Informe Final - Comisión de la Verdad, Perú
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Tomo I


PRIMERA PARTE: EL PROCESO, LOS HECHOS, LAS VÍCTIMAS

- Prefacio
- Introducción

Sección primera: Exposición general del proceso

- Cap. 1: Los períodos de la violencia
- Cap. 2: El despliegue regional
- Cap. 3: Los rostros y perfiles de la violencia
- Cap. 4: La dimensión jurídica de los hechos

Tomo II
Tomo III
Tomo IV
Tomo V
Tomo VI
Tomo VII
Tomo VIII
Tomo IX

Conclusiones


 

Tomo I
PRIMERA PARTE: EL PROCESO, LOS HECHOS, LAS VÍCTIMAS

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INTRODUCCIÓN

En el año 2000 el Perú inició una nueva transición a la democracia. Se retomaba así una promesa muchas veces defraudada en la historia del país. Este nuevo intento empezó después de la caída de un gobierno autoritario y corrupto. Amplios sectores de la población expresaron, entonces, su esperanza de que esta vez el país encontrara verdaderamente el camino hacia la construcción de un Estado que represente los intereses de todos las peruanas y peruanos sin excepción y, al mismo tiempo, hacia la edificación de una sociedad unida, pacífica y próspera.

Para transitar ese camino, el país necesita afrontar y vencer diversos obstáculos. Uno de ellos, el más grande tal vez, es el legado de dos décadas de violencia durante las cuales se produjeron masivas violaciones de derechos humanos. Esa violencia, que afectó a todos los peruanos, se encarnizó principalmente en la población rural de los andes, la que ha sido históricamente la más postergada y excluida en el Perú.

Así, acogiendo un justo reclamo de la sociedad, el gobierno de transición decidió constituir una Comisión de la Verdad y Reconciliación con la finalidad de esclarecer la naturaleza del proceso y los hechos del conflicto armado interno que vivió el país, así como de determinar las responsabilidades derivadas de las múltiples violaciones de los derechos fundamentales ocurridas en aquellos años.

La convicción fundamental que sustentó la formación de la Comisión y que ha animado su trabajo se halla explícitamente señalada en su base legal: «la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y el Estado» (Presidencia del Consejo de Ministros, 2001a. Considerando 1º). Esta afirmación se encuentra en flagrante contradicción con la penosa realidad descubierta por la Comisión en sus investigaciones. Para los causantes de la violencia, la vida humana fue casi siempre un medio dispensable en la lucha por el poder y no el fin supremo que toda intervención política debía proteger y desarrollar. La investigación realizada, sin embargo, lejos de debilitar la fe de la Comisión en el principio de la dignidad inalienable de la vida humana, la ha fortalecido. De forma similar se ha fortalecido su convencimiento de que la enorme y generosa energía volcada por el pueblo peruano para liberarse del autoritarismo debe dirigirse ahora a la construcción de un Estado basado realmente en el principio del respeto a la vida y, por lógica consecuencia, en el rechazo a cualquier intromisión de la violencia en la política. En efecto, la Comisión está persuadida de que ningún proyecto nacional puede fundarse en la destrucción de la vida, y que todo ideal social que se afirme en la violencia manifiesta un equívoco de raíz y no contribuye en realidad a la justicia ni a la paz. La Comisión interpreta la voluntad del pueblo peruano de conocer su pasado como una consecuencia del principio fundamental de afirmar la dignidad de la vida humana y, por lo tanto, entiende la tarea que le ha sido asignada como un elemental acto de justicia y un paso necesario en el camino hacia una sociedad reconciliada.

En esta sección introductoria del Informe Final, la Comisión rinde cuentas ante el país de las condiciones históricas en las que surgió, los principios que han guiado su labor, sus métodos de investigación y los objetivos que propone para este esfuerzo de esclarecimiento histórico. Con total honestidad, expone aquí el modo en que ha interpretado el mandato recibido del pueblo, y explica las principales definiciones conceptuales y decisiones prácticas que ha debido adoptar y tomar.

Al resumir su experiencia en estas páginas, la Comisión no intenta transmitir una imagen idealizada de su actuación, sino asume con responsabilidad las consecuencias de sus decisiones en el curso de la investigación. El proceso ha sido rico en aprendizaje, y la Comisión ha extraído importantes lecciones metodológicas, tanto de sus aciertos como de sus errores. Esta presentación, por lo tanto, quiere ser una contribución a los esfuerzos que futuros investigadores habrán de llevar a cabo en nuestro país —y en otras partes del mundo donde sea necesario documentar la historia del horror— con la esperanza de construir naciones con paz y dignidad.

1. Origen de la Comisión de la Verdad y Reconciliación

Desde los inicios del conflicto se dejó sentir claramente a exigencia ciudadana de conocer la verdad sobre lo que ocurría en las zonas donde éste era más intenso. La falta de información sobre las graves violaciones a los derechos fundamentales de las personas ponía seriamente en cuestión los principios de transparencia y responsabilidad que el régimen democrático debía sostener.

La matanza de Uchuraccay, en enero de 1983, en la que ocho periodistas ofrendaron sus vidas en el cumplimiento de su labor informativa, dio al país indicios de la compleja naturaleza del conflicto y se convirtió en un amenazante ejemplo de los riesgos asociados al ejercicio libre del periodismo en los años por venir. Fue precisamente como reacción a la matanza de los periodistas que por primera vez diversos sectores de la sociedad civil se vincularon entre sí para exigir la verdad. Pero fue también entonces cuando la ciudadanía percibió las inmensas dificultades de las instituciones oficiales para comprender la naturaleza del conflicto. Ni la Comisión Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay (Vargas Llosa 1983), formada por el Poder Ejecutivo, ni un prolongado proceso judicial posterior, respondieron a las expectativas de la ciudadanía por esclarecer los hechos, las responsabilidades y la naturaleza del conflicto que se iniciaba.

Al enorme riesgo del trabajo periodístico, que hacía difícil la documentación sobre lo que estaba ocurriendo, se añadió muy pronto la constatación de que los organismos del Estado que tenían la autoridad constitucional para investigar los crímenes no se encontraban a la altura de lo que exigía su misión. Los organismos jurisdiccionales no cumplían con la función de poner en conocimiento del país lo que venía ocurriendo, y el clamor de las víctimas porque se investigasen los hechos no obtuvo respuesta. Como se mostrará en este Informe, ya sea por incapacidad técnica o por falta de voluntad, ya sea por temor o por complicidad con la grave situación, la demanda de conocer la verdad no fue satisfecha por el Estado en los años del conflicto.

Ante la agresión que sufría la prensa y la ineficacia demostrada por las autoridades judiciales, el naciente movimiento de derechos humanos hizo suyas las denuncias, cada vez más constantes y consistentes entre sí, de familiares de personas que habían sido "desaparecidas" en las zonas de emergencia luego de arrestos arbitrarios. Tuvieron que ser los líderes comunitarios, las comunidades religiosas o algunos valientes profesionales quienes asumieran la dura tarea de investigar y hacerle saber al país lo que ocurría en las zonas donde se desarrollaba el conflicto. Desde aquellos tempranos momentos, era evidente que la exigencia de saber era indesligable de la necesidad de prevenir los crímenes cometidos a través de la sanción —en ejercicio de la autoridad legítima del Estado— contra quienes resultasen culpables de esos abusos y de las estrategias que los originaron.

Luego de la masacre de presos acusados de terrorismo o sentenciados por tal delito, ocurrida en las prisiones de Lima en junio de 1986, la demanda de verdad y justicia fue explícitamente planteada por una amplia coalición de organismos de la sociedad civil unidos en torno a la naciente Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Estos organismos exigieron una explicación oficial comprehensiva y clara sobre las responsabilidades de la matanza: "A nadie puede escapar que la responsabilidad no puede limitarse sólo a los efectivos de una fuerza policial determinada. El propósito de investigar a fondo estos hechos sólo podrá ser auténtico cuando se ofrezca una explicación que no exceptúe ni privilegie a ningún responsable y se les castigue con la severidad de la ley" (Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, 1986). Pero la exigencia de esclarecer los hechos para poner coto a los abusos no se limitaba a la comisión puntual de delitos, sino ante todo a "esa lógica que afirma que, para cambiar la sociedad o para defender sus instituciones, hay que matar" (Álvarez et al. 1986) — como afirmaba un comunicado del 27 de junio de 1986 firmado por cientos de religiosos y religiosas católicos.

Sin embargo, las voces de protesta no fueron escuchadas. Durante todo el desarrollo del conflicto, las demandas por conocer la verdad sobre los hechos de violencia debieron constatar con frustración cómo investigaciones llevadas a cabo con gran valentía debían paralizarse debido a amenazas y atentados contra investigadores y testigos. En ocasiones, como ocurriría con la investigación de la masacre de campesinos cometida por el Ejército Peruano en Cayara en 1988, no sólo se montó una maquinaria de silencio e impunidad, sino que también injustificables maniobras políticas en el Congreso de la República impidieron efectivamente la aceptación oficial de graves hechos.

La creciente intensidad del conflicto hizo cada vez más difícil documentar con objetividad e imparcialidad lo que ocurría. La radicalización de las opiniones y las estrategias que priorizaban una solución estrictamente militar, acallaban la voz de quienes clamaban por la verdad, exponiéndolos al costo de ser difamados y estigmatizados como supuestos cómplices de la subversión. Fue sólo luego de la captura de los principales líderes subversivos y del descenso de las acciones armadas que el clamor por la verdad lograría convencer a cada vez más amplios sectores de la población. En efecto, en junio de 1995, cuando el gobierno encabezado por Alberto Fujimori hizo aprobar las inconstitucionales leyes de amnistía Nº 26479 y Nº 26492 que liberaban a miembros de las fuerzas de seguridad sentenciados por crímenes de lesa humanidad y prohibían toda investigación jurisdiccional, la ciudadanía se movilizó masivamente, encabezada por la juventud universitaria que asumió un rol de vanguardia en la lucha por la recuperación de la democracia. Esas jornadas de coraje cívico, animadas por principios éticos que renacían luego de un largo invierno en nuestra patria, fueron los inicios de un clamor ciudadano masivo que exigía conocer la verdad sobre el conflicto.

En los años que vendrían, la lucha de la ciudadanía, movilizada contra el creciente autoritarismo y la corrupción del régimen encabezado por Alberto Fujimori, se hizo consustancial a la exigencia de verdad y justicia. Cuando el intento de perennizar el régimen a través de una reelección ilegal hizo inevitable la intervención de la comunidad internacional, uno de los principales puntos de negociación propuestos por la sociedad civil para la agenda de la Mesa de Diálogo entre el gobierno y la oposición fue la creación de una Comisión de la Verdad, actuando en conexión con la derogación de las leyes de amnistía (Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, 2000. Puntos 13 y 14).

El colapso del régimen de Fujimori, desencadenado por la puesta en evidencia de su carácter corrupto, condujo a la formación de un gobierno transitorio encabezado por el recientemente nombrado presidente del Congreso de la República, Dr. Valentín Paniagua, que encaró los retos más urgentes del inicio de la transición y canalizó la voluntad popular a través de medios institucionales y pacíficos. Uno de los primeros actos del gobierno transitorio, en diciembre de 2001, fue la formación del Grupo de Trabajo Interinstitucional para proponer la creación de una Comisión de la Verdad con participación de los Ministerios de Justicia, Interior, Defensa, Promoción de la Mujer y del Desarrollo Humano, la Defensoría del Pueblo, la Conferencia Episcopal Peruana, el Concilio Nacional Evangélico del Perú y la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (Ministerio de Justicia, 2000).

2. El diseño del mandato de la Comisión

El Grupo de Trabajo Interinstitucional sesionó por tres meses, en los que desarrolló consultas con cientos de organizaciones de la sociedad civil y del Estado, y con expertos nacionales e internacionales. Los temas investigados abarcaban la amplitud del mandato de la Comisión, sus poderes y el mecanismo más adecuado para establecerla.

La discusión sobre los alcances del mandato fue, indudablemente, la más compleja, puesto que debía ocuparse de la competencia de la Comisión. El Grupo de Trabajo Interinstitucional propuso que la Comisión examinase delitos atribuibles a todas las partes del conflicto, esto es, "tanto los hechos imputables a agentes del Estado, a las personas que actuaron bajo su consentimiento, aquiescencia o complicidad, así como los imputables a los grupos subversivos." (Grupo de Trabajo Interinstitucional, 2001. Artículo 1º). La amplitud temporal de la competencia de la Comisión propuesta por el Grupo de Trabajo Interinstitucional no fue modificada, y así se expresó en la versión final del mandato. En efecto, el Decreto Supremo aprobado por el Consejo de Ministros recogió la propuesta de abarcar en la investigación los actos ocurridos entre el año 1980 y el año 2000 (Grupo de Trabajo Interinstitucional, 2001. Artículo 1º; Presidencia del Consejo de Ministros, 2001a. Artículo 1º). Esta decisión hacía más complejo el encargo, pues obligaba a investigar dos temas que —aunque íntimamente relacionados— respondían a procesos políticos distintos: de un lado, los crímenes ocurridos en el contexto del conflicto armado, mientras las organizaciones subversivas ilegales conservaban una amplia capacidad operativa y mantenían el objetivo estratégico de capturar el poder político, y, de otro lado, los ocurridos durante el gobierno autoritario encabezado por Alberto Fujimori, cuando muchos de los actos delictivos respondían a estrategias selectivas de intimidación de grupos legales de oposición y ya los grupos subversivos principales habían perdido su capacidad operativa o habían cambiado de objetivo estratégico.

La amplitud material de la competencia de la Comisión tampoco experimentó grandes cambios en ambos estadios de elaboración. En efecto, todos los delitos planteados por el Grupo de Trabajo (Grupo de Trabajo Interinstitucional, 2001. Artículo 2º) fueron recogidos en el Decreto Supremo:

La Comisión de la Verdad enfocará su trabajo sobre los siguientes hechos, siempre y cuando sean imputables a las organizaciones terroristas, a los agentes del Estado o a grupos paramilitares:

a) Asesinatos y secuestros;
b) Desapariciones forzadas;
c) Torturas y otras lesiones graves;
d) Violaciones a los derechos colectivos de las comunidades andinas y nativas del país;
e) Otros crímenes y graves violaciones contra los derechos de las personas. (Presidencia del Consejo de Ministros, 2001a. Artículo 3º)

La formulación abierta recogida en los incisos "c" y "e" reconocía la posibilidad de que la Comisión decidiese incluir conductas que no hubieran sido explícitamente señaladas, pero que — por analogía— presentasen similar seriedad. La amplitud de este mandato situó a la Comisión frente a un enorme reto metodológico y jurídico: era necesario desarrollar mecanismos para el registro de la información que no conocían precedente en el país —lo que conduciría a la creación de una base de datos de gran amplitud y poder investigativo—, y era preciso además identificar una base de derecho que pudiese aplicarse a los hechos que denunciarían las víctimas.

En efecto, aunque es evidente que debía aplicarse el derecho nacional, era también presumible que en una sociedad en transición a la democracia los instrumentos jurídicos nacionales no hubiesen incorporado los avances más recientes del derecho internacional. Por el contrario, parte del andamiaje legal erigido en los años del régimen autoritario encabezado por Alberto Fujimori formaba parte de la misma estructura de impunidad y violación de los derechos humanos que debía rechazarse con firmeza. Era, pues, necesario recurrir a los mejores aportes del derecho internacional, en atención a obligaciones libre y soberanamente asumidas por el Perú.

En el origen del proceso gubernamental de creación de la Comisión, el Ministerio de Justicia sugirió que los crímenes ocurridos en el conflicto constituían "graves violaciones a los Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario" (Ministerio de Justicia, 2000. Considerando 2º). Esta mención a dos grandes cuerpos jurídicos del Derecho Internacional Público era sensible a complejos debates sobre la necesidad de tipificar los crímenes cometidos por grupos subversivos en una forma que reflejase adecuadamente el rechazo universal que causaban. En efecto, aunque las acciones de terror que han realizado los grupos subversivos generan una amplia repulsa, el desarrollo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos parecía centrarse únicamente en las obligaciones de los Estados, mas no en las de grupos de particulares que no ejercen la soberanía. Hay que convenir en que estos enfoques son extraños al sentido común, el cual encuentra poco comprensible que el derecho internacional no considere técnicamente a los grupos subversivos como "violadores de derechos humanos", habida cuenta que las acciones terroristas en las que con frecuencia incurren son evidentemente violatorias de los derechos fundamentales de las personas. Es de suponer que, por esta razón, el Ministerio de Justicia dejó abierta la posibilidad de recurrir al Derecho Internacional Humanitario, es decir, al derecho aplicable a los conflictos armados, para impedir que los grupos subversivos pudiesen quedar excluidos de una investigación fundada en los estándares más altos del derecho.

Sin embargo, la alusión al Derecho Internacional Humanitario genera no pocas dudas. En efecto, algunos sectores señalaban con preocupación que el reconocimiento de esta fuente de Derecho, codificada fundamentalmente en los Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949 y los protocolos adicionales de 1977, al señalar la existencia de un conflicto armado, podría implicar de manera indirecta la atribución de la condición de beligerante a los grupos subversivos, lo que supuestamente debilitaría la posición soberana del Estado peruano. Probablemente estas dudas, y la imposibilidad de resolverlas en el corto período encargado al Grupo de Trabajo, resultaron en el silencio del Decreto Supremo final sobre las violaciones al Derecho Internacional Humanitario, lo que dejaba a la Comisión la tarea de identificar por sí misma las bases jurídicas más adecuadas para tipificar los hechos delictivos atribuidos a las organizaciones subversivas.

Afortunadamente, la Comisión surgió en el marco de un amplísimo desarrollo del Derecho Internacional Público y de la conciencia universal sobre el valor de los derechos humanos. En años recientes, 1994 y 1995, se crearon los Tribunales Penales Internacionales de las Naciones Unidas para la antigua Yugoslavia y para Ruanda; se aprobó el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional en 1998 y se puso en evidencia la creciente voluntad de los países de poner en vigor mecanismos de jurisdicción universal para perseguir a los responsables de crímenes de lesa humanidad independientemente del lugar donde los hubieran cometido. Estos desarrollos permiten establecer con claridad la responsabilidad penal internacional de personas particulares que forman parte de organizaciones no estatales.

En cuanto al Derecho Internacional Humanitario, la Comisión ha seguido la línea unánime de interpretación de este cuerpo jurídico, según la cual la aplicación de las normas del Derecho Internacional Humanitario, en particular las establecidas en el artículo 3º común a los cuatro Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949, son de aplicación automática en el caso de un conflicto armado interno, pero su aplicación no entraña de ninguna manera el reconocimiento del estatus de beligerante a los grupos subversivos armados, ni del estatus de combatiente a los integrantes de dichos grupos, ni del de prisioneros políticos o de guerra a quienes resultasen capturados por las fuerzas de seguridad (Junod, 1986. p. 1368).

El Derecho Internacional Humanitario, en el caso que nos compete, se limita al deber básico de prohibir que los grupos participantes en el conflicto armado hagan blanco de sus ataques a la población civil. Su aplicación no afecta en modo alguno "la responsabilidad que incumbe a todo gobierno de mantener y restablecer el orden público en el Estado y de defender la unidad e integridad territorial del Estado por cualquier medio legítimo" (Estatuto de Roma, 1998. Artículo 8, párrafo 2, inciso g). Como es evidente, los instrumentos internacionales libremente aceptados por el Perú no debilitan en absoluto la aplicabilidad de las leyes penales nacionales para sancionar los actos ilícitos de los subversivos, siempre que estas leyes no vulneren derechos fundamentales de toda persona humana.

Cabría señalar, de otro lado, que aunque el Decreto Supremo decidió recurrir al concepto de "terrorismo" para referirse a los crímenes cometidos por las organizaciones subversivas, la Comisión no está convencida de que este término alcance a describir con precisión el amplio rango de conductas emprendidas por dichos grupos, ni de que exista un amplio consenso jurídico internacional sobre el contenido del término. Su utilización, por el contrario, al cabo de un prolongado conflicto armado, está cargada de significados subjetivos que hacen difícil el análisis de la conducta de quienes decidieron alzarse contra el Estado y en ese rumbo cometieron violentos crímenes. Por esta razón, la Comisión ha distinguido entre los actos de subversión que tuvieron como objetivo aterrorizar a la población civil y otros de distinta índole, y ha buscado utilizar el concepto de "terrorismo" y "terrorista" con cautela y rigurosidad.

El Decreto Supremo que dio vida a la Comisión, en adición a su competencia, le fijó objetivos y atribuciones balanceadas para permitir su interacción armónica con otras instancias del Estado. Los objetivos fijados por el Decreto Supremo, a la letra, son:

a) Analizar las condiciones políticas, sociales y culturales, así como los comportamientos que, desde la sociedad y las instituciones del Estado, contribuyeron a la trágica situación de violencia por la que atravesó el Perú;

b) contribuir al esclarecimiento por los órganos jurisdiccionales respectivos, cuando corresponda, de los crímenes y violaciones de los derechos humanos por obra de las organizaciones terroristas o de algunos agentes del Estado, procurando determinar el paradero y situación de las víctimas, e identificando, en la medida de lo posible, las presuntas responsabilidades;

c) elaborar propuestas de reparación y dignificación de las víctimas y de sus familiares;

d) recomendar reformas institucionales, legales, educativas y otras, como garantías de prevención, a fin de que sean procesadas y atendidas por medio de iniciativas legislativas, políticas o administrativas; y,

e) establecer mecanismos de seguimiento de sus recomendaciones. (Presidencia del Consejo de Ministros, 2001a. Artículo 2º).

Salta a la vista el ambicioso marco establecido por el Decreto Supremo para el trabajo de la Comisión, pues no se limita a la comprobación de los hechos violatorios de los derechos fundamentales de las personas (con la posibilidad de llegar hasta la identificación de responsabilidades presuntas), sino que la obliga a ofrecer una explicación del proceso político, social y cultural que hizo posibles tales violaciones y a lidiar con las secuelas del conflicto a través de propuestas de reparación integral y reformas institucionales.

El Decreto Supremo también dio atribuciones a la Comisión que, aunque correctas, resultaban modestas en relación a la magnitud de la tarea encomendada:

a) Entrevistar y recopilar de cualquier persona, autoridad, funcionario o servidor público toda la información que considere pertinente.

b) Solicitar la cooperación de los funcionarios y servidores públicos para acceder a la documentación o cualquier otra información del Estado.

c) Practicar visitas, inspecciones o cualquier otra diligencia que considere pertinente. Para tal efecto, la Comisión podrá contar con el apoyo de peritos y expertos para llevar adelante sus labores.

d) Realizar audiencias públicas y las diligencias que estime conveniente en forma reservada pudiendo guardar reserva de la identidad de quienes le proporcionen información importante o participen en las investigaciones.

e) Gestionar las medidas de seguridad para las personas que, a criterio de la Comisión, se encuentren en situación de amenaza a su vida o integridad personal.

f) La Comisión de la Verdad establecerá canales de comunicación y mecanismos de participación de la población, especialmente de la que fue afectada por la violencia.

g) Aprobar su reglamento de organización y funcionamiento internos para el cumplimiento de sus objetivos y atribuciones. (Presidencia del Consejo de Ministros, 2001a. Artículo 6º)

La Comisión no recibió la facultad de citar de grado o fuerza a personas cuyo testimonio considerase de importancia, capacidad que sí disfrutan los organismos jurisdiccionales y las comisiones investigadoras formadas por el Poder Legislativo. Como puede apreciarse, el Decreto Supremo le brindaba a la Comisión amplia autonomía y capacidad de iniciativa, pero dentro del marco de gestiones de buena voluntad. Sin pretender desconocer la cooperación recibida de distintas instancias estatales y de la sociedad civil, la principal fuerza de que la Comisión disponía para llevar a cabo su mandato era su autoridad moral y su capacidad de argumentar persuasivamente. La Comisión no ha vulnerado nunca los límites fijados para la ejecución de sus tareas, pero no ha desaprovechado tampoco las posibilidades que su mandato le brindaba.

El Decreto Supremo encuadraba el sentido de las investigaciones en una "propensión" a la reconciliación nacional (Presidencia del Consejo de Ministros, 2001a. Artículo 1º). Mediante un instrumento legal complementario, el Decreto Supremo 101-2001-PCM, el Estado reafirmó que "uno de los fines esenciales de la Comisión es sentar las bases para un profundo proceso de reconciliación nacional" (Presidencia del Consejo de Ministros, 2001c. Considerando 2º). Este nuevo Decreto, sin embargo, hacía una importante clarificación sobre el sentido de la reconciliación, ligándola al establecimiento de la verdad y la justicia, pues dejaba en claro que el "profundo proceso" de reconciliación que avizoraba debía realizarse "a partir del esclarecimiento de los hechos así como el restablecimiento de la justicia" (Presidencia del Consejo de Ministros, 2001c. Considerando 2º).

Esta clarificación fue indispensable para excluir una interpretación del concepto de reconciliación que la hiciese equivalente a la extinción de la responsabilidad penal de los perpetradores de los graves crímenes contemplados en el mandato. Cabe recordar que el régimen autoritario encabezado por Alberto Fujimori había utilizado el concepto de "reconciliación nacional" para justificar la dación de las leyes de amnistía Nº 26479 y Nº 26492 que, en 1995, institucionalizaron la impunidad. Una Comisión que era el resultado directo de la indignación ética de la ciudadanía contra la impunidad y la injusticia, debía entender pues la reconciliación de otro modo. Ha sido precisamente la línea de interpretación del Decreto Supremo, que liga la reconciliación al esclarecimiento de la verdad y la acción de la justicia, la que la Comisión ha hecho suya y aplicado de modo invariable a lo largo de sus trabajos.

3. Legitimidad de la Comisión de la Verdad y Reconciliación

La Comisión de la Verdad y Reconciliación considera que el mandato que le ha sido otorgado, cabalmente entendido, constituye una fuente de legitimación en diversos sentidos estrechamente vinculados entre sí. El mandato encierra, ante todo, una fuente de legitimación política y una fuente de legitimación ética. Pero a ellas es posible añadir igualmente una fuente de legitimación personal y una fuente de legitimación por la tarea ya realizada. Cada uno de estos sentidos remite a un diferente modo de autoridad de la Comisión, así como a un tipo particular de responsabilidad que le es propio.

En efecto, la Comisión fue creada por el Gobierno del Perú, en representación de la nación, acogiendo el legítimo reclamo de la sociedad de ejercer su derecho a conocer la verdad sobre su historia, derecho internacionalmente reconocido (Organización de las Naciones Unidas, 1997, Principio 2). La Comisión recibió un mandato de carácter político de parte de un gobierno democrático de transición, que fue ratificado luego por otro gobierno democrático surgido de elecciones libres, avaladas ampliamente por la comunidad internacional. De este mandato procede un primer modo de autoridad de la Comisión: ésta ha aceptado el encargo que le da la nación por medio de su Gobierno y ha actuado investida de la autoridad política que le ha sido así otorgada. De modo correlativo, al aceptar el mandato, la Comisión ha asumido una responsabilidad frente a la nación entera y se ha empeñado íntegramente en dar satisfacción al derecho de conocer la verdad que asiste a todos los peruanos.

La segunda fuente de legitimación del trabajo la Comisión es de carácter ético. Obligados por el mandato de la nación, y comprometidos plenamente en el cumplimiento de su misión, los comisionados se congregaron para meditar sobre la naturaleza de la tarea encomendada, y acordaron de modo unánime sostener un compromiso claro con un conjunto de principios éticos que debían servirles de orientación. Ya al inicio de sus trabajos, en una "Declaración de principios y de compromiso con la nación" (Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2001), la Comisión hizo pública su convicción de que los principios que debían regir su misión son: la defensa de la cultura de los derechos humanos, la consolidación de una democracia genuina, la implantación de una justicia solidaria y la más absoluta transparencia en la ejecución de sus investigaciones. Para la Comisión, el modo de autoridad más importante es, sin duda, el que procede de esta fuente, pues en torno a él se orientan todas las demás perspectivas del trabajo. Al expresar claramente su adhesión a tales principios de la ética pública, la Comisión se ha obligado a asumir una responsabilidad frente a ellos.

La tercera fuente de legitimación del trabajo de la Comisión es de carácter personal. Para la realización de tan delicada tarea, los Decretos fundadores nombraron a trece personas (doce miembros y un observador), teniendo en cuenta principalmente el reconocimiento moral del que todas ellas gozan ante la opinión pública sobre la base de una "reconocida trayectoria ética, prestigio y legitimidad en la sociedad" y de su identificación "con la defensa de la democracia y la institucionalidad constitucional" (Presidencia del Consejo de Ministros, 2001a. Artículo 4º, Presidencia del Consejo de Ministros, 2001b. Considerando 2º, Presidencia del Consejo de Ministros, 2001c. Considerando 4º, Presidencia del Consejo de Ministros, 2001d. Considerando 1º). Lo que se ha buscado, al nombrar a estas personalidades de la vida pública, es hallar una garantía de probidad y autonomía en la realización del trabajo que les era encomendado. La naturaleza de este nombramiento otorga a la Comisión un tercer modo de autoridad: los comisionados aceptaron honrosa y humildemente la confianza depositada en su integridad personal y, consecuentemente, han actuado investidos de la autoridad personal que les confiere su propia trayectoria de vida, situados en el horizonte histórico, social y cultural de su pertenencia a la comunidad peruana. Pero, por lo mismo, entienden que, al aceptar el mandato en estos términos, han contraído una enorme responsabilidad frente a sí mismos, pues ponen su vida y su reputación en juego en la ejecución de esta tarea.

Por último, al culminar el complejo proceso de sus investigaciones, la Comisión está en condiciones de considerar que el trabajo realizado le otorga una genuina fuente de legitimación adicional. Desde el inicio, la Comisión decidió dar prioridad a las voces de las víctimas, convocó a la comunidad nacional en su conjunto a sumarse al esfuerzo por esclarecer los hechos, solicitó el concurso de múltiples expertos en las materias de su investigación y procedió con la máxima transparencia. En tal sentido, el trabajo realizado puede considerarse un cuarto modo de autoridad: habiendo actuado de acuerdo a dichos criterios, la Comisión puede expresarse ahora apelando a la autoridad que le confiere la experiencia del camino recorrido. Pero, por lo mismo, ella ha contraído una responsabilidad frente a las víctimas de la violencia, que confiaron en la transparencia y en la seriedad de su labor. Asumir esta responsabilidad es un modo de hacerles justicia y, por su intermedio, de responder ante el país entero.

La Comisión de la Verdad y Reconciliación se dirige pues al país desde esta cuádruple fuente de legitimación. Habla investida de la autoridad política que le otorga el mandato de la nación, de la autoridad ética de los principios en los que cree, de la autoridad personal conferida por la propia trayectoria de vida de los comisionados y de la autoridad práctica derivada del trabajo ya realizado. Es desde esta compleja perspectiva que expresa sus convicciones sobre el sentido de la "verdad", la "justicia" y la "reconciliación", y que hace explícitos los principios que han sustentado su misión y guiado su proceder.

4. El mandato de la Comisión como oportunidad histórica para el país

Es preciso recordar que el período del que nos ocupamos no es el primer episodio cruento en nuestra historia. En ella, la violencia como forma de enfrentar los conflictos entre distintos grupos sociales y políticos ha sido una lamentable constante. Pero ha sido igualmente una constante que no se haya llevado a cabo un proceso de reflexión y procesamiento de los conflictos. El trabajo de la Comisión es, pues, original y novedoso porque es la primera vez en la historia del Perú que el país ha decidido tomar el camino de la introspección para identificar las razones por las cuales sufrimos la recurrente presencia del fratricidio.

Es oportuno preguntarse, en este contexto, por los traumas históricos que el Perú podría haber resuelto de haber decidido investigar honestamente su pasado en otros momentos de grave agitación. Después de todo, Ayacucho no ha sido el único epicentro de la violencia en la historia del siglo veinte peruano. La insurrección de Trujillo, en 1932, bárbaramente reprimida, sembró rencores y desconfianzas que ensombrecieron la vida política del país por décadas. Los alzamientos campesinos de todo el siglo veinte, la rebelión arequipeña de 1950, los episodios guerrilleros de los años 60, los enfrentamientos sociales de los años 70, fueron graves períodos de crisis al cabo de los cuales se cometió la grave omisión de no reconocer abusos ni establecer responsabilidades. Cada ciclo de violencia que culminaba consagrando la impunidad se fue sumando a una espiral perversa que alimentó la renovada violencia de las décadas siguientes. Resulta imposible determinar cuánto del dolor que hemos debido padecer en el conflicto reciente encuentra su explicación en episodios anteriores irresueltos; cuánto de nuestro sufrimiento en las dos últimas décadas fue una retardada pero inexorable prolongación de dicha espiral.

Debemos admitir, luego de una sobria consideración histórica, que una sociedad no puede aprender a convivir pacíficamente y en justicia si no es capaz de reconocer sus heridas y su dolor, si no vuelve sobre su pasado en busca de lecciones. Por eso, la Comisión considera su mandato como un ejercicio que, aunque doloroso, es indispensable para el establecimiento de la verdad histórica, y rechaza categóricamente toda insinuación que le atribuya la intención de "reabrir heridas", contribuir al disenso o alimentar odios. La Comisión ha registrado la tragedia de miles de asesinatos y vejaciones, pero también el escándalo del silencio y la impunidad. Es de la opinión que no se puede, por cobardía moral o cálculo político, "voltear la página" de nuestra más reciente historia sin cumplir con el deber doloroso de leerla y aprender, tanto por el compromiso moral de dignificar a las víctimas como por razones de utilidad pública, centradas en la prevención de nuevos hechos violentos.

El trabajo de la Comisión ha hecho evidente que el Perú es un país injusto marcado por una ofensiva distancia entre los derechos que la ley reconoce y la realidad de exclusión que la mayoría de nuestros compatriotas debe sufrir. "¡ Ojalá esta investigación a la larga nos lleve a una vida de igualdad de derechos; ojalá de acá a diez años o quince años nosotros también seamos considerados como peruanos!", clamaba en la audiencia pública de Huanta, celebrada los días 11 y 12 de abril de 2002, el ciudadano Abraham Fernández, y, poco después, en la de los días 22 y 23 de mayo en Huancayo, su voz era recogida por la ciudadana Rebeca Ricardo: "Ya no quiero que nos ayuden como asháninkas, sino como personas".

El conflicto armado que hemos vivido fue favorecido por la brecha abierta entre el Estado y la sociedad, una sociedad que no ha podido ser integrada ni representada satisfactoriamente. La legitimidad del orden jurídico y de los organismos de mediación y negociación provistos por el Estado han mostrado una crónica debilidad en nuestra historia política e intelectual. Los actos de subversión dicho orden, percibido como débil e ilegítimo, provinieron tanto de sectores populares, en búsqueda radical de derechos negados, como de sectores que buscaban afianzar su control patrimonial del Estado.

La brecha social y la deslegitimación del Estado republicano se han representado intelectualmente de diversas maneras. Un discurso criollo conservador, justificador de las diferencias y de la marginación de amplios sectores de la población, ha actuado en permanente contrapunto con un discurso radical que idealizaba un orden alternativo e igualitario. Ambas visiones del Perú eran propensas al enfrentamiento y negaban la mediación. Al amparo de ambas visiones y en un contexto mundial marcado por la Guerra Fría que enfrentó países capitalistas y países socialistas, fueron surgiendo las ideologías que desataron y luego agudizaron el conflicto. Sin embargo, es también necesario reconocer que el país ha cambiado, independientemente del conflicto y, ocasionalmente, a contracorriente de la voluntad de los violentos de uno u otro signo. La mayor movilidad social, la creciente ciudadanización efectiva de la mujer, la expansión de la educación pública, la desconcentración de la propiedad de la tierra y otros procesos democratizadores, han creado nuevos lazos de integración social nacional que el conflicto no ha sido capaz de destruir. Por el contrario, una cultura de derechos y esperanzas se ha ido abriendo paso de manera irregular y a veces contradictoria, lo que permite a la Comisión afirmar que el fin de la violencia y del autoritarismo constituyen una inmensa oportunidad histórica para el Perú: la refundación de la democracia, la creación de un nuevo pacto social que verdaderamente incluya a todas las peruanas y peruanos en los beneficios y obligaciones de la ciudadanía y en la riqueza cultural que sólo una sociedad tolerante y pluralista puede crear. La reflexión sobre el significado histórico del período que hemos experimentado está íntimamente vinculada a la expresión de una voluntad renovadora, que busca prevenir de manera permanente el riesgo de un nuevo conflicto armado interno.

5. Conceptos fundamentales del mandato de la Comisión

La fidelidad al encargo recibido de la nación exige un riguroso discernimiento sobre el significado de la verdad, la justicia y la reconciliación, conceptos fundamentales que el mandato de la Comisión pone en estrecha vinculación entre sí.

5.1. La verdad

La Comisión entiende por "verdad" el relato fidedigno, éticamente articulado, científicamente respaldado, contrastado intersubjetivamente, hilvanado en términos narrativos, afectivamente concernido y perfectible, sobre lo ocurrido en el país en los veinte años considerados por su mandato.

Se trata de una verdad en sentido "práctico" o en sentido "moral", pues lo que nos toca juzgar son hechos humanos -acciones- indesligables de la voluntad, las intenciones y las interpretaciones de sus protagonistas. La Comisión habla de esta "verdad práctica" desde la cuádruple fuente de legitimación esbozada anteriormente, y considera que para su plena comprensión deben relacionarse adecuadamente entre sí las diferentes dimensiones contempladas en la definición. Es así como entiende el mandato de "esclarecer los hechos, los procesos y las responsabilidades" de la violencia social vivida en el país, y de "proponer iniciativas destinadas a instaurar la paz y la concordia entre los peruanos" (Presidencia del Consejo de Ministros 2001a. Artículo 1º)

En el contexto de sus deliberaciones la Comisión ha considerado, pues, que:

"Verdad" es un relato éticamente articulado: ésta es su primera y principal dimensión. La Comisión habla, como se ha dicho, sobre hechos humanos, en los que están involucrados la voluntad, las intenciones y los afectos de los agentes, es decir, sobre hechos morales. Pero lo hace, además, desde el marco de principios éticos que ha presidido su misión: desde su compromiso con los derechos humanos, los valores democráticos, la justicia solidaria y la honestidad en la realización de sus invetigaciones. La articulación ética del relato se refiere pues tanto a su contenido como a su forma: a su contenido, en la medida en que la Comisión ha interpretado los acontecimientos a la luz de los principios éticos indicados; a su forma, en la medida en que ha perseguido, también por motivos éticos, la transparencia en todos los aspectos de la investigación. Y por idéntica motivación moral ha considerado imprescindible tener en cuenta las otras dimensiones del concepto de verdad.

"Verdad" es un relato científicamente respaldado. Muchas de las investigaciones llevadas a cabo por la Comisión han tenido por finalidad establecer un registro detallado y preciso de los hechos de violencia, de las condiciones en que se produjeron, de sus participantes directos y de las secuelas que dejaron. En todos estos casos, la Comisión recurrió a los expertos y a los métodos científicos y técnicos más actualizados, a fin de garantizar la mayor objetividad posible: informes criminológicos, pericias judiciales, antropología forense, análisis de laboratorio, etc. Pero esta dimensión científica ha estado presente igualmente en los trabajos de análisis e interpretación de las causas de los hechos, pues se solicitó el concurso de una amplia gama de científicos que, desde disciplinas distintas -como la antropología, la sociología, la historia y la sicología-y con el instrumental metodológico disponible, han contribuido a esclarecer el proceso en cuestión. Se ha dado así un respaldo científico al relato éticamente articulado.

"Verdad" es un relato contrastado intersubjetivamente. Para el establecimiento de una verdad práctica, tal como se entiende en este Informe, era preciso, evidentemente, escuchar y procesar las voces de todos los participantes. La Comisión ha puesto especial énfasis en esta dimensión de la verdad, y ha centrado por eso su trabajo en la organización de audiencias públicas en todo el país. Por razones estrictamente éticas, se ha privilegiado la escucha de las víctimas de la violencia, frente a las cuales el país entero tiene una deuda de justicia y de solidaridad. Adicionalmente, se han organizado entrevistas con los participantes directos e indirectos de aquellos hechos . militares, integrantes de grupos subversivos, autoridades políticas y líderes de opinión . , con la finalidad de recibir los testimonios de todos y de escuchar sus versiones de lo ocurrido. Finalmente, la Comisión ha convocado públicamente a todos los peruanos para que brinden su contribución al esclarecimiento del proceso . lo que efectivamente ha ocurrido de muchas maneras. En el marco de su concepción ética de las cosas, y con el respaldo científico debido, la Comisión ha contrastado y evaluado la participación y la versión de los diferentes agentes involucrados. El relato resultante es por eso "objetivo" en el sentido en que se sustenta sobre una síntesis concordante y consistente entre las experiencias de los diversos actores y las diversas fuentes, es decir, posee una objetividad abierta siempre a nuevas contrastaciones intersubjetivas.

"Verdad" es un relato hilvanado en términos narrativos. La exposición de los resultados de nuestra investigación, una vez contrastados los testimonios y el análisis, lleva la forma de un relato coherente en el que se enlazan los acontecimientos entre sí. Los hechos violentos, por más crudos que sean, no hablan por sí solos; la Comisión los interpreta a la luz de las diversas dimensiones mencionadas hasta que cobran su sentido. El relato que ofrece tiene por finalidad, como se pide en el Decreto Supremo, esclarecer los hechos ocurridos en el marco de procesos sociales e históricos que permitan explicarlos debidamente. El relato tiene pues la pretensión no sólo de registrar los acontecimientos puntuales, sino también de explicar sus causas inmediatas y sus causas remotas. Indica asimismo, en la medida de lo posible, cuáles han sido las responsabilidades, inmediatas y remotas, del proceso de deterioro de nuestra vida social. Habiendo prestado especial atención a las voces de las víctimas, y habiendo recogido los testimonios de muchos peruanos y peruanas deseosos de contribuir a la recomposición de nuestra nación, la Comisión confía en estar proponiendo una manera inédita de narrar nuestra memoria colectiva. Al recomendar igualmente reformas institucionales como corolario del Informe, la Comisión espera contribuir a "afirmar la paz y la concordia entre los peruanos" (Presidencia del Consejo de Ministros, 2001a. Artículo 1º).

"Verdad" es un relato afectivamente concernido. Porque los hechos que nos ocupan son obra de voluntades humanas, y porque han provocado el dolor y el sufrimiento de muchísimos compatriotas, el relato que los expone debe tener en cuenta la dimensión afectiva que les es consustancial. Y debe tenerla en cuenta no sólo porque ella está presente en las acciones y en las voluntades que son materia de nuestra investigación, sino igualmente porque los investigadores y los destinatarios de este relato nos abrimos también a la comprensión a través de nuestros afectos. La verdad de la que hablamos es pues al mismo tiempo moral y afectiva. "Verdad" es un relato perfectible. El relato de la Comisión se refiere a sucesos ocurridos en la historia del Perú y a procesos sociales ligados a una memoria conflictiva y fragmentada.

Proponemos una narración que, al recuperar nuestra memoria como país, se proyecta hacia el futuro, y debe por eso ser continuada y enriquecida con la participación de la sociedad civil, el Estado y los organismos que habrán de crearse para vigilar el cumplimiento de las recomendaciones del Informe. Lo importante es que el relato contiene en él mismo los criterios que permiten su perfeccionamiento constante; consideramos que habrá lugar en él siempre para acoger nuevos testimonios de víctimas aún desconocidas, así como nuevas perspectivas de análisis o de crítica que contribuyan a su reescritura continua. Por la articulación aquí presentada de las diferentes dimensiones del concepto de verdad al que se adhiere, la Comisión confía en que el suyo será un relato fidedigno. Lo es, no sólo en el sentido de fidelidad a los hechos, sino principalmente en el sentido de ser digno de fe, digno de crédito, para todos los peruanos y peruanas. La Comisión aspira a que la nación entera encuentre en él un sentido de lo ocurrido, y a que se reconozca tanto en la explicación de las causas como en las propuestas de refundación de nuestros vínculos sociales. De esa "verdad" habla la Comisión: de un relato fidedigno, éticamente articulado, científicamente respaldado, contrastado intersubjetivamente, hilvanado en términos narrativos, afectivamente concernido y perfectible.

5.2. La justicia

La más ostensible "verdad" que esta investigación ha puesto de manifiesto es que, en el contexto del conflicto, se han cometido en el país flagrantes injusticias. Desde la perspectiva ética que ha articulado el relato, la Comisión constata que, en el período analizado, y sobre un fondo histórico y secular de injusticias, se han violado principios y derechos fundamentales de las peruanas y de los peruanos: se ha destruido la vida y la dignidad de muchas personas, se ha negado su libertad, se han frustrado muchas de sus aspiraciones y de sus capacidades y, de modo más general, se han deteriorado los principios de convivencia social, llegándose a una situación de violencia y crueldad de proporciones insólitas. Los hechos puestos al descubierto por la investigación constituyen una negación ética de la justicia.

Es preciso, pues, restaurar, o instaurar verdaderamente, la justicia en nuestra sociedad. Siendo ésta una tarea compleja, debemos tener en claro cuáles son los criterios que le han de servir de orientación. En efecto, la justicia es ante todo un principio ético regulador de nuestra vida social y política, que expresa un ideal de convivencia humana en el que se respeten y se garanticen constitucionalmente derechos fundamentales como la dignidad y la inviolabilidad de la persona humana, la libertad individual, la igualdad de derechos y oportunidades, la equidad y la solidaridad. Estos principios y derechos, que nuestra propia constitución política consagra, son hoy universalmente reconocidos y pertenecen al patrimonio ético y al orden jurídico internacionales. La Comisión, además, tiene la convicción de que ellos deberían encarnarse en un modo de vida, en la sensibilidad de todos nuestros compatriotas, es decir, que deberíamos hacer de su ejercicio un compromiso personal y un hábito de conducta.

En la situación particular de nuestra sociedad, caracterizada por el tránsito de un estado de violencia y de un régimen corrupto y autoritario hacia un estado democrático de derecho, y en el contexto de las deliberaciones y las atribuciones de la Comisión, el principio ético de la justicia justicia se pone de manifiesto y se actualiza de diferentes maneras. En líneas generales, comprende las cuatro dimensiones siguientes: la moral; la judicial; la reparadora; y la política y social.

5.2.1. Sentido moral

En su sentido moral, la instauración de la justicia implica que se reconozcan los esfuerzos ya realizados y se hagan los que sean aún necesarios para esclarecer los hechos e investigar las causas de la violencia ocurrida en nuestro país. En tal sentido, la Comisión, al hacer entrega de su Informe Final, quiere contribuir a una forma de hacer justicia que satisfaga la demanda de explicación y de desagravio de muchos peruanos y, en última instancia, de la nación entera. La vigencia de la justicia implica pues que se preste debida atención al relato propuesto por la Comisión y que se haga un esfuerzo colectivo de reflexión sobre la responsabilidad que le compete a cada quien. Muchos hechos de violencia quedarán registrados y sobre sus responsables deberá caer una sanción moral, sin menoscabo de otras sanciones a que se hagan merecedores. Además, es preciso que todos reconozcamos la parte de responsabilidad que nos es propia.

5.2.2. Sentido judicial

En su sentido judicial, la instauración de la justicia implica que se hagan todos los esfuerzos posibles para perseguir y castigar a los culpables de las violaciones a los derechos humanos y de los actos de violencia perpetrados en el periodo bajo investigación. En esta línea la Comisión pone a disposición de los organismos competentes un conjunto de expedientes sobre cuya base deberán iniciarse los procesos judiciales respectivos. Debe buscarse que ninguna injusticia quede sin sanción y que se aplique a los responsables todo el rigor de la ley.

5.2.3. Sentido reparador

En su sentido reparador, la instauración de la justicia implica que se hagan todos los esfuerzos posibles para resarcir directamente a las víctimas de la violencia por los daños padecidos. Es la sociedad peruana misma la que debe asumir la responsabilidad de la tarea de reparación, y es el Estado el encargado de ejecutarla en representación de todos. Para ello, la Comisión le hace entrega de un programa de reparaciones que contempla diferentes medidas en favor de las víctimas, con la finalidad de subsanar de algún modo el daño que han sufrido, lo cual no va en perjuicio de otras reivindicaciones, igualmente justas, a las que puedan tener derecho.

5.2.4. Sentido político y social

En su sentido político y social, la instauración de la justicia implica que se hagan todos los esfuerzos posibles por reformar las instituciones de la sociedad a fin de que las relaciones sociales sean más equitativas, más democráticas y más solidarias, y a fin de que no se repita una tragedia nacional semejante. En términos estrictamente políticos, ella implica que se lleve a cabo una redistribución más equitativa del acceso al poder y, en términos sociales, que se ponga en práctica un régimen de efectiva igualdad de oportunidades para todas las peruanas y peruanos. Para que ello ocurra, deben combatirse de modo especial los rasgos de injusticia estructural de nuestra sociedad, principalmente los hábitos de discriminación, y debe respetarse la diversidad cultural que nos constituye como nación . cosas ambas consagradas por nuestra Constitución y reconocidas por tratados internacionales de los que el Perú es signatario. Inspirada en este sentido de la justicia, y en cumplimiento de su mandato, la Comisión propone un conjunto de reformas institucionales destinadas a afianzar la paz y la equidad en nuestra sociedad.

Por la diversidad de dimensiones que implica, la instauración de la justicia es una tarea de largo aliento para nuestro país. El esclarecimiento de la verdad y la sanción moral a los responsables; la sanción judicial a los culpables, ajena a toda arbitrariedad; la reparación de las víctimas y la propuesta de reformas institucionales son modos de expresión del principio ético de la justicia que la Comisión ha hecho suyo y que propone al país con la finalidad de refundar los vínculos esenciales de convivencia ciudadana. Es, en otras palabras, una propuesta de reconciliación nacional la que aquí se ofrece.

5.3. La reconciliación

La Comisión entiende por "reconciliación" la puesta en marcha de un proceso de restablecimiento y refundación de los vínculos fundamentales entre los peruanos, vínculos voluntariamente destruidos o deteriorados en las últimas décadas por el estallido, en el seno de una sociedad en crisis, de un conflicto violento, iniciado por el PCP Sendero Luminoso. El proceso de la reconciliación es hecho posible, y es hecho necesario, por el descubrimiento de la verdad de lo ocurrido en aquellos años . tanto en lo que respecta al registro de los hechos violentos como a la explicación de las causas que los produjeron . así como por la acción reparadora y sancionadora de la justicia.

La sociedad peruana en su conjunto, conmocionada por el descubrimiento de tan dolorosa verdad, ha de tomar conciencia, en primer lugar, de la complejidad del proceso que condujo a dicha situación y ha de extraer, además, las lecciones necesarias para que ello no vuelva a repetirse. No sólo ha de registrar la espiral de violencia y venganza desatada entonces, o el grave daño causado a muchas de sus víctimas, sino ha de advertir igualmente que la precariedad y la injusticia del vínculo social precedente contribuyeron a su posterior deterioro. Para que la reconciliación tenga sentido, deberán modificarse las condiciones en que se restauren los vínculos entre los peruanos.

La toma de conciencia de la magnitud del daño causado a nuestra sociedad debe llevarnos a todos a asumir parte de la responsabilidad, aun cuando ésta pueda y deba diferenciarse según grados. No sólo la acción directa de los protagonistas, sino también la complicidad silenciosa o la desidia de muchos han contribuido a su manera a promover la destrucción de la convivencia social. Debemos reconocer, pues, la naturaleza ética del compromiso por la reconciliación, es decir, debemos admitir que las cosas pudieron ocurrir de otra manera y que muchos no hicimos lo suficiente para que así fuese.

Por lo mismo, la reconciliación no puede consistir simplemente en restablecer la relación originaria, pues ella fue en cierto modo el caldo de cultivo del proceso perverso que condujo a su destrucción. Debemos extraer lecciones de la experiencia vivida: una vez reconocida nuestra responsabilidad colectiva, debemos empeñarnos en corregir y replantear las condiciones básicas de nuestra convivencia. La reconciliación debe consistir por eso en una refundación de los vínculos fundamentales, instaurando una nueva relación, cualitativamente distinta, entre todos los peruanos y peruanas. Debemos aspirar a crear un nuevo acuerdo social, un nuevo espacio compartido, en el que puedan estar realmente vigentes los derechos ciudadanos, y en el que rijan los principios del respeto a la dignidad de la persona, del pluralismo, del derecho a la diversidad, de la solidaridad y de la justicia. Es preciso, de parte de todos, un compromiso de buena voluntad para procesar el pasado y para imaginar un futuro de concordia. Si no se establece una sociedad verdaderamente pacífica, libre y justa, corremos el riesgo de retornar a las situaciones precarias de equilibrio que desataron el proceso violento del que queremos salir.

Si la verdad es una condición previa de la reconciliación, la justicia es al mismo tiempo su condición y su resultado. Ello es así porque, como hemos visto, la justicia tiene diferentes dimensiones, que es indispensable considerar y hacer respetar en su especificidad moral; judicial; reparadora; y política y social.

Por las razones indicadas, el compromiso con la reconciliación compromete a la sociedad peruana en su conjunto; es ella la que debe reconciliarse consigo misma. Y lo hará cuando, comenzando por el Estado, se instauren relaciones de reconocimiento recíproco que corrijan la discriminación social, económica, racial, cultural y de género, y cualquier otra forma de postergación, relaciones que hagan posible la refundación del acuerdo social entre todos. En tal sentido, la reconciliación comprende tres niveles: en el nivel político, es una reconciliación entre el Estado . incluyendo a las Fuerzas Armadas y Policiales . y la sociedad, y lo es también entre los partidos políticos, la sociedad y el Estado; en el nivel social, es una reconciliación de las instituciones y los espacios públicos de la sociedad civil con la sociedad entera, de modo especial con los pueblos indígenas, las regiones, las mujeres y los jóvenes, secularmente postergados; y en el nivel interpersonal, es una reconciliación entre los miembros de comunidades o instituciones que se vieron enfrentados a causa de la violencia generalizada. Es de esperar que este proceso de reconciliación halle un reflejo en la educación, en la familia, en los medios de comunicación, en el modo de funcionamiento de las instituciones civiles y políticas, y en la propia vida cotidiana de todas las peruanas y peruanos.

Si reconocemos nuestra responsabilidad en el daño causado a la sociedad y nos comprometemos a poner en práctica el proceso de la reconciliación, estaremos dando muestras de un verdadero arrepentimiento. Sería en tal sentido deseable que instituciones o personas directamente involucradas en los hechos de violencia hagan público reconocimiento de su culpa ante la sociedad, es decir, que pidan el perdón. Aunque sólo a las víctimas les corresponde, en definitiva, otorgarlo, la petición del perdón, acompañada de un sincero reconocimiento de la responsabilidad, sea ésta personal o institucional, puede ayudar a crear las nuevas condiciones de solidaridad que requiere la reconciliación nacional.

Finalmente, por la riqueza de dimensiones que encierra, la reconciliación es un proceso abierto y permanente, que hace las veces de una meta común para nuestra sociedad. Acercarnos a ella es una tarea de toda la ciudadanía.

6. Opciones metodológicas

Durante los años de la violencia los investigadores nacionales adquirieron una importante experiencia en las técnicas de reportar violaciones a los derechos humanos. En distintos momentos de aquel largo período, instancias como el Congreso de la República, la Defensoría del Pueblo y la sociedad civil llevaron a cabo investigaciones basadas en testimonios o en el acervo documentario estatal, y se crearon bases de datos comprehensivas en distintas instituciones. Sin embargo, ninguna de estas investigaciones tuvo que documentar y explicar un universo de fenómenos tan amplio y complejo como el encargado a la Comisión. Dada la peculiar naturaleza de los hechos por explicar, así como el impacto que nuestro trabajo tendría en seres humanos concretos, debieron tomarse decisiones metodológicas respaldadas por principios éticos fundamentales. Del mismo modo, debió tenerse en cuenta una gran variedad de disciplinas con el objeto de comprender cabalmente la complejidad y las dimensiones de la violencia de origen político.

El objeto de estudio encargado a la Comisión es, indudablemente, de naturaleza peculiar. Dentro del universo de las conductas humanas, la violencia constituye un inmenso reto para el investigador, pues se trata de una conducta no sólo irracional, que se resiste a las explicaciones o justificaciones, sino, además, de un accionar moralmente repugnante al grado de dificultar su comprensión. Los comisionados comparten con el resto del país la experiencia traumática de haber vivido la violencia de forma cotidiana, por lo que han debido mantener un delicado equilibrio entre dos riesgos simétricamente opuestos: por un lado, disolver la necesaria condena moral en un frío análisis formal y, por el otro, renunciar al análisis riguroso y desapasionado en razón de la comprensible indignación que los hechos provocan.

Lejos de ser una materia inerte, la violencia actúa sobre quienes la investigan suscitando en ellos experiencias traumáticas. No es tampoco un asunto confinado al pasado, pues sus consecuencias están aún entre nosotros y tienen un profundo impacto en nuestros juicios. La vigilancia epistemológica necesaria para una investigación rigurosa no puede ignorar que semejante objeto de estudio obliga al investigador a un profundo examen de conciencia y a reconocerse dentro de múltiples escenarios ocupados por victimarios y víctimas. De este modo, la investigación, además de constituir un esfuerzo de explicación de los hechos, no puede abstenerse de emitir un juicio ético y practicar un ejercicio auténticamente terapéutico y reparador.

La gran mayoría de los actores involucrados en el desarrollo de la violencia han alegado motivaciones políticas con el propósito de explicar o hasta de justificar sus actos. La Comisión, sin embargo, se rehúsa a otorgar validez o consistencia a la noción de "violencia política", a pesar de que sea un rótulo descriptivo ampliamente utilizado. Esa expresión es más bien un contrasentido, ya que la violencia, que es por definición la ruptura de todo esfuerzo comunicativo, no puede considerarse parte o continuación de una actividad . la política . que consiste precisamente en un proceso dialógico de construcción de acuerdos. Es preciso sostener, por ello, con firmeza que quienes atribuyen razones políticas a sus crímenes están profundamente equivocados, ya sea que hayan actuado con el fin de subvertir o de conservar el ordenamiento político del país. Medios como el asesinato, la violencia sexual, la tortura y otros similares contaminan irremediablemente los fines, por más elevados que éstos se proclamen.

Los actores políticos enfrentados en el conflicto han mantenido, sin embargo, la pretensión de justificar sus acciones o, por lo menos, de explicarlas en el contexto de estrategias de tipo político. La Comisión ha registrado sus testimonios observando una posición de imparcialidad, ha escuchado a los actores involucrados y estudiado a fondo sus razonamientos para llegar luego a conclusiones propias sobre la validez o invalidez de sus pretensiones. Así, la Comisión debió entrevistar a líderes y cuadros militares de los grupos subversivos armados, al igual que a los dirigentes políticos y jefes de las fuerzas de seguridad, con el fin de reconstruir la lógica de los participantes de esta tragedia. La imparcialidad formal, como instrumento de la investigación, jamás estuvo reñida, sin embargo, con la lealtad fundamental de la Comisión hacia la democracia ni con la solidaridad debida a las víctimas del conflicto. Para comprender la complejidad de la violencia en sus diferentes dimensiones - como hechos registrados, como resultado de estrategias determinadas racionalmente, como expresión de voluntades e interpretaciones subjetivas de seres humanos y como producto de amplios condicionamientos sociales - se debió recurrir al concurso de varias disciplinas y al acoplamiento de metodologías diversas.

Fue particularmente difícil tender puentes entre la construcción de una base de datos a partir de los testimonios, las exigencias del análisis jurídico y la reconstrucción histórica y política del conflicto. En efecto, el análisis empírico debía consignar hechos objetivos contrastando las versiones de múltiples testimonios, muchos de los cuales –aunque vívidos-eran fragmentarios y parciales. La forma de recolección de dichos datos no permite establecer automáticamente las motivaciones ni la voluntad de los agentes, lo cual es un elemento indispensable para la tipificación de hechos criminales a partir de los principios establecidos en los instrumentos de derecho.

Relacionar el análisis jurídico y el de los científicos sociales ha sido un reto difícil. La ciencia jurídica se orienta a la reconstrucción de la acción humana con la intención de contribuir a la acción penal. Sin embargo, la adjudicación de penas, propia de los organismos jurisdiccionales, no puede llevarse a cabo sin alcanzar altos estándares de certeza, porque la consecuencia de sus decisiones implica la suspensión de derechos fundamentales para las personas que son declaradas culpables. El proceso judicial debe identificar con precisión, y sobre la base de evidencias presentables ante una corte, si una conducta reúne los elementos objetivos y subjetivos que la hacen concordar con tipos penales previamente definidos. La reconstrucción histórica, en cambio, busca recomponer la racionalidad que el agente atribuyó a sus acciones, así como el resultado de la interacción de tal racionalidad con la acción de otros agentes en el marco de relaciones estratégicas y evaluaciones normativas complejas.

Por otro lado, es evidente que las fuentes del análisis histórico son más amplias que las del análisis jurídico, y que la narrativa que de ellas se desprende no conduce a la adjudicación de penas. No todos los relatos de las víctimas, no todas las pruebas documentales, no todos los testimonios que recibe el historiador, el antropólogo o el sociólogo son pertinentes o utilizables en una corte de justicia. Pero, aunque la ciencia social no pueda determinar si una conducta es o no criminal, puede, en cambio, reconstruir el contexto y la trama de realización de esa conducta, así como poner de manifiesto las decisiones estratégicas y normativas que le sirvieron de sustento.

Asimismo, la atmósfera afectiva generada por la presentación de la mayoría de sus testimoniantes, las víctimas, fue motivo de una reflexión de naturaleza psicológica. Es imposible valorar adecuadamente lo que las personas declaran sin comprender los complejos mecanismos con que funciona la memoria individual y cómo ésta procesa graves experiencias traumáticas. En miles de testimonios recogidos por los entrevistadores de la Comisión se aprecian narrativas desgarradas, permanentes retornos a la instancia del trauma, sublimaciones y justificaciones que nos hacen comprender que rendir testimonio no es solamente contribuir al esclarecimiento de un hecho, sino también una forma de procesar un duelo largamente postergado, un indispensable instrumento terapéutico. Un ejemplo puede servir para ilustrar este punto. En la audiencia pública celebrada en Huancavelica los días 25 y 26 de mayo de 2002, la ciudadana Olga Huamán refirió las circunstancias de la misteriosa desaparición de su esposo, Víctor Gonzalo, a manos de personas desconocidas. Es poco lo que un proceso judicial podría hacer por esta ciudadana en ausencia de testimonios de los perpetradores o de pruebas. Sin embargo, en la audiencia, ella tuvo la oportunidad de relatar una serie de sueños en los que creía haber recibido mensajes de su esposo, en que éste le relata su triste suerte y la reconforta en su dolor. Aunque los sueños de la señora Huamán no podrían considerarse como elementos probatorios de una conducta criminal, es evidente que nos dicen mucho sobre los mecanismos con los que las víctimas procesan el duelo y arrojan luces sobre cómo la cultura popular pugna por dar sentidos a la violencia experimentada.

Si bien es posible yuxtaponer distintas metodologías para investigar un objeto de estudio complejo, es muy difícil construir un auténtico enfoque multidisciplinario, en el que las fortalezas de cada disciplina coadyuven en un esfuerzo convergente. El Informe Final es tributario de los mejores empeños de la Comisión para lograr una genuina multidisciplinariedad a través de un eficaz control de consistencia entre los enfoques y los resultados de las distintas secciones.

Acaso una de las consecuencias más importantes de la actitud metodológica adoptada a raíz del mandato ha sido el convencimiento de que las víctimas no son sujetos pasivos, sin capacidad de reaccionar ante los hechos, sino seres humanos íntegros, con capacidad de acción e interpelación. Ni la vulneración de sus derechos ni los daños que les fueron infligidos han podido mellar su irreductible humanidad. Han sido capaces de optar y han prestado una valiosa contribución al relato sobre la reconstrucción de la nación en una medida que no podrá ser suficientemente enfatizada.

En directa relación con la necesidad de comprender el papel de todos los involucrados en el conflicto, la Comisión reconoció desde el principio que debía ejercer una permanente mirada crítica sobre sí misma. Era conciente de que, aunque buscaba arrojar luces sobre hechos largamente silenciados, habría aspectos de la violencia que serían más difíciles de mostrar que otros. La experiencia de las mujeres, por ejemplo, ha sido sistemáticamente subsumida en la de los hombres, y muchas veces los crímenes sufridos por ellas han sido ignorados tanto por la sociedad como por ellas mismas, que han preferido relatar las tragedias sufridas por sus seres queridos. La Comisión adoptó por ello, desde muy temprano, un enfoque de género que recorre de manera transversal todas sus investigaciones. Del mismo modo, ha tratado de ser sensible a las experiencias de grupos cultural y étnicamente discriminados, como las comunidades andinas y amazónicas, por lo que adoptó la política de emplear a un personal profesional originario de las zonas donde ubicó sus oficinas de campo, hablante de los idiomas nacionales y conocedores de los códigos culturales de cada región.

El trabajo metodológico debió confrontarse además con el carácter masivo de la información por recopilar. Miles de peruanos han sufrido la violencia o han sido testigos de actos de violencia; de ellos, diecisiete mil se acercaron voluntariamente a las oficinas de la Comisión a rendir su testimonio. La mayoría de ellos corresponden a víctimas de la violencia. Ese sesgo ha resultado inevitable, habida cuenta que los potenciales declarantes eran conscientes de que la Comisión tenía el encargo explícito de contribuir a la justicia, por lo que muchos perpetradores se abstuvieron de brindar sus testimonios.

De otro lado, la Comisión ha invertido sus mayores recursos humanos en obtener testimonios de las zonas rurales. Esto fue consecuencia directa de hipótesis iniciales sobre el carácter predominantemente rural del conflicto vivido, lo cual, si bien pudo luego comprobarse, determinó que los mecanismos de investigación fuesen particularmente eficaces para recoger las experiencias vividas en el campo pero relativamente menos útiles para reconstruir el conflicto en contextos urbanos, siendo necesario recurrir, en este último caso, a miles de entrevistas en profundidad a actores clave del conflicto.

En cualquier caso, el inmenso acervo documentario recopilado y producido por la Comisión, que sustenta la solidez del Informe Final, será íntegramente transferido a la Defensoría del Pueblo, en cumplimiento de su mandato fundacional (Presidencia del Consejo de Ministros, 2001a).

7. La Comisión y otras experiencias de justicia transicional

A pesar de que los hechos que se consignan en este Informe denuncian una grave situación de injusticia, es también necesario reconocer que el país ha cambiado. Una cultura de derechos y esperanzas se ha ido abriendo paso poco a poco, a veces de manera irregular y contradictoria. Sin embargo, el resultado ha sido que investigadores y víctimas hemos compartido un mismo lenguaje de derechos que nos une, además, a experiencias de parecida introspección que otras sociedades han llevado a cabo.

En efecto, no sólo el Perú ha cambiado; el mundo también lo ha hecho, como resultado de aceptar la responsabilidad por catástrofes similares a la nuestra. La memoria de crímenes colectivos ha sido, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, uno de los más poderosos elementos culturales que ha convencido paulatinamente a los Estados a admitir libremente limitaciones a su poder para consagrar un conjunto de principios que –independientemente de los fundamentos filosóficos o religiosos que se invoquen . consagra el ideal de una vida humana digna.

La doctrina de los derechos humanos es un imperativo moral que se ha ido transformando en acervo cultural de la humanidad, y ha tomado la forma de una obligación legal consagrada en un amplio cuerpo convencional y en la costumbre de los organismos jurisdiccionales nacionales e internacionales. El respeto a los derechos humanos no es un asunto de imagen nacional, de buenas intenciones o un mero instrumento pedagógico: es un poderoso contrapeso al ejercicio irresponsable de la razón estratégica por parte de los agentes políticos.

Esto es particularmente claro en los procesos de paz y en aquellas circunstancias que los científicos sociales han llamado "transiciones a la democracia" (O´Donnell y Schmitter, 1986). En tales situaciones, lo que es normativamente deseable suele verse como contrapuesto a lo que es pragmáticamente posible. En ocasiones, dicha contraposición se ha utilizado para justificar pactos por los que los nuevos gobiernos democráticos garanticen la impunidad de los antiguos líderes autoritarios, con el fin de mantener la paz social, como si la lucha por la justicia fuera solamente un hermoso pero inalcanzable ideal.

Lo cierto es que una transición democrática que renuncie a ajustar las cuentas del pasado y a establecer responsabilidades, tiene un profundo déficit de legitimidad. La Comisión está convencida de que el mantenimiento de la impunidad niega principios elementales de la democracia, puesto que consagra retroactivamente el crimen y establece diferenciaciones odiosas entre personas que debieran ser iguales ante la ley. Revisar el pasado, hacer justicia, reparar a las víctimas y comprometerse en un profundo programa de transformaciones institucionales y sociales (Organización de las Naciones Unidas, 1997) es la única garantía cierta para cimentar la lealtad de los ciudadanos hacia el régimen democrático, para desarrollar y modernizar el Poder Judicial y para promover la efectiva participación en la vida ciudadana de amplios sectores de la población secularmente marginados.

La Comisión ha estudiado con atención el problema de la justicia transicional en otras latitudes. El presente esfuerzo de clarificación histórica ha surgido casi veinte años después del poderoso informe Nunca Más (CONADEP, 1985) que documentó las sevicias cometidas por la dictadura militar argentina entre 1976 y 1983. En el tiempo transcurrido, las sociedades han ganado experiencia y encontrado estrategias útiles para enfrentar el problema de la impunidad. Hasta el año 2001, cuando se fundó en el Perú la Comisión de la Verdad y Reconciliación, se habían creado veintiún organismos similares en distintos países (Hayner, 2001); mal habría hecho la Comisión de no estudiar con atención dichas experiencias.

Pero del mismo modo que se han multiplicado los organismos ad hoc de clarificación histórica, se ha ampliado también el rango de las estrategias destinadas a hacer que los perpetradores respondan por sus crímenes. Cada vez más países alrededor del mundo se muestran dispuestos a activar mecanismos de jurisdicción universal para la investigación y enjuiciamiento de los más graves crímenes que ofenden la conciencia de la humanidad, en estricta aplicación de instrumentos internacionales tales como la Convención contra el Genocidio (1948) y la Convención contra la Tortura (1984). Reafirmando los principios establecidos en Nuremberg, los países han empezado a aplicar el principio de que nadie está por encima de la prohibición universal de cometer crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra o genocidio, y en particular que los jefes de Estado no gozan de inmunidad absoluta que los proteja del interés universal de castigar tales actos de barbarie (Regina vs Bartle ex parte Pinochet, y Regina vs. Evans ex parte Pinochet. 1999).

De igual manera, los países en donde se han vivido graves situaciones de violación generalizada o sistemática de los derechos humanos están empezando a encontrar estrategias legales capaces de vencer las trabas dejadas por instrumentos de impunidad. En Sierra Leona, al cabo de un largo proceso de negociaciones, se ha establecido un Tribunal Especial, con apoyo de la Organización de las Naciones Unidas, para juzgar a los perpetradores de las mayores atrocidades del conflicto ahí vivido, y se espera que pronto ocurra lo mismo en Camboya. En nuestro continente se llevan a cabo investigaciones judiciales efectivas sobre crímenes cometidos por regímenes autoritarios en Argentina, Chile, Guatemala y México, a pesar del obstáculo constituido por leyes de impunidad o por el tiempo.

En el caso de nuestro país, la lucha contra la impunidad ha sido llevada al Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos en múltiples ocasiones, dando como resultado sentencias que constituyen una útil herramienta de carácter jurídico. Esto es lo que ha ocurrido, en particular, con la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de la masacre de Barrios Altos, en la que se declaró la nulidad de las leyes de amnistía con las que se pretendía amparar a los acusados de este crimen:

Son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. (Chumbipuma Aguirre y otros vs. Perú. Sentencia del 14 de marzo de 2001).

Por último, la comunidad internacional ha dado un paso gigantesco en la lucha contra la impunidad al aprobar el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional en 1998. La Corte, que entró en vigor en julio de 2002, actuará cuando los sistemas nacionales de justicia, enfrentados a casos de genocidio, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, no estén dispuestos a llevar a cabo su tarea o no tengan la capacidad de hacerlo. La Corte tiene el poder de juzgar a los responsables de los más graves delitos sin hacer distinción alguna basada en el cargo oficial que ostenten, lo que la convierte en un poderoso elemento disuasivo frente a quienes pretendan ampararse en el poder político o militar para cometer crímenes.

Este vertiginoso desarrollo jurídico convence a la Comisión de la importancia de su misión, por medio de la cual se asegura el cumplimiento del deber del Estado de recordar la violencia del pasado para evitar su repetición, y se garantiza el derecho de la sociedad de conocer la verdad acerca de su historia. Al mismo tiempo, la Comisión sitúa su labor en el marco de una escena mundial que muestra rumbos inciertos. La cultura de los derechos humanos y la institucionalidad internacional que la sostiene son frágiles y reposan sobre el consenso de los Estados. En determinados momentos, como ha ocurrido al inicio de este siglo, el temor a la violencia puede generar una espiral de represalias que afecten la legalidad internacional y reduzcan las posibilidades de afianzar los derechos de los pueblos y los ciudadanos del mundo.

La Comisión expresa, pues, su esperanza de que la conciencia universal del respeto a la dignidad humana se robustezca y que la comunidad internacional consolide los instrumentos diseñados en la segunda mitad del siglo XX para defender la paz y la seguridad mundiales.

8. Exhortación final

Cumplido el tiempo que le fue asignado para la realización de las investigaciones, la Comisión hace ahora entrega al país de su Informe Final. Con la convicción de que todos los peruanos tenemos parte de responsabilidad sobre lo ocurrido, e incluyendo a sus miembros - por sus oficios y su propia condición de peruanos - entre los destinatarios del Informe, la Comisión exhorta y se dirige de modo particular:

A la nación: que nos dio el mandato de esclarecer los hechos de violencia y de proponer iniciativas para afirmar la paz y la concordia entre los peruanos . con la finalidad de rendirle cuentas sobre nuestro trabajo y de exhortarla a que haga suyo el Informe, tanto en lo que éste nos dice sobre nuestro pasado como en lo que nos propone para cambiar profundamente nuestra sociedad;

A las víctimas: que son quienes han sufrido más directamente la violencia y que, debiéndoles el país una explicación, han constituido el centro de preocupación de la Comisión - con la esperanza de que encuentren expresada su voz en el Informe y de que hallen también en él las razones que satisfagan sus demandas de justicia y de solidaridad;

A los miembros de las organizaciones subversivas: que son los principales responsables del proceso de violencia vivido en el país, pues lo iniciaron y emplearon, en mayor o menor medida, el método perverso del terror - para que, quienes aún persisten en esta ideología, recapaciten sobre las consecuencias de sus acciones, comprendan que la justicia no se logra a través de la violencia y hagan reconocimiento público de su responsabilidad;

A las Fuerzas Armadas y a la Policía Nacional del Perú: que, según se mostrará en este Informe, en su lucha por defender al Estado, que la sociedad reconoce, tuvieron miembros que perpetraron crímenes condenables, haciéndose corresponsables de graves violaciones de los derechos humanos - para que asuman su responsabilidad, redefinan el papel que les corresponde en la sociedad y en el Estado y recuperen su prestigio institucional;

A los poderes del Estado: que, en la historia reciente del país, según se mostrará en este Informe, tuvieron autoridades que:
-carecieron de una política coherente e integral para defender a la nación y permitieron, por acción u omisión, que en el país se violaran masivamente los derechos humanos;
-no ofrecieron al país, como era su deber, las leyes adecuadas que permitieran enfrentar de manera democrática a la subversión y que cohonestaron, en ocasiones, la impunidad para los criminales;
-administraron sin mayor cuestionamiento normas que pervertían la justicia y claudicaron, traicionando su autonomía, frente a poderes ajenos;
y que, de modo más general, no supieron cumplir cabalmente con su papel de conducir el rumbo político de la sociedad; poderes que, en la hora presente, tienen una directa responsabilidad en la transición democrática; específicamente, nos dirigimos:

Al Poder Ejecutivo: pues, teniendo la responsabilidad de la conducción del país, ha de dirigir la implementación de las recomendaciones del Informe, poniendo en práctica el programa de reparaciones, las iniciativas de reconciliación y las propuestas de reforma institucional;

Al Poder Legislativo: pues, teniendo la facultad de legislar, se halla en la obligación de tomar las medidas indispensables para hacer efectivas las propuestas de reforma institucional, el programa de reparaciones y las demás recomendaciones del Informe;

Al Poder Judicial y al Ministerio Público: pues, teniendo a su cargo la administración de la justicia en el país, habrá de continuar con las investigaciones de los delitos cometidos y habrá de seguir recibiendo las denuncias del caso, haciéndose cargo de los expedientes que les entrega la Comisión y abriendo los procesos judiciales que permitan sancionar a los culpables de los hechos de violencia;

A los partidos políticos: y a aquellos dirigentes de la época que, según se mostrará en este Informe, renunciaron a, o no lograron, asumir la grave responsabilidad de ofrecer al país caminos de paz y concordia y que guardaron frecuentemente silencio frente a la trágica historia que vivió nuestra sociedad, padecida también por muchos de sus miembros, así como a los partidos y dirigentes actuales - para que, considerando por sobre todo los altos intereses de la nación, asuman su responsabilidad y cumplan con el papel que les corresponde en la consolidación de la vida ciudadana;

A los medios de comunicación: porque, según se mostrará en este Informe, muchos de ellos, en los primeros años de la violencia, no cumplieron con su deber de informar con veracidad y de formar a la opinión pública, banalizando la tragedia padecida, silenciándola, simplificándola o convirtiéndola en espectáculo, y porque muchos otros, más adelante, sucumbieron de múltiples formas a la corrupción . para que asuman su responsabilidad y, revalorizando el poder de la palabra, expongan la verdad libres de prejuicios y sometimientos;

A las iglesias: que, según se mostrará en este Informe, si bien hicieron sentir muchas veces su orientación moral, en ocasiones también callaron sobre lo ocurrido - para que inculquen en los ciudadanos los valores y los principios de la tolerancia, la justicia y la solidaridad;

A las comunidades universitarias: las cuales, según se mostrará en este Informe, renunciando en ocasiones al sentido auténtico de la autonomía y claudicando ante los dictados de una ideología violentista, llegaron a ser atropelladas, perdiendo incluso a muchos de sus miembros - para que, a través del diálogo razonado y crítico, contribuyan a la reconstrucción del tejido social y a la orientación científica y democrática de los jóvenes;

A las asociaciones gremiales de empresarios y trabajadores: que, según se mostrará en este Informe, ya sea por indiferencia, por afán de lucro o por caer en las trampas de las ideologías, en muchos casos se desentendieron de los procesos que vivía nuestra sociedad o se hicieron cómplices de la guerra que azotó al país - para que extraigan las lecciones de esa historia y contribuyan de modo más decidido y solidario al proyecto de reconstrucción de la vida democrática;

A cada uno de los peruanos: porque todos hemos sufrido de diversas maneras el deterioro de nuestra convivencia, y porque llevamos en diferentes grados parte de la responsabilidad de lo ocurrido - para que hagamos un examen de conciencia sobre la importancia de contribuir a la consolidación de nuestra democracia y nos comprometamos en la tarea de la reconciliación nacional;

A la comunidad internacional: porque ella ha sido testigo del deterioro de la vida social y política del Perú - para que preste oídos al proceso de reflexión que la propia nación peruana está llevando a cabo, para que sea ahora también testigo del acto por el que el Perú decide refundar sus vínculos sociales fundamentales y nos brinde su colaboración en esta tarea.

Finalmente, la Comisión desea manifestar que este Informe Final es igualmente un tributo a todas las peruanas y todos los peruanos que cayeron como víctimas de la violencia, a quienes la padecieron y la siguen padeciendo, y a quienes de un modo u otro opusieron resistencia con honestidad, con dignidad y con sentido patriótico, dejándonos un testimonio de esperanza que habrá de servirnos de aliento en la reconstrucción de nuestra vida en común.

Bibliografía

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Chumbipuma Aguirre y otros vs. Perú. Sentencia del 14 de marzo de 2001. Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sentencia del 14 de marzo de 2001.
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Grupo de Trabajo Interinstitucional. "Anteproyecto de Decreto Supremo. Creación de la Comisión de la Verdad"
Hayner, Priscilla Unspeakable Truths. Confronting State Terror and Atrocity. Routledge, 2001.
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O'Donnell, Guillermo y Schmitter, Philippe. Transitions from Authoritarian Rule. Tentative Conclusions about Uncertain Democracies. John Hopkins, 1986
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Vargas Llosa, Mario et al., Informe de la Comisión Investigadora de los sucesos de Uchuraccay. Lima, 1983.

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