismo y Traición a la Patria en caso de guerra interna, podemos concluir que –salvo la denuncia de los tratados internacionales antes referida-no existía ninguna posibilidad de control del fuero civil de las decisiones jurisdiccionales del Fuero Militar.

Mención especial en el amplio cuerpo legislativo antiterrorista del régimen fujimorista fue la institucionalización de la impunidad de las violaciones de derechos humanos, realizadas por las fuerzas policiales y fuerzas armadas. Así, la Ley Nº 26479 del 15 de junio de 1995, concedió una amnistía general al personal militar, policial o funcional que se encontraba denunciado, investigado, encausado, procesado o condenado por delitos comunes o militares en la jurisdicción común o militar, siempre que tales denuncias, investigaciones y/ o procesos se refieran a los hechos derivados u originados con ocasión, o como consecuencia, de la lucha contra el terrorismo.

El problema de la abdicación de competencia del fuero civil a favor del fuero militar empeoró por la flagrante interferencia política de los legisladores de la mayoría fujimorista. Un caso paradigmático de esta intervención, fue el denominado caso "La Cantuta" suscitado en 1994, en el cual, ante el temor de que la opinión pública forzara a la Corte Suprema a resolver el conflicto de competencia a su favor, el gobierno del expresidente Alberto Fujimori expidió la Ley N° 26291, aprobada sin previo debate significativo, a medianoche, ante la protesta de la oposición parlamentaria. Mediante esta ley, dando apariencia de generalidad normativa, se resolvió el conflicto de competencia a favor de la Justicia Militar simplificando los mecanismos de dirimencia de competencia, en función de la mayoría simple que el gobierno sabía tenía en la Corte Suprema41.

El Decreto Ley Nº 25499 del 16 de mayo de 1992, también conocido como "Ley de Arrepentimiento", dispuso algunos mecanismos que permitían eximir, redimir o atenuar la pena, siempre que el inculpado o condenado proporcione información que permita identificar a otros miembros de los grupos subversivos. Como consecuencia de los vacíos de dicha norma, centenares de personas inocentes fueron injustamente detenidas, procesadas y condenadas, mientras que terroristas salían de prisión. Esta situación se agudizó cuando se permitió la asociación de esta norma con otras políticas, como la política de promoción del ascenso de los policías y militares, según el número de detenciones de terroristas. Las características de la legislación de emergencia que debía ser aplicada por el sistema judicial

muestran un evidente condicionamiento estructural que lo convertía en un aparato que había institucionalizado la ilegalidad como forma de represión de la subversión armada y los actos terroristas. Sin embargo esto no puede negar que estructuras injustas necesitan de personas concretas para producir resultados. Los principios estatuidos por las leyes de emergencia fueron aplicados por personas concretas, que hicieron de la satisfacción de los intereses del poder ejecutivo una forma de medrar económicamente aunque esto significara un alto costo en inocentes arrojados a la cárcel.

2.6.2.2. Violaciones a los derechos humanos por omisión o acción de los operadores de derecho

La aplicación de la legislación antiterrorista dependía de que los jueces penales renunciasen a su deber ejercer el control difuso de la constitucionalidad de las leyes, es decir, que renunciasen a actuar a conciencia aplicando por encima de leyes injustas, los principios constitucionales.

Ahora bien, al igual que en el análisis de la etapa 1980-1992, se puede distinguir durante estos años actos de omisión del deber de los operadores de derecho y acciones efectivas de dichos operadores y de los órganos del sistema judicial.

Los actos de omisión se configuran básicamente por la impunidad otorgada por el Sistema Judicial, a las violaciones a los derechos humanos realizadas por la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas. Si bien es cierto, esta impunidad fue aparentemente "legitimada" por la Ley de Amnistía (Ley N° 26479) del año 1995 -la cual, por lo demás, fue considerada durante muchos años como una decisión política no revisable en sede judicial-, esto no le resta responsabilidad al Ministerio Público ni al Poder Judicial.

En efecto, es posible afirmar que el sistema judicial fue co-responsable de las violaciones producidas a los derechos humanos porque durante los años en que la Ley de Amnistía no estuvo vigente, la impunidad de quienes, en la represión de la violencia terrorista, vulneraban los derechos humanos, fue -de todos modos-una constante; porque, de acuerdo a la legislación internacional, no es jurídicamente válido que los Estados dispongan la amnistía a crímenes denominados de "lesa humanidad"; y porque, en estas circunstancias, correspondía al Ministerio Público instar el control de las actuaciones policiales y militares y correspondía al Poder Judicial la inaplicación de dicha norma, por resultar claramente vulneratoria de disposiciones de rango superior, como es el caso de los tratados internacionales suscritos por el Perú, en materia de derechos humanos.42

Esto último fue confirmado con posterioridad por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la sentencia de fecha 14 de marzo de 2001, emitida a propósito del denominado: "Caso Barrios Altos"43. Sin embargo, la inexistencia de dicha jurisprudencia en el periodo materia de análisis, no releva de responsabilidad al Sistema Judicial, debido a que ésta se desprende de la legislación internacional, incorporada al ordenamiento jurídico peruano. Para hacer esta afirmación, es esencial partir del supuesto de que en un estado de Derecho se reconoce que el carácter normativo y supremo de la Constitución exige que ella sea tomada como parámetro para controlar o determinar la validez de las demás normas jurídicas del sistema, a fin de asegurar su virtualidad y eficacia.44 Este control jurídico de la constitucionalidad normativa puede ser difuso (a cargo de todos los jueces y con efectos exclusivos para el caso concreto) o concentrado (a cargo de un órgano especializado del Estado y con alcances generales o erga omnes).

En el caso peruano, el control difuso se encontraba consagrado en el artículo 234° de la Constitución de 1979 y se encuentra actualmente previsto en el artículo 138° de la Constitución de 1993. En ambos casos, se encuentra consagrado en el Perú como un mandato imperativo en virtud del cual los jueces tenían y tienen el poder y el deber de dar preferencia a la Constitución en los casos concretos que les fueran sometidos a su decisión y, en consecuencia, de inaplicar las leyes o demás normas jurídicas que consideren inconstitucionales o incompatibles con ella.45

Por consiguiente, en el caso de la legislación antiterrorista los jueces peruanos estaban obligados a inaplicar aquellas normas que resultaban incompatibles con la Constitución, especialmente con los derechos fundamentales reconocidos en ella. Al no haberlo hecho así, incumplieron un mandato constitucional expreso y, por consiguiente, contribuyeron –por omisión– al desarrollo de la violencia estructural que padeció el país.46

En el período regido por las leyes draconianas fujimoristas, los jueces peruanos debieron inaplicar, por inconstitucionales, entre otras normas legales, las referidas al no establecimiento de plazos máximos para las penas privativas de libertad, vinculadas con ciertos casos de terrorismo; la "potestad" de la Policía para decretar la incomunicación absoluta de los investigados (prevista en el inciso 'd' del artículo 12º del Decreto Ley N° 25475); la prohibición de recusar a los magistrados y auxiliares de justicia intervinientes en la causa, hecha por el inciso 'h' del artículo 13° del Decreto Ley N.° 25475, pues restringe en forma desproporcionada e irrazonable el derecho a un juez imparcial; así como la prohibición hecha por el artículo 6° del Decreto Ley N° 25659 para que en ninguna etapa de la investigación policial y del proceso penal procedan las acciones de garantía de los detenidos, implicados o procesados por delito de Terrorismo, comprendidos en el Decreto Ley N° 25475, ni contra lo dispuesto en el propio Decreto Ley N° 25659.

A estos graves actos violatorios por omisión, hay que agregar las acciones concretas que, en aplicación al pie de la letra de la legislación antiterrorista, afectaron los derechos de los procesados, acarreando, entre otros costos para el Perú, una enorme cantidad de casos de inocentes en prisión y el cuestionamiento internacional al sistema judicial peruano.

Entre estos actos que hicieron directa violencia a los derechos se pueden señalar47 las detenciones indiscriminadas, el procesamiento por delitos no cometidos, la fabricación de pruebas, la morosidad en los procesos, la indefensión de los detenidos y la emisión de sentencias sin auténtico sustento.

En efecto, el sentido esencial del sistema antiterrorista era, en realidad, no el de la aplicación de la justicia, sino "que policías y militares pasan a tener la facultad de detener y mantener en prisión a quienes ellos decidan, sin tener que justificar dicha decisión, ni mucho menos, responder de ella"48. Tanto la Ley de Arrepentimiento, como las diversas facultades otorgadas por las normas a los policías y los militares, terminaron convirtiendo a las detenciones indiscriminadas, en una práctica común, donde al menor indicio se detenía, y después se investigaba. Así, de acuerdo a lo anterior, una persona que era detenida por sospecha o presunción –y sin necesidad de que ésta sea sustentada-, podía ser detenida e incomunicada por un plazo que podía durar hasta 30 días, teniendo el Fiscal la obligación de formalizar la denuncia y el Juez, la de abrir instrucción, sin que la persona pudiera acceder a un régimen de libertad, hasta que finalizase el proceso penal, que además, podía durar años.

Debido a la vaguedad de los tipos penales, muchas personas que pudieron ser juzgadas por delitos menores, fueron procesadas y condenadas por los delitos de terrorismo o traición a la patria, pues la Policía Nacional decidía cuál era la tipificación aplicable. Asimismo, la existencia de una amplia gama de tipos penales abiertos, generó la tramitación de procesos penales en base a normas inexistentes al momento de cometerse el delito.

Hay que agregar que, debido a que las garantías para una correcta actuación de las pruebas fueron eliminadas, la fabricación de pruebas se convirtió en una práctica extendida de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, para incriminar a quienes consideraban presuntos terroristas, pero cuya culpabilidad no podían probar a través de otros medios. Así que se producían las conocidas "sembradas", es decir, se colocaban pruebas falsas en los domicilios o entre las pertenencias de los sospechosos, para que sirvan como medios de prueba para el proceso penal, o en el peor de los casos, para promover que los detenidos incriminen a otras personas.

No obstante la gravedad de esta situación, los mayores abusos se cometieron mientras la persona permanecía detenida, y sin ningún tipo de asesoría o defensa, prohibiendo que ésta pudiera acceder a la revisión de un médico legista. La Comisión ha detallado con amplitud en la sección de "Crímenes y Violaciones de los Derechos Humanos" los métodos de tortura y de coacción, tanto física como psicológica, que se usaban para obtener las declaraciones del detenido, algunas ciertas, y otras, realizadas con el único objetivo de que cesen los maltratos.

Con el fin de que los procesos por terrorismo se tramitaran sin mayores problemas, se limitó, casi de manera absoluta, la capacidad de defensa de los inculpados. Así, los detenidos podían ser interrogados o sometidos a pericias, sin ningún tipo de asistencia legal. Asimismo, se les limitaba el contacto con abogados hasta el final de la detención preventiva, de modo que éstos encontraran muchas dificultades, no sólo para conversar con el detenido, sino incluso para acceder a los expedientes, pruebas, etc. Por su parte, el Ministerio Público tampoco velaba por el respeto a los derechos humanos y fundamentales de las personas que eran torturadas y sometidas a todo tipo de maltratos, continuando con los procesos sin denunciar tales hechos, limitando su labor al cumplimiento de meras formalidades procesales.

Todo este mecanismo de violaciones a los derechos fundamentales de las personas procesadas, fue coronado por medio de sentencias judiciales pobremente sustentadas y carentes de fundamento jurídico, pues dichas resoluciones privilegiaron el uso de fórmulas genéricas, la falta de cuestionamiento a las conclusiones de la etapa prejudicial, los criterios a-priori, las argumentaciones contradictorias, entre otras irregularidades49.

2.6.3. Conclusiones

Es un grave ejercicio de criterio el dilucidar la responsabilidad política y moral que le cabe a un componente tan importante del Estado como el sistema judicial. Este análisis no puede tomarse a la ligera, y merece que se explicite el razonamiento seguido por la Comisión. En efecto, para la Comisión, no se trata de llegar a conclusiones por la mera acumulación de hechos, sino que ha sido necesario distinguir claramente aquellos elementos estructurales que -al menos en su origen-estuvieron lejos del control de los operadores de justicia; y aquello que magistrados y fiscales hicieron o dejaron de hacer, moviéndose dentro de los límites estructurales que tenían, ya fuera para aplicar las leyes al pie de la letra o para hacer un ejercicio jurisprudencial creativo y valiente.

En relación a los condicionamientos estructurales al interior de los cuales actuaba el sistema judicial (su organización interna, la legislación que debía aplicar) es evidente que la mayor responsabilidad por la grave situación de abdicación de las funciones propias de la administración de justicia corresponde al poder ejecutivo, por no aplicar la voluntad y recursos suficientes para producir una auténtica reforma del sistema; y al poder legislativo que aprobó legislación con graves vicios, como la subordinación del poder judicial y mecanismos violatorios del derecho al debido proceso.

Sin embargo, la Comisión considera que el sistema judicial y los operadores de derecho no pueden atribuir a razones estructurales toda la responsabilidad por la abdicación ocurrida en el campo de la administración de justicia, puesto que ninguna estructura funciona por sí sola. Sin la obsecuencia, sin el conformismo, sin –probablemente-el temor, que descalifican a quien pretende ser un magistrado probo, las limitaciones estructurales no podían haberse manifestado como lo hicieron. No toda estructura institucional deficiente lleva a una impunidad tan generalizada de los crímenes y violaciones a los derechos humanos; del mismo modo, no toda dictadura o marco legal draconiano conlleva el resultado de condenas masivas y tan extendidas violaciones de los derechos de los detenidos50

El sistema judicial no cumplió con su misión adecuadamente; ni para la condena eficiente y dentro de la ley de las acciones de los grupos subversivos; ni para la cautela de los derechos de las personas detenidas, ni para poner coto a la impunidad en que actuaban los agentes del Estado que cometían graves violaciones de los derechos humanos. En el primer caso, el poder judicial se ganó la imagen de una "coladera" que liberaba a culpables y condenaba a inocentes; en el segundo caso, sus agentes incumplieron el rol de garante de los derechos de los detenidos, coadyuvando a la comisión de graves violaciones a los derechos a la vida y la integridad física; por último, se abstuvieron de llevar a la justicia a miembros de las fuerzas armadas acusados de graves delitos, fallando sistemáticamente cada contienda de competencia a favor del fuero militar, donde las situaciones quedaban en la impunidad.

Mención aparte merece el Ministerio Público, pues sus integrantes –salvo honrosas excepciones- abdicaron a la función de controlar el estricto respeto a los derechos humanos que debía observarse en las detenciones y se mostraron insensibles a los pedidos de los familiares de las víctimas. Por el contrario, se omitió el deber de denunciar crímenes, se investigó sin energía, se realizaron muy deficientes trabajos forenses, lo que coadyuvó a la situación de descontrol e impunidad. Bajo la dictadura fujimorista, la obsecuencia del Ministerio Público ante los imperativos del poder ejecutivo fue total.

Con contadas y honrosas excepciones, el sistema judicial no utilizó adecuadamente las leyes para defender los derechos de la población víctima de los crímenes y violaciones cometidas por los grupos subversivos o por los agentes estatales, cuando todavía tenía la capacidad de hacerlo en democracia. Por el contrario, cuando se instauró una legislación inconstitucional y violatoria de principios de derechos humanos, bajo una dictadura, esta se aplicó al pie de la letra y sin sentido crítico, favoreciendo en la práctica medidas y situaciones violatorias de los derechos fundamentales de peruanos y peruanas.

La reflexión sobre las responsabilidades que la Comisión señala, debe servir al proceso de reconstrucción democrática del sistema judicial, en la convicción de que la mejor manera de prevenir la repetición de los graves daños causados en el pasado es el fortalecimiento del Estado de derecho. Sólo una profunda reforma del sistema judicial que afirme su independencia, su eficacia, la formación adecuada de sus integrantes y la adecuación de sus marcos legales a los principios universales de los derechos humanos, habrá de resultar en la recuperación de la fe ciudadana en la justicia.

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1 Enciclopedia Jurídica OMEBA. Tomo I. Driskill S. A., Buenos Aires, 1979. Pg. 561.

2 En el caso peruano, tales manifestaciones han sido explícitamente reconocidas por el Tribunal Constitucional a través de reiterada jurisprudencia, entre las cuales destacan las emitidas en los Expedientes Nos 090-97- AA/ TC; 408-97-AA/ TC; 0439-1999-AA/ TC; 0993-1997-AA/ TC; 0895-2000-AA/ TC; 0924-2000-AA/ TC, entre otros.

3 LINARES, Juan F. Razonabilidad de las leyes. Segunda edición actualizada, primera reimpresión. Buenos Aires: Editorial Astrea, 1989, p. 23-27; y BUSTAMANTE ALARCÓN, Reynaldo. Derechos Fundamentales y Proceso Justo. Lima: ARA Editores, 2000, p. 191 y siguientes.

4 Garantías Judiciales en Estados de Emergencia. Opinión Consultiva OC-9/ 87, del 6 de octubre de 1987, párrafo 29.

5 GALTUNG, Johan. Ob. Cit., pp. 32-42.

6 "Art. 245º.-El Presidente de la República nombra a los Magistrados, a propuesta del Consejo Nacional de la Magistratura. El Senado ratifica los nombramientos de los Magistrados de la Corte Suprema."

7 "Art. 238º.-La Corte Suprema formula el presupuesto del Poder Judicial. Lo remite al Poder Ejecutivo para su inclusión en el proyecto de Presupuesto General del Sector Público. Puede sustentarlo en todas sus etapas. El Presupuesto del Poder Judicial, no es menor del dos por ciento del presupuesto de gastos corrientes para el Gobierno Central".

8 Presupuesto del Poder Judicial en el Perú (1980-1992)
Años Monto Asignado Porcentaje Asignado
1980 2,195 0.34
1981 8,316 0.69
1982 14,147 0.70
1983 25,383 0.81
1984 54,788 0.72
1985 102,168 0.54
1986 155,653 0.63
1987 444,112 0.93
1988 1´096,890 0.68
1989 8´043,932 0.62
1990 4'857,541 0.15
1991 38'234,400 1.37
1992 97'757,756 1.40

9 Ver TAYLOR, Lewis. La estrategia contrainsurgente, el PCP-SL y la guerra civil en el Perú, 1980-1996. En Revista Debate Agrario N° 26. Pág. 95.

10 Nota periodística publicada el 20 de febrero de 1992 en el Diario "La República".

11 El tipo base de terrorismo en el Decreto Legislativo N° 046 fue sancionado con una pena privativa de libertad que podía oscilar entre 10 y 15 años. Los supuestos agravados podían ser sancionados con una pena no menor de 12 años o no menor de 15 años, hasta con el internamiento del delincuente cuando se causara la muerte o lesiones graves a personas. Las modificaciones posteriores agravaron las penas para este delito incrementando las penas mínimas establecidas. Como pude apreciarse la tendencia fue el agravamiento de las penas como forma de prevención y represión.

12 Así, en materia procesal civil, existía un proceso anacrónico vigente desde 1912, que privilegiaba la formalidad excesiva, la escrituralidad en lugar de la inmediación y terminaba fomentando los incidentes dilatorios que impedían una eficiente y oportuna solución de los conflictos. Esta situación empezó a cambiar en 1992, con la promulgación del Código Procesal Civil, que entró en vigencia al año siguiente.

13 En específico ello es dispuesto por el Decreto Ley N° 24700 de fecha 24 de junio de 1987

14 Algunos elementos del proceso penal ordinario que sustentan esta posición se observan en los siguientes artículos del Código de Procedimientos Penales: el artículo 124° requiere que el inculpado informe si ha sido antes procesado o condenado remitiéndose a un ya vedado "Derecho Penal de autor", el artículo 138° señala que el número de testigos será limitado por el juez "según su criterio" al necesario para esclarecer los hechos que crea indispensables. El artículo 127° (recientemente derogado) señaló que el silencio del inculpado en la instructiva podía ser tomado como indicio de culpabildad. El Código de Procedimientos Penales no regula la aportación de pruebas por el agraviado, tampoco regula la prueba indiciaria. En materia de impugnaciones el Código Procedimientos Penales no requiere que las impugnaciones sean fundamentadas, así en el caso de apelación el Código ni siquiera condiciona su procedencia a la expresión de los motivos de la impugnación o agravio lo cual no significa que en la práctica ésta no sea necesaria, sin embargo, refleja la poca precisión del Código en la regulación de sus instituciones.

15 Ello salvo el caso de la Ley N° 24700 que cambió el modelo de la investigación preliminar de una investigación policial a una investigación dirigida por el fiscal, sin embargo, esta norma únicamente rigió por dos años, ya que entró en vigencia el 24 de junio de 1987 y fue derogada por la Ley No. 25031 de fecha 02 de junio de 1989.

16 Una prueba de ello es que en muchos casos los procesos penales ni siquiera llegaban a iniciarse porque los detenidos pasaban a tener la calidad de desaparecidos, ante la inacción del Fiscal.

17 Ver DE LA JARA Ernesto. Memorias y Batallas en Nombre de los Inocentes, IDL, Lima 2002, pp. 39-56.

18 Ver caso Castillo Páez en el tomo correspondiente. Diligencia de Confrontación entre Juan Carlos Mejía León y el Sub-Oficial Técnico de 2ª Dany Quiróz Sandoval, obrante a fojas 1213 del expediente.

19 EGUIGUREN, Francisco. "El Habeas Corpus en el Perú": (enero 1983-julio 1990). En: Lecturas Constitucionales Andinas I. Comisión Andina de Juristas, 1991.

20 Informe Defensorial sobre Ejecuciones Extrajudiciales, agosto 2003, Defensoría del Pueblo.

21 Ver DE LA JARA, Ernesto. Op. Cit., pp. 39.

22 Los 133 magistrados cesados por el Ejecutivo, se encontraban distribuidos de la siguiente manera:

  • 33 Vocales de las Cortes Superiores del Distrito Judicial de Lima,
  • 8 Vocales de la Cortes Superiores del Distrito Judicial del Callao,
  • 6 Fiscales Superiores de Lima,
  • 47 Jueces del Distrito Judicial de Lima,
  • 29 Jueces del Distrito Judicial del Callao, y
  • 10 Jueces de Menores del Distrito Judicial de Lima,
    Es de indicar, que un número significativo de ellos fueron repuestos en el añ0 2001, es decir 9 años después por decisión del Consejo Nacional de la Magistratura.

    23 Dos de ellos, el Dr. Luis Felipe Almenara Brayson y David Ruelas Terrazas habían sido nombrados ese mismo día, es decir, el 23 de abril de 1992, como Vocales Provisionales de la Corte Suprema de la República mediante Decreto Ley N° 25447.

    24 Estos Vocales fueron: Luis Serpa Segura (Presidente de la Corte Suprema), David Ruelas Terrazas (Jefe del Órgano de Control Interno del Poder Judicial ) y Luis Felipe Almenara Brayson (Vocal Administrativo).

    25 Lo mencionado cobra aún mayor trascendencia si se tiene en cuenta lo señalado en el Informe de la Comisión Investigadora del Poder Judicial designada por el Congreso de la República, según el cual esta Comisión "sancionó con cese sin investigación, evaluación, defensa y sin expresión de causa".

    26 Este plazo inicial de 360 días, sería prorrogado hasta en tres oportunidades, y debía culminar en diciembre del año 2000.

    27 Las normas que establecieron las funciones del Secretario Ejecutivo son las siguientes: Resolución Administrativa N° 018-CME-PJ, Reglamento de Organización y Funciones de la Comisión Ejecutiva del Poder Judicial, Ley N° 27009 que prorrogó vigencia de las Comisiones Ejecutivas del Poder Judicial y del Ministerio Público.

    28 En efecto, la Ley N° 26623 estableció que la Comisión Ejecutiva del Poder Judicial asumiría las funciones de gobierno y gestión suspendidas. Posteriormente, con la Ley N° 26695, se le otorgó facultades para el establecimiento de programas de descarga procesal, así como para la creación, conformación y reorganización de Salas Transitorias de la Corte Superior, y Corte Suprema, Juzgados Transitorios y Especializados de todos los distritos judiciales del país. Estas disposiciones establecieron mecanismos de control de todo el aparato judicial e, indirectamente, de los órganos en los cuales se debía nombrar representantes, como es el caso del Jurado Nacional de Elecciones.

    29 Es por este motivo que la Dra. Blanca Nélida Colán, entonces Fiscal de la Nación, siguió ejerciendo el cargo de Presidente de la Comisión Ejecutiva.

    30 Presupuesto del Poder Judicial en el Perú (1992-2000)
    Años Monto Asignado Porcentaje Asignado
    1992 97 757 756 1.40
    1993 108 513 741 1.00
    1994 176 623 835 1.09
    1995 232 615 000 1.06
    1996 338 130 223 1.51
    1997 374 798 843 1.51
    1998 410 294 359 1.38
    1999 453 526 439 1.33
    2000 132 319 506 0.38

    31 Consorcio JUSTICIA VIVA. La Administración de Justicia en Datos. Instituto de Defensa Legal. Lima, Pág. 44.

    32 Es de indicar que, la carga procesal se fue incrementando cada año en relación directa con el crecimiento de la población. Dicha falta de personal (considerando que en el Perú, existen 6 jueces por cada 1000,000 de habitantes), y la inexistencia de criterios adecuados de asignación de la carga procesal, redujo las posibilidades reales de que los ciudadanos accedan a una tutela jurisdiccional efectiva.

    Por otro lado, en este periodo la tasa de resolución en los procesos judiciales fue disminuyendo a ritmo constante, por lo que se fue incrementando el número de procesos pendientes. Cada vez se recibían más casos y se tenía un volumen mayor de causas pendientes, situación que continúa hasta la fecha, generando un grave riesgo de colapso de la administración de justicia.

    Sólo para ejemplificar cómo esta situación se ha mantenido hasta la actualidad, es de indicar que en el periodo 2000-2002, la tasa de pendientes creció en 20,4% si comparamos los años 2000 y 2001, y en 24,1% entre los años 2001 y 2002; mientras que la tasa de resolución disminuyó en 6,2% y 9,4% en los mismos periodos respectivamente.

    33 El Tribunal Constitucional estuvo inicialmente conformado por los doctores Ricardo Nugent (Presidente), Guillermo Rey Terry, Manuel Aguirre Roca, Luis Guillermo Díaz Valverde, Delia Revoredo Marsano de Mur, Francisco Javier Acosta Sánchez y José García Marcelo.

    34 "Artículo 4º.-El quórum del Tribunal es de seis de sus miembros. El Tribunal resuelve y adopta acuerdos por mayoría simple de votos emitidos, salvo para resolver la inadmisibilidad de la demanda de inconstitucionalidad o para dictar sentencia que declare la inconstitucionalidad de una norma con rango de ley, casos en los que se exigen seis votos conformes.

    De producirse empate para la formación de una resolución, el Presidente tiene voto dirimente, salvo para resolver los procesos de inconstitucionalidad, en cuyo caso, de no alcanzarse la mayoría calificada prevista en el párrafo precedente para declarar la inconstitucionalidad de una norma, el Tribunal resolverá declarando infundada la demanda de inconstitucionalidad de la norma impugnada."

    35 Esta situación recién cambio el 20 de octubre de 2002, con la publicación de la Ley N° 27859, cuyo texto es el siguiente:

    "Artículo 4º.-El quórum del Tribunal es de cinco de sus miembros. El Tribunal, en Sala Plena resuelve y adopta acuerdos por mayoría simple de votos emitidos, salvo para resolver la inadmisibilidad de la demanda de inconstitucionalidad o para dictar sentencia que declare la inconstitucionalidad de una norma con rango de ley, casos en los que se exigen cinco votos conformes.

    Tratándose de la emisión de sentencias en procesos sobre acciones de inconstitucionalidad, de no alcanzarse la mayoría calificada de cinco votos a favor de la inconstitucionalidad de la norma impugnada, el Tribunal dictará sentencia declarando infundada la demanda de inconstitucionalidad.

    En ningún caso, el Tribunal Constitucional puede dejar de resolver. Los magistrados del Tribunal no pueden abstenerse de votar, debiendo hacerlo a favor o en contra en cada oportunidad.

    Para conocer en última y definitiva instancia las resoluciones denegatorias de acciones de Amparo, Habeas Corpus, Habeas Data y de Cumplimiento, iniciadas ante los jueces respectivos, el Tribunal está constituido por dos Salas con tres miembros cada una, las resoluciones requieren tres votos conformes.

    En caso de no reunirse el número de votos requeridos cuando ocurra alguna de las causas de vacancia que enumera el artículo 15° de esta Ley, o cuando alguno de sus miembros esté impedido o para impedir la discordia, se llama a los miembros de la otra Sala, en orden de antigüedad, empezando del menos antiguo al más antiguo y, en último caso, al presidente del Tribunal".

    36 En esta sentencia se señala expresamente: "Por ello, considera el Tribunal que, análogamente a lo que ha sostenido en cuanto al tratamiento de la pena de cadena perpetua, debe exhortarse al legislador para que, dentro de un plazo razonable, cumpla con prever plazos máximos de pena en cada una de la figuras típicas reguladas por los artículos 2º, 3º literales "b" y "c", 4º y 5º del Decreto N.º Ley 25475."

    37 "Artículo 12°.-Normas para la investigación
    a. Asumir la investigación policial de los delitos de Terrorismo a nivel nacional, disponiendo que su personal intervenga sin ninguna restricción que estuviere prevista en sus reglamentos institucionales. En los lugares que no exista dependencia de la Policía Nacional del Perú, la captura y detención de los implicados en estos delitos corresponderá a las Fuerzas Armadas, quienes los pondrán de inmediato a disposición de la dependencia policial más cercana para las investigaciones a que hubiere lugar.

    38 Así, lo entiende Carlos Rivera Paz, quien precisa que: "El objetivo es claro. Se ha tratado de que todas las personas denunciadas sean procesadas para, así, consolidar un régimen penal absolutamente persecutorio y represivo. Ciertamente esto se ha logrado, pero a costa de disminuir la capacidad y el poder jurisdiccional del juez penal, de una parte, y de someter los derechos de las personas a un constante acto de arbitrariedad de los jueces, de otra". En: RIVERA PAZ, Carlos. Veinte Propuestas ... Ob. Cit. pg. 25

    39 Esta disposición también fue contenida en el inciso b) del artículo 2° del Decreto Ley N° 25744 de fecha 27 de setiembre de 1992, el mismo que fue derogado por sentencia del Tribunal Constitucional (Exp. 010-2002-AI-TC). Sin embargo, las razones en las que se sustenta la decisión del Tribunal Constitucional, no estuvieron relacionadas con aquellas por las cuales se solicitó la declaración de inconstitucionalidad del inciso c) del artículo 13° del Decreto Ley N° 25474.

    40 "Art. 140º.-La pena de muerte sólo puede aplicarse por el delito de Traición a la Patria en caso de guerra, y el de Terrorismo, conforme a las leyes y a los tratados de los que el Perú es parte obligada."

    "Art. 141º.-Corresponde a la Corte Suprema fallar en casación, o en última instancia cuando la acción se inicia en una Corte Superior o ante la propia Corte Suprema conforme a ley. Asimismo, conoce en casación las resoluciones del Fuero Militar, con las limitaciones que establece el artículo 173º."

    "Art. 173º.-En caso de delito de función, los miembros de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional están sometidos al fuero respectivo y al Código de Justicia Militar, las disposiciones de éste no son aplicables a los civiles, salvo en el caso de delitos de Traición a la Patria y de Terrorismo que la ley determina. La casación a que se refiere el artículo 141º, sólo es aplicable cuando impugna la pena de muerte."

    41 Quienes votaron a favor de derivar el caso al fuero militar fueron los sres. Pantoja Rodulfo, Iberico Mas y Montes de Oca Begazo. Emitieron un voto razonado en contra de tal decisión, los magistrados Hugo Sivina Hurtado y Felipe Almenara Bryson.

    42 Un caso importante y que merece ser resaltado, dado la presión política y el contexto en se suscitó, fue la valiente actitud de la Dra. Antonia Saquicuray jueza que conoció del denominado "Caso Barrios Altos", que dispuso la inaplicación de la Ley de Amnistía,( Ley Nº 26479) sustentando su clara inconstitucionalidad.

    43 Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Barrios Altos. Sentencia del 14 de marzo de 2001, párrafo 41 y siguientes.

    44 Vid: BREWER-CARIAS, Allan R. Op. cit., p. 124.

    45 FERNÁNDEZ SEGADO, Fernando. El Sistema Constitucional español. Madrid: Dykinson, 1992, p. 1046).

    46 La doctrina y jurisprudencia comparada considera que la llamada "inconstitucionalidad por omisión" se produce cuando un órgano del Estado no ejecuta un deber constitucional o no cumple con un precepto de la Constitución, pudiendo ser dicho encargo o deber expreso o tácito (Vid: SAGÜÉS, Néstor P. "Inconstitucionalidad por omisión de los poderes Legislativo y Ejecutivo. Su control judicial". En: El Derecho. Buenos Aires, p. 124 y siguientes).

    47 A continuación se recoge lo señalado por Ernesto de la Jara en Memoria y Batallas en Nombre de los Inocentes, IDL, Lima 2001, pp. 61-89.

    48 DE LA JARA, Ernesto. Ob .cit., p. 62.

    49 Ver DE LA JARA, Ernesto. Ob. cit. p. 67

    50 Anthony Pereira (Virtual Legality: The Use and Reform of Military Justice in Brazil, the Southern Cone, and Mexico . Working Papers on Latin America. Harvard University. 1999) ha mostrado que durante la dictadura brasileña los jueces militares absolvieron al 54% de los procesados por subversión y que asignaron penas más bajas que los tribunales militares chilenos durante la dictadura encabezada por el general Pinochet.

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