¿ Terrorismo o Rebelión ?

ANEXO Nº 3

SALVAMENTO DE VOTO EN EL FALLO DEL ARTÍCULO 127 DEL CÓDIGO PENAL, SOBRE
LOS ACTOS DEL COMBATE COMO INTEGRANTES DE LA REBELIÓN

En este salvamento igualmente se demuestra la incoherencia de la Corte Constitucional. No se puede entender la lógica con que se actúa para decir que los homicidios, lesiones, hurtos, etc. cometidos en un combate por los guerrilleros son delitos y a la inversa los mismos hechos realizados por los miembros de las Fuerzas Armadas son actos legítimos.

DECISIÓN

Por las razones anteriores, la Corte Constitucional, administrando justicia en nombre del pueblo y por mandato de la Constitución, resuelve:

Decláranse inexequibles el artículo 127 del decreto 100 de 1980 "Por medio del cual se expide el Código Penal" y el artículo 184 del decreto 2550 de 1988 "Por medio del cual se expide el Código de Justicia Penal Militar".

Cópiese, notifíquese, comuniqúese a quien corresponda, publíquese, insértese en la Gaceta de la Corte Constitucional y archívese el expediente.

Antonio Barrera Carbonell, Presidente; Jorge Arango Mejía, Magistrado; Eduardo Cifuentes Muñoz, Magistrado, Carlos Gaviria Díaz, Magistrado; José Gregorio Hernández Galindo, Magistrado; Hernando Herrera Vergara, Magistrado; Alejandro Martínez Caballero, Magistrado; Fabio Morón Díaz, Magistrado; Vladimiro Naranjo Mesa, Magistrado; Martha Victoria Sáchica de Moncaleano, Secretaria General

SALVAMENTO DE VOTO

Referencia: Salvamento de voto de la sentencia C-456 de 1997, que resuelve la demanda de un ciudadano contra el artículo 127 del Código Penal.

Con nuestro acostumbrado respeto, nos permitimos salvar nuestro voto de la presente sentencia, que declaró inexequible el artículo 127 del código penal, que establece que "los rebeldes o sediciosos no quedarán sujetos a pena por los hechos punibles cometidos en combate, siempre que no constituyan actos de ferocidad, barbarie o terrorismo". Según la Corte, esa norma es inconstitucional, por cuanto el código penal, que es una ley que puede ser aprobada por mayoría simple en el Congreso, consagra una amnistía general, anticipada e intemporal de los delitos cometidos en combate por los rebeldes y sediciosos, con lo cual vulnera el artículo 150 ordinal 17 de la Carta, que ordena que la concesión de estos beneficios tiene un procedimiento especial, pues debe hacerse con posterioridad a los hechos y por una mayoría cualificada de dos tercios de los miembros de las cámaras. Por tal razón, considera la Corte, el artículo acusado desconoce también el deber que tiene el Estado de proteger los derechos fundamentales de las personas, y en especial la vida, pues consagra una impunidad ex ante para todos los delitos cometidos por los rebeldes o sediciosos en combate, con lo cual viola, además, la igualdad, pues los derechos constitucionales de los miembros de la Fuerza Pública se encuentran desprotegidos penalmente frente a tales acciones delictivas. Finalmente, añade la sentencia, todo esto implica una violación al derecho y deber de la paz, que es de obligatorio cumplimiento, puesto que la exclusión de pena de los delitos cometidos en combate por los rebeldes no sólo incita al uso a las armas y santifica la guerra interna sino que, además, estimula la ferocidad de la confrontación, ya que "degrada a las personas que se enfrentan a la condición de enemigos absolutos". Estos beneficios punitivos en favor de los rebeldes, concluye entonces la Corte, son inadmisibles en una sociedad democrática y pluralista, como la que prefigura la Carta de 1991, en donde las personas tienen "canales múltiples para ventilar el disenso y buscar la transformación de las estructuras sociales, económicas y políticas". Por ello, señala la sentencia, "el ámbito del delito político no puede tener ya el mismo alcance que pudo tener en el pasado", lo cual explica, además, que "la tendencia que se observa en el mundo es la de no amparar bajo el concepto de delito político las conductas violentas".

A pesar de su aparente solidez, no podemos compartir las anteriores consideraciones de la Corte, las cuales no sólo reposan en múltiples equívocos y tienen serias inconsistencias argumentativas sino que, más grave aún, desconocen el modelo de delito político adoptado por la Constitución de 1991, que en ese punto no hace sino prolongar la tradición jurídica colombiana desde nuestras primeras constituciones. Por ello creemos que la decisión de la Corte es equivocada, pues se basa más en argumentos abstractos de filosofía política sobre la manera como las democracias deben responder a los alzamientos políticos armados, que en una interpretación adecuada del texto constitucional colombiano.

1. El discutible presupuesto de la sentencia: la amnistía y el indulto son el único privilegio constitucional del delito político.

La decisión de la Corte presupone que la eventual concesión de indultos o amnistías constituye el único beneficio que la Carta reconoce en favor del delito político. Así, a pesar de que la sentencia transcribe los artículos de la Constitución que establecen que no puede haber extradición por delitos políticos, y que éstos no generan en ningún caso inhabilidad para acceder a determinados cargos públicos (CP artículos 35, 150 ord. 17, 179 ord. 1, 232 ord. 3, 209 y artículo transitorio 18), lo cierto es que no existe en la parte motiva la más mínima consideración acerca del efecto de esas normas superiores sobre el alcance del delito político y de su punibilidad. Lo único que dice la Corte es que esas normas, por tratarse de excepciones, deben ser interpretadas restrictivamente. Sin embargo, este argumento no es convincente, pues incluso si aceptamos, en gracia de discusión, que esas disposiciones son excepciones -lo cual no es totalmente claro-, de todas maneras una cosa es determinar restrictivamente el sentido de una norma, y otra muy diferente es ignorar su existencia, que es lo que en el fondo hace la sentencia.

La Corte se centró entonces exclusivamente en el problema de la amnistía y el indulto, con lo cual olvidó las otras disposiciones constitucionales relativas al delito político. Y se trata, a nuestro parecer, de una omisión que no es tangencial sino que representa un elemento esencial de la argumentación de la sentencia, la cual está construida sobre el sistemático silencio acerca del alcance de las normas constitucionales que establecen que el tratamiento favorable al delito político va más allá de la posibilidad de que esos hechos punibles sean eventualmente amnistiados o indultados. En efecto, si las normas sobre amnistía e indulto fueran la única referencia que la Constitución hace al delito político, entonces la tesis de la Corte podría tener algún sustento. Así, en gracia de discusión, podría aceptarse que en tal caso, y en virtud del principio de igualdad, los comportamientos delictivos de los rebeldes y sediciosos deberían ser sancionados como los de cualquier delincuente, por lo cual podría no ser legítima una norma que excluyera de pena los delitos cometidos en combate. Además, si así estuviera redactada nuestra Constitución, la única razón para atribuir un carácter político a un hecho punible sería permitir su eventual indulto o amnistía, por lo cual podría ser razonable exigir que fuera la ley de amnistía o de indulto, ex post facio, y con una mayoría calificada, la que definiera cuáles son los hechos punibles que quedan excluidos de pena. Sin embargo, lo cierto es que nuestra Carta no se limita a señalar que los delitos políticos pueden ser indultados o amnistiados sino que confiere a los autores de esos hechos punibles otros beneficios.

La sentencia ignora entonces que la Constitución establece una doble prerrogativa en favor del delito político. De un lado, estos hechos ilícitos pueden ser indultados o amnistiados, privilegio político eventual, que es el único que toma en consideración el análisis de la Corte. Pero de otro lado, tales delitos no generan inhabilidades para desempeñar ciertos cargos oficiales altamente cualificados, ni pueden dar lugar a la extradición, con lo cual la Carta establece unos beneficios jurídicos directos en favor del delincuente político, los cuales no están sujetos a una eventual amnistía o indulto sino que ocurren en todos los casos en que se comete un delito político, como la rebelión o la sedición. Así, un rebelde que haya cumplido su pena y que no haya cometido otros delitos dolosos, puede, conforme a la Constitución, llegar a ser congresista o magistrado de las altas cortes.

Esta omisión debilita entonces la argumentación de la Corte, ya que la Corporación debió mostrar que la decisión de inexequibilidad del artículo acusado era compatible con todas las normas constitucionales que regulan el delito político, y no sólo con las relativas a la amnistía y el indulto, pues es obvio que si la sentencia contradice algunas de esas otras disposiciones, entonces en principio debe ser considerada jurídicamente incorrecta. En efecto, el deber más elemental de un juez es que sus decisiones al menos no contradigan el sentido normativo de las normas que pretende aplicar.

Con todo, algunos podrían considerar que esta debilidad argumentativa, si bien puede restar fuerza persuasiva a la sentencia, no afecta su corrección jurídica, pues la decisión de la Corte no contradice las disposiciones constitucionales según las cuales el delito político no genera inhabilidades, ni puede dar lugar a extradición. Un primer interrogante surge entonces: ¿es la decisión de la Corte congruente con esos mandatos de la Carta? Y para nosotros la respuesta es negativa, como lo mostraremos a continuación.

2. La sentencia contradice las normas que no sólo autorizan sino que ordenan un tratamiento punitivo benévolo de los delitos políticos.

Imaginemos el siguiente ejemplo: unos rebeldes, que por definición son personas que se alzan en armas contra el régimen constitucional, efectúan unos combates contra unas patrullas militares, en los cuáles mueren varios soldados y son destruidas algunas tanquetas. Supongamos igualmente que también muere en esos combates un asesor militar extranjero, y que tal conducta ha sido establecida como causal de extradición con el respectivo Estado. Supongamos finalmente que se captura a dos de los insurrectos, Pedro Pérez y Juan Rodríguez, y que se prueba que el primero fue quien dio muerte al asesor militar extranjero durante el combate y que el segundo destruyó una de las tanquetas. En tales circunstancias, y con base en la declaratoria de inexequibilidad del artículo 127 del estatuto penal, llegaríamos a la siguiente paradójica situación: Pedro Pérez podría ser extraditado al otro país por el homicidio del asesor extranjero, pues éste sería un delito no político, a pesar de ser una consecuencia directamente relacionada con la rebelión. Y Juan Rodríguez, después de cumplir su pena, no podría nunca ser congresista o diputado, por haber sido condenado por un hecho punible con pena privativa de la libertad distinto de los delitos culposos y de los delitos políticos. En efecto, el señor Rodríguez habría sido sancionado también por daño en cosa ajena, pues la destrucción de bienes físicos durante un combate es, a partir de la sentencia de la Corte, un delito autónomo, que no se subsume ni en la rebelión ni en la sedición.

Esas ineludibles consecuencias de la decisión de la Corte nos parecen por lo menos muy problemáticas, pues restan toda eficacia normativa a las normas constitucionales que prohiben la extradición en caso de delito político, o que señalan que esas conductas punibles no generan inhabilidades, por la sencilla razón de que es inevitable que los rebeldes y sediciosos cometan, como consecuencia de su delito político, otras conductas ilícitas. En efecto, si la esencia de la rebelión y la sedición es alzarse en armas, en ambos casos los sujetos activos de estos delitos tienen la pretensión de atacar a la Fuerza Pública estatal con el fin de derrotarla, pues no otra es la finalidad de una insurrección armada. Por ende, los rebeldes o sediciosos causarán, como consecuencia de los combates, daños en los bienes de otros, así como muertes y lesiones personales a los miembros de la Fuerza Pública, pues tales son las inevitables y dolorosas consecuencias de un levantamiento en armas. En tales circunstancias, la inexequibilidad de la norma demandada, según la cual esos delitos no eran punibles si se cometían en combate, equivale a una derogación de las disposiciones constitucionales que conceden un tratamiento privilegiado al delito político, diverso a la eventual amnistía o indulto, pues, ¿qué sentido tiene que la Constitución señale que no genera inhabilidad ser condenado por rebelión, si la inhabilidad surge de los otros hechos punibles que inevitablemente se cometen durante los combates? ¿O es que la Corte está imaginando un alzamiento armado sin combates? Esto seria a lo sumo un desfile militar de protesta, pero no una rebelión.

Por las anteriores razones creemos que la Constitución no sólo autoriza sino que incluso exige un tratamiento punitivo benévolo en favor de los rebeldes y sediciosos, el cual, como acertadamente lo señala uno de los intervinientes en el proceso, implica la conexidad, vale decir la absorción de los delitos comunes cometidos en combate por el delito político. En efecto, la penalización, como delitos autónomos, de los homicidios, las lesiones o los daños en cosa ajena, que inevitablemente se producen durante los enfrentamientos armados, hace que sea, en la práctica, imposible el privilegio punitivo del rebelde. Este aspecto ha sido reconocido desde antaño, pues el artículo 139 del Código Penal de 1936 ya disponía un trato especial para los delitos políticos, lo que incluso contaba con el respaldo de la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, quien manifestó:

"Mas, también ése es el sentido obvio y natural de las expresiones que la ley emplea para consagrar los delitos políticos, cuando requiere el propósito específico de derrocar al gobierno legítimo, o de cambiar en todo o en parte el régimen constitucional existente, o de impedir el funcionamiento normal del régimen constitucional o legal vigente, o de turbar el pacífico desarrollo de las actividades sociales. Y eso es lo que en forma patente acredita también la circunstancia de que las infracciones comunes que se realicen durante un movimiento subversivo, tales como incendio, homicidio y lesiones causadas fuera de un combate y, en general, los actos de ferocidad y barbarie, se sancionan por separado, acumulando, con excepción, las penas" (1)

Así se desprende con claridad de los propios debates que antecedieron la expedición del código penal de 1980, del cual hace parte la norma demandada. En efecto, en la comisión redactora del anteproyecto de 1974, uno de los comisionados se opuso a la exclusión de pena, por considerar que si bien tal figura "tiene su origen en el derecho de gentes", no debería aprobarse pues "terceras personas pueden ser sujetos pasivos de esta clase de delitos y no encuentro razón valedera para afirmar que esas terceras personas deben ser víctimas de una impunidad que introduce el legislador". Todos los demás comisionados se opusieron a ese argumento, pues consideraron que sin la exclusión de pena de los delitos en combate, no podría conferirse un tratamiento benigno al delito político. Bien conviene transcribir ín extenso las réplicas de esos eminentes penalistas, pues aclaran el sentido de la figura de la conexidad. Así, el doctor Alfonso Reyes Echandía señaló al respecto:

"Si la rebelión y la sedición llevan ínsito el combate, resulta difícil pensar en una figura de esta naturaleza en la que no se produzcan necesariamente, otras adecuaciones típicas, que por lo general serán el homicidio y las lesiones personales. En el fondo no se está consagrando impunidad alguna, sino que se está aceptando una realidad y es la que el combate, para que sea tal, conlleva otros resultados, por su misma naturaleza; de lo contrario, no deberíamos hablar de 'alzamiento en armas".

Por su parte, el doctor Luis E. Romero Soto agregó:

"Lógicamente que no es éste el momento ni el lugar para exponer íntimas convicciones: pero por lo menos se puede dejar en claro que la rebelión supone la absoluta inconformidad con un sistema y que el cambio para quien se rebela, no puede producirse sino mediante el alzamiento en armas. Se ha dicho que la rebelión es el recurso de los pueblos oprimidos. Pues bien, si los rebeldes triunfan, nada habrá pasado, pero si son vencidos, sería excesivo que se les castigara por los hechos que son de la esencia del combate".

Finalmente, el doctor Jorge Gutiérrez Anzola concluyó:

"El delito político, como lo es la rebelión, debe tener ciertos privilegios en cuanto a la punibilidad. Sería muy difícil que nos detuviéramos a discutir si se trata de un fenómeno de complejidad de delitos, de un concurso simplemente, o si se trata de hechos que son de la naturaleza de la rebelión o de la sedición. También sería muy dispendioso que nos entrabáramos en una discusión acerca de si se trata de una causal excluyente de punibilidad especial, o si se trata de un fenómeno simplemente pragmático. Yo creo, frente a la realidad en la aplicación de la ley para los casos concretos, que si se exigiera la imposición severa de la ley penal a todos los hechos o actos conexos con la rebelión, sería necesario aplicar casi todo el Código. Los rebeldes, lógicamente, se asocian para delinquir, ellos muchas veces usan prendas militares y documentos falsos, violan domicilios, en veces calumnian o injurian, todo dentro de ese alzamiento en armas.

Por ello, creería conveniente que se estructura una norma en la que se dijera que no estarán sometidos a pena los rebeldes y los sediciosos que realicen hechos punibles en razón del combate". (2)

A estas consideraciones normativas, hay que agregar además un argumento táctico evidente, y es que, no es posible, en un combate, individualizar responsabilidades, y tal individualización, en materia penal, es inexcusable. Lo único que puede establecerse es quiénes se han alzado en armas y aun quiénes han participado en un enfrentamiento armado, a fin de imputarles a cada uno de ellos el delito de rebelión o de sedición. Pero no es factible acreditar probatoriamente bajo esa circunstancia, quién mató a quién o quién lesionó a quién y con qué intención. Parece una dificultad insuperable determinar, con fuerza de verdad asertórica, quién, individualmente, (en un combate) es el autor de un hecho punible distinto de aquél que, por sí mismo, constituye la rebelión o la sedición.

En síntesis, la conexidad es el símbolo inequívoco de la complejidad táctica del delito político, así como del hecho de que éste es reconocido y diferenciado favorablemente de otras conductas delictivas en materia punitiva, de lo cual se desprenden dos consecuencias esenciales.

De un lado, resulta evidente la debilidad del argumento de la Corte, según el cual la exclusión de pena por los delitos cometidos en combate por los rebeldes o sediciosos es una amnistía anticipada, con lo cual, según la sentencia, perdería "sentido una eventual amnistía o indulto que cobije a los delitos políticos y a los delitos conexos, como quiera que éstos últimos, desde su comisión, estarán exentos de sanción. La ley penal ordinaria, se limita a refrendar la violencia y a anticiparse a la decisión política de la amnistía o indultos futuros". Esta aseveración es totalmente inexacta, y deriva del error de la Corte de creer que la eventual amnistía es el único beneficio para los delitos políticos puesto que, como ya lo vimos, la exclusión de pena no prefigura una amnistía futura, la cual puede perfectamente no ocurrir, sino que constituye el dispositivo necesario para penalizar benévolamente la rebelión, tal y como lo autoriza la Carta. Uno de los principales fundamentos de la sentencia pierde entonces todo valor.

De otro lado, la decisión de inexequibilidad del artículo 127 del estatuto penal contradice las normas constitucionales que señalan que los delitos políticos no generan inhabilidades, ni son susceptibles de extradición, por cuanto tales normas ordenan -o al menos autorizan- un tratamiento punitivo benévolo a esas conductas, el cual requiere la exclusión de pena de los delitos cometidos en combate.

3. Delito político, combatientes y Derecho Internacional Humanitario en la tradición constitucional colombiana.

Las anteriores no son las únicas debilidades de la sentencia. Según nuestro criterio, la Corte también ignora la tradición jurídica colombiana relativa al alcance del delito político y al tratamiento favorable al mismo, y eso es grave, pues esa tradición fue recogida y profundizada por el Constituyente de 1991. Para demostrar lo anterior resulta pertinente que nos interroguemos sobre qué es delito político y cuál ha sido la respuesta del ordenamiento jurídico colombiano al respecto.

Así, los criterios para tipificar el delito político pueden reducirse a dos: objetivo y subjetivo.

El primero atiende, para la construcción de la figura delictiva, al bien jurídico que pretende amparar: esencialmente al régimen constitucional, circunscribiendo la delincuencia política a las conductas que el propio legislador juzga lesivas de dicho bien. Tal el caso del Código Penal colombiano que en el título II del libro 2°, tipifica la rebelión, la sedición y la asonada como "delitos contra el régimen constitucional".

El segundo atiende sólo (o primordialmente) al móvil que anima al agente en el momento de perpetrar el hecho, independientemente del objeto jurídico inmediatamente vulnerado. Por ejemplo, un magnicidio cometido por una persona, sin relación alguna con un movimiento rebelde o sedicioso, pero por motivos político- sociales, encuadraría dentro de la mencionada categoría, aun cuando las instituciones estatales no resultan más vulneradas de lo que resultan con la comisión de cualquier delito común. Fue ése el derrotero indicado por la Escuela Positiva Penal.

En nuestro sistema prevalece, sin duda, el criterio objetivo pero en armonía con un ingrediente teleológico, a saber: que el alzamiento en armas tenga como propósito el derrocamiento del gobierno o la modificación del sistema vigente, es decir, que el móvil que informe la conducta de los alzados en armas sea inequívocamente político, razón de ser del tratamiento benévolo que para ellos se consagra. Tal propósito específico es elemento constitutivo del tipo y se constituye en el símbolo de esta categoría delictiva.

Sobre los criterios consagrados en nuestro ordenamiento para distinguir el delito político del común y la justificación de dar al primero un tratamiento más benévolo que al segundo, se ha pronunciado ya la Corte en múltiples ocasiones. Un buen ejemplo se encuentra en la sentencia C-009 de 1995, donde -con ponencia del Magistrado Vladimiro Naranjo Mesa- dijo la Corporación:

"El delito político es aquél que, inspirado en un ideal de justicia, lleva a sus autores y copartícipes a actitudes proscritas del orden constitucional y legal, como medio para realizar el fin que se persigue. Si bien es cierto el fin no justifica los medios, no puede darse el mismo trato a quienes actúan movidos por el bien común, así escojan unos mecanismos errados o desproporcionados, y a quienes promueven el desorden con fines intrínsecamente perversos y egoístas. Debe, pues, hacerse una distinción legal con fundamento en el acto de justicia, que otorga a cada cual lo que merece, según su acto y su intención".

Y en la sentencia C-171 de 1993, con ponencia del mismo Magistrado, había dicho:

"La Constitución es clara en distinguir el delito político del delito común. Por ello prescribe para el primero un tratamiento diferente, y lo hace objeto de beneficios como la amnistía o el indulto, los cuales sólo pueden ser concedidos, por votación calificada por el Congreso Nacional, y por graves motivos de conveniencia pública (artículo 50, numeral 17), o por el gobierno, por autorización del Congreso (artículo 201, numeral 2°). Los delitos comunes en cambio, en ningún caso pueden ser objeto de amnistía o de indulto. El perdón de la pena, así sea parcial, por parte de autoridades distintas al Congreso o al gobierno, autorizado por la ley, implica un indulto disfrazado".

Esto muestra que desde que nuestro país se constituyó en república independiente bajo el influjo -entre otras, de la filosofía que inspiró la "Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano"- ha sido casi una constante en sus Constituciones y en sus leyes penales, el tratamiento diferenciado y generalmente benévolo del delito político. Al respecto pueden citarse como ilustrativos algunos hechos: la ley del 26 de mayo de 1849 eliminó la pena de muerte, vigente entonces en el país, para los delitos políticos; la Constitución de 1863 la abolió para todos los hechos punibles, pero cuando la Carta del 86 la reimplantó, en su artículo 30, excluyó expresamente los delitos políticos. Es decir; que mientras la pena capital fue abolida para todos los delitos sólo en el Acto Legislativo de 1910, para los delitos políticos ya lo había sido desde 1849. El Código Penal de 1936, que acogió el criterio "peligrosista" del positivismo italiano, disminuyó notablemente las penas contempladas para los delitos políticos en el Código de 1890, con la tesis, tan cara a Ferri y Garófalo, de que los delincuentes político sociales, por las metas altruistas que persiguen, no son temibles para la sociedad. Así mismo, cabe recordar que el artículo 76, ordinal 19, de la anterior Constitución facultaba al Congreso para conceder amnistía por delitos políticos, y el 119, ordinal 4 autorizaba al Presidente a conceder, de acuerdo con la ley, indulto por ese mismo tipo de infracciones.

Dicha tradición sólo vino a sufrir una modificación radical en la década de los 70, y muy especialmente en el decreto 1923 de 1978 -de Estado de sitio-, conocido como "estatuto de seguridad" en el que la pena para la rebelión que era de seis meses a cuatro años de prisión, se cambió por presidio de 8 a 14 años (igual a la del homicidio). Dentro de esa misma tendencia autoritaria, instrumentada casi invariablemente a través de decretos de Estado de sitio, debe citarse la atribución de competencia a las cortes marciales, para juzgar a los sindicados de delitos políticos, proscrita de manera expresa por la Carta del 91.

Por último conviene resaltar, que la definición de delincuente político en Colombia se ha estructurado, como bien lo indican algunos intervinientes, y como lo han mostrado importantes investigaciones históricas sobre el tema (3), en tomo a la noción del combatiente armado, por lo cual las definiciones del Derecho Internacional Humanitario han jugado un importante papel. El rebelde es entonces en nuestro país un combatiente que hace parte de un grupo que se ha alzado en armas por razones políticas, de tal manera que, así como el derecho internacional confiere inmunidad a los actos de guerra de los soldados en las confrontaciones interestatales, a nivel interno, los hechos punibles cometidos en combate por los rebeldes no son sancionados como tales sino que se subsumen en el delito de rebelión. Y es obvio que así sea, pues es la única forma de conferir un tratamiento punitivo benévolo a los alzados en armas. Así, durante el siglo XIX, la doctrina, la legislación y la jurisprudencia concluyeron que la única manera de conferir penas más leves a los alzados en armas era considerar que la rebelión era un delito complejo, de suerte que los otros hechos punibles cometidos en función del combate armado, quedaban subsumidos, como delitos medios, en la rebelión como tal. Tal fue la fórmula adoptada, durante la Regeneración, por el código penal de 1890, el cual señalaba, en su artículo 177 lo siguiente:

"Se considerarán como parte de la rebelión los actos consiguientes al objeto de este delito, como ocupación de armas y municiones, llamamiento de hombres al servicio de las armas, separación de sus funciones a los encargados de la autoridad, ejercicio de las funciones atribuidas por las leyes a los diferentes empleados o autoridades, resistencia a viva fuerza a las tropas que obran a nombre de la autoridad pública y finalmente, distribución y recaudación de contribuciones de carácter general, en las cuales se grave a los individuos sólo en consideración a su riqueza".

Durante el siglo XX, el tratamiento punitivo favorable se realizó en nuestro país instituyendo la conexidad o exclusión de responsabilidad por los delitos cometidos en combate por los rebeldes o sediciosos, que es un dispositivo jurídico que cumple la misma función que la definición del delito político como una conducta compleja, que subsume los otros hechos punibles. Así lo estableció el artículo 141 del estatuto penal de 1936 y la norma demandada en la presente ocasión.

La tradición jurídica colombiana relativa al delito político puede entonces ser resumida así: distinción entre delito político y común con base en un criterio predominantemente objetivo, en armonía con elementos teleológicos; tratamiento favorable a estos hechos punibles; caracterización del delincuente político como combatiente armado, a la luz del Derecho Internacional Humanitario o, según la terminología de la Constitución de 1886, del derecho de gentes. Y en todo ello juega una papel esencial el dispositivo de la conexidad. Por ello creemos que la presente sentencia, al retirar del ordenamiento la exclusión de pena de los delitos cometidos en combate por rebeldes y sediciosos, desestructura totalmente la noción de delito político, tal y como había sido entendido hasta ahora por nuestra cultura jurídica. Ahora bien, según nuestro criterio, al desconocer esa tradición, la Corte no ha hecho una innovación jurisprudencial sino que ha cometido un error hermenéutico de talla, pues si bien la Constitución de 1991 no define el alcance del delito político, resulta razonable pensar que no hubo la intención de apartarse del concepto dominante en esta materia, por las siguientes razones: de un lado, por el origen y la composición de la Asamblea Constituyente, pues ésta surge de procesos de paz exitosos y participan en ella antiguos combatientes guerrilleros, que se habían beneficiado del tratamiento benigno al delito político, por lo cual es lógico pensar que ese cuerpo quiso mantener la concepción de delito político existente en ese entonces. De otro lado, no existe en los debates de la asamblea ningún cuestionamiento al tratamiento del delito político y a la figura de la conexidad, a tal punto había consenso en esa materia. Finalmente, el propio texto constitucional es indicativo de esa voluntad de preservar la definición tradicional de delito político, no sólo por cuanto la Carta mantiene la distinción entre delito político y delito común sino también por la constitucionalización del Derecho Internacional Humanitario. En efecto, si en Colombia la noción de rebelde y la figura de la exclusión de pena de los delitos en combate había sido construida a la luz del derecho de los conflictos armados, resulta absurdo pensar que la Carta de 1991, que preceptúa que "en todo caso se respetarán las reglas del Derecho Internacional Humanitario", haya pretendido prohibir el dispositivo de la conexidad, que se desprende naturalmente del derecho de la guerra. Resulta mucho más razonable concluir, como lo sugieren algunos de los intervinientes, que la constitucionalización del derecho humanitario implica no sólo la prohibición de ciertas conductas en las hostilidades sino, además, la necesidad de consagrar legalmente la exclusión de pena de los delitos cometidos en combate, siempre que no constituyan actos de ferocidad o barbarie, figura que constituye a nivel del derecho interno el equivalente jurídico de la no punibilidad de los actos de guerra en las confrontaciones internacionales.

Por todo lo anterior, concluimos que la inexequibilidad del artículo demandado no sólo rompe la tradición jurídica colombiana sobre el tema sino que -y eso es lo grave en este caso- desconoce el concepto de delito político que surge de la Constitución. En efecto, tanto el análisis de las normas constitucionales específicas que se refieren al delito político y al derecho humanitario, como el estudio de la tradición preconstituyente sobre el tema, conducen a una sola conclusión: la Carta de 1991 ha establecido un modelo muy depurado de tratamiento diferenciado y benigno para el delito político, a tono con la filosofía democrática que le sirve de sustrato, modelo que implica, o al menos autoriza, la exclusión de pena para los delitos cometidos en combate por los rebeldes y sediciosos.

4. La debilidad de los otros argumentos de la sentencia y la demanda.

En los anteriores párrafos hemos mostrado que la decisión de inexequibilidad de la norma acusada contradice el concepto constitucional de delito político, así como los preceptos de la Carta que prohiben la extradición por tales delitos y los excluyen como causal de inhabilidad para acceder a determinados cargos públicos. Así las cosas, y conforme a la llamada demostración por el absurdo, o "reducción al absurdo", las anteriores razones parecen suficientes para concluir que la norma acusada debió ser mantenida en el ordenamiento. En efecto, conforme a esta forma argumentativa, si asumimos una determinada tesis "p" y mostramos que ésta conduce a resultados contradictorios, absurdos o inaceptables, entonces debemos concluir que la tesis válida es la negación de la premisa de partida, esto es, la proposición "no p". Es pues lógico concluir que la Corte debió declarar la exequibilidad de la disposición impugnada.

Con todo, se puede considerar que nuestros anteriores argumentos no son suficientes. Según tal criterio, si bien la decisión de inexequibilidad puede ser aparentemente inconsistente con las normas constitucionales que señalan que los delitos políticos no permiten la extradición ni generan inhabilidades, no por ello se debía mantener en el ordenamiento la disposición acusada, por cuanto pueden existir otras razones constitucionales de mayor peso en favor de la inconstitucionalidad de esa norma.

Reconocemos que esta objeción puede tener sustento, ya que las normas constitucionales suelen entrar en conflicto, por lo cual no basta para invalidar una opción hermenéutica que se demuestre que ésta no es totalmente consistente con una o varias normas aisladas, puesto que la interpretación cuestionada puede encontrar un sólido sustento en otras normas constitucionales, que tengan mayor fuerza normativa en el caso concreto. Sin embargo, esto no sucede en la presente ocasión, pues una vez presentado el tratamiento privilegiado que la Constitución confiere al delito político, las otras razones invocadas por la Corte o el demandante para sustentar la inexequibilidad de la norma acusada, no son convincentes, como se verá a continuación:

En primer término, la sentencia y el actor sostienen que la norma implicaba un trato discriminatorio, desventajoso, para los miembros de la fuerza pública cuyos derechos a la vida, a la integridad física y al trabajo quedaban sin protección, en contra de lo dispuesto por la normatividad superior y por los instrumentos internacionales que hacen parte del bloque de constitucionalidad. Pero este argumento no es válido, pues no es cierto que no se consagre pena alguna para los hechos punibles ocurridos "en combate". Se prevé como imponible, la establecida para el delito de rebelión o sedición, según el caso. Y no puede ser de otro modo, por las razones que atrás quedaron consignadas. Pero es más: de lo que la conexidad implica no puede inferirse que el legislador tenga en menos estima el derecho a la vida y a la integridad de los miembros de la fuerza pública que el de los restantes miembros de la comunidad. Lo que sucede es que, por fuerza de las cosas, quien hace parte de las fuerzas armadas tiene el deber, constitucional y legal, de combatir a los rebeldes y sediciosos y tal deber comporta un riesgo mayor para su vida y su integridad personal que el de quienes no tienen ese deber profesional. El militar y el policía se definen en función de la actividad altamente valiosa pero fatalmente azarosa que cumplen: prevenir desórdenes y reprimir alzamientos. Y dicha actividad la despliegan, precisamente, para proteger los derechos de los demás ciudadanos, quedando los suyos más expuestos que los de las demás personas. El Estado no se desentiende de ellos pero no puede protegerlos con la misma eficacia que los de otros porque es inevitable que quien tiene por oficio la defensa de los derechos ajenos, arriesga sensiblemente los propios. Y no puede ser de otro modo, en lo que hace al aspecto táctico, porque se requeriría entonces otro ejército que protegiera al ejército y otra policía que protegiera a la policía y así sucesivamente hasta el absurdo.

Y en lo que hace relación a la mayor benevolencia normativa, lo cierto es que tí se adoptara la misma dialéctica del demandante y de la sentencia, podría contraargüirse que también se discrimina desfavorablemente a los rebeldes y sediciosos, en tanto que titulares del derecho a la vida y a la integridad personal, que sin duda lo son, cuando no se dispone investigar, ocurrido un combate, cuál de los miembros de la fuerza pública hirió o dio muerte a un combatiente, a fin de establecer si el hecho es justificado o hay lugar a imposición de pena.

Por eso el Derecho Internacional Humanitario, pensado y puesto para situaciones de guerra, se orienta esencialmente hacia la protección de los derechos de los no combatientes, sin que pueda formulársele el reproche de que indebidamente se desentiende de los derechos de los combatientes. Un ejemplo claro lo encontramos en el artículo 13 del Protocolo II, adicional a los convenios de Ginebra, que en su ordinal 3° dispone: "Las personas civiles gozarán de la protección que confiere este Título, salvo si participan directamente en las hostilidades y mientras dure tal participación" (el destacado es nuestro). La sentencia efectivamente cita esa del citado Protocolo pero desvirtúa su alcance, pues deduce de esa disposición que ella no se refiere al castigo de los delitos cometidos por rebeldes y sediciosos. Sin embargo, tal y como quedó claramente señalado en la sentencia C-225 de 1995, Fundamento Jurídico Nº 28, ese artículo es un desarrollo del llamado principio de distinción, según el cual las partes en un conflicto armado deben diferenciar entre combatientes y no combatientes, puesto que estos últimos no pueden ser nunca un objetivo de la acción bélica. Esto significa que, desde el punto de vista del derecho humanitario, el combatiente enemigo es un objetivo militar, y puede por ende ser atacado, mientras que la población civil goza de inmunidad. La diferencia de trato encuentra entonces su fundamento en la existencia misma de la guerra y en las reglas del derecho humanitario, por lo cual se adecúa a la Carta. Y es que las situaciones de guerra no toleran, por su naturaleza misma, normatividades diseñadas para situaciones pacíficas. Y la rebelión y la sedición son, sin duda alguna, supuestos de guerra interna.

En segundo término, en cuanto a la alegada violación del derecho al trabajo que, ajuicio del actor, se sigue del artículo demandado, tampoco es admisible por una razón a la vez simple y evidente: quien opta por el oficio de las armas, lo hace libremente, y a sabiendas de los peligros que envuelve. No puede pretender que una vez que se ha optado por él, el Estado le quite todo lo que tiene de azaroso, porque no está en manos de nadie hacerlo y, además, por que si fuera posible, lo trocaría en otro distinto del que se eligió y esto sí atentaría contra la libre opción. Y en el caso de las personas que prestan el servicio militar obligatorio, éstas no cumplen sus funciones en ejercicio de la libertad de trabajo, sino en cumplimiento de un deber patriótico, ineludible, impuesto por el propio ordenamiento jurídico.

En tercer término, la respuesta de la Corte a la dificultad táctica de atribuir responsabilidades individuales en caso de combate no sólo no es convincente sino que tiene sesgos autoritarios peligrosos. Así, la sentencia transcribe in extenso un aparte de una decisión de la sala de casación penal de la Corte Suprema de Justicia, en la cual ese tribunal sostiene que la figura de la llamada "complicidad correlativa"? sigue existiendo en nuestro estatuto penal, a pesar de no haber sido reproducida nominalmente por el Código Penal de 1980, pues debe entenderse que es una forma de participación en el hecho punible. A partir de esa cita, la Corte Constitucional deduce que "no es cierto que en un combate no pueda individualizarse la responsabilidad, ni que esa supuesta imposibilidad conduzca a la impunidad general". Aun cuando el razonamiento no nos parece totalmente claro, pues la presente sentencia no explica adecuadamente el tema, sin embargo creemos que la figura de la complicidad correlativa no soluciona el problema táctico de la atribución de responsabilidades individuales a los distintos rebeldes por los diversos delitos cometidos en un combate. En efecto, ¿qué sucede si en un combate muere un soldado como consecuencia de la acción de los alzados en armas pero no se logra determinar cuál de los guerrilleros lo mató? ¿Significa lo anterior que todos los guerilleros capturados deben responder como cómplices correlativos de homicidio? Esa respuesta no sólo no nos parece admisible sino que creemos que es jurídicamente peligrosa, pues es totalmente contraria al principio de individualidad de la responsabilidad penal. Ademas, ella desnaturaliza la figura de la complicidad correlativa, ya que ésta exige que haya certeza de que todas las personas condenadas fueron autores o cómplices del homicidio o las lesiones, aun cuando sea imposible individualizar cuál o cuáles fueron los autores, y cuál o cuáles los cómplices. Sin embargo, eso es precisamente lo que resulta prácticamente imposible esclarecer en un combate, por lo cual el problema táctico probatorio subsiste.

En cuarto término, no es cierto que la norma acusada desconozca el derecho a la paz e incite a la guerra política, pues el alzamiento armado contra el régimen constitucional sigue siendo una conducta sancionada penalmente. Lo que sucede es que, por las razones largamente expuestas en este salvamento, la Constitución ordena un tratamiento punitivo benévolo, que sólo puede lograrse por el dispositivo de la conexidad.

Finalmente, la sentencia argumenta que la disposición impugnada viola el derecho y deber de la paz, por cuanto estimula aleja "las posibilidades de convertir los conflictos armados en conflictos políticos", pues coloca "el combate por fuera del derecho". Nada más alejado de la realidad, pues la exclusión de pena de los delitos en combate tiene en el fondo una doble finalidad. De un lado, como ya lo hemos visto, se busca conferir un tratamiento más benévolo al alzado en armas. Pero, de otro lado, de esa manera se pretende civilizar el conflicto armado, puesto que sólo dejan de sancionarse los delitos en combate que no constituyan actos de ferocidad o barbarie. Y es que desde una perspectiva filosófica (liberal), el rebelde no es asimilado por la legislación a un facineroso. Por eso hay absoluta coherencia en la norma cuando excluye de ese trato benévolo "los actos de ferocidad, barbarie o terrorismo". Porque éstos no son propios de alguien que, en función de móviles altruistas, resuelve perseguir la consecución de sus ideales por medios jurídicamente reprochables, pero no contradictorios con propósitos nobles y sociales, que son los que el legislador demócrata y pluralista juzga respetables.

Por esa razón, conforme a la norma declarada inexequible, el juez penal debía discernir cuidadosamente las conductas punibles que quedan subsumidas (por conexidad) en el delito político, de las acciones vitandas, llevadas a término con ese pretexto y que no sólo son punibles en sí mismas sino demostrativas de que se está enfrente de otro género de delincuencia. En síntesis: una cosa es la dificultad práctica que existe, en un medio abrumado por todo tipo de violencia, de distinguir al guerrillero del bandido, y otra muy distinta la aseveración de que en un régimen democrático no hay cabida para el tratamiento diferenciado que merece el rebelde.

Los argumentos que acaban de exponerse, encuentran respaldo en la jurisprudencia de esta Corporación. Pueden citarse, entre otras, las sentencias C-127 de 1993 (M.P. Alejandro Martínez), C-214 de 1993 (Ms. Ps. José Gregorio Hernández y Hernando Herrera) y C-069 de 1994 (M.P. Vladimiro Naranjo Mesa).

En la citada en primer término se deslinda claramente el delito político del terrorismo, y en todas ellas se ratifica la justificación de que se subsuman en él hechos punibles que se presentan como consecuencia del combate y que se excluyan los hechos atroces, reveladores de ferocidad o barbarie, señalándose entre ellos, uno, por desventura demasiado frecuente entre nosotros, cometido a menudo por organizaciones delictivas que dicen perseguir fines políticos, con el objeto de financiar su actividad ilegal: el secuestro.

En efecto, en la sentencia C-l 27-93 dijo la Corte:

"Es de tal gravedad la conducta terrorista que los beneficios constitucionalmente consagrados para el delito político no pueden extenderse a delitos atroces ni a homicidios cometidos fuera de combate o aprovechando la situación de indefensión de la víctima... El delito político es diferente del delito común y recibe en consecuencia un trato distinto. Pero, a su vez, los delitos, aun políticos, cuando son atroces, pierden la posibilidad de beneficiarse de la amnistía o el indulto".

Luego en la sentencia C-214-93 afirmó:

"Es claro que el homicidio que se comete fuera de combate y aprovechando la? indefensión de la víctima, para traer a colación apenas uno de los muchos casos en losí cuales no hay ni puede establecerse conexidad con el delito político, no es susceptible de ser favorecido con amnistía e indulto dado su carácter atroz, ni podría por tanto ser materia de diálogos o acuerdos con los grupos guerrilleros para su eventual exclusión? del ordenamiento jurídico penal ni de las sanciones establecidas en la ley".

Finalmente, en la sentencia C-069-94 expresó:

"El delito de secuestro puede considerarse como uno de los más graves que? lesionan a la sociedad, así, en principio, sus víctimas directas sean uno o varios individuos en particular. El Estado de indefensión en que se coloca a la víctima y el efecto de inestabilidad social que genera, sumados a la amplia gama de derechos fundamentales que se ven violados por la comisión de este delito, ameritan que se lo califique, con razón, como un delito atroz y un crimen de lesa humanidad... Siendo pues un delito atroz, nada justifica que se lo pueda considerar como delito político, ni que sea excusado por motivación alguna, pues contra el hombre como sujeto de derecho universal no puede haber actos legitimizados".

Así las cosas, el artículo declarado inexequible, lejos de estimular la ferocidad en la confrontación armada, como equivocadamente lo sostiene la sentencia, era una tentativa por civilizar el conflicto armado interno, pues sólo podían ser subsumidos en la conducta de rebelión aquellos delitos en combate que no violaran las obligaciones de los insurrectos de respetar, en todo momento, las reglas del derecho humanitario. Y de esa manera, al civilizar el conflicto, esa norma contribuía a aclimatar la paz en el país. En efecto, en la sentencia C-225 de 1995, esta Corporación estableció con claridad la profunda relación que existe entre la búsqueda de la paz y la humanización del conflicto armado. Dijo entonces la Corte:

"Una vez ocurrido un conflicto, la humanización de la guerra no descarga tampoco al Estado de su responsabilidad de restablecer el orden público, para lo cual cuenta con todos los recursos jurídicos proporcionados por el ordenamiento," puesto que, como se señaló anteriormente en esta sentencia, la aplicación del Derecho Internacional Humanitario no suspende la vigencia de las normas nacionales".

"Esto muestra con claridad que el derecho humanitario en manera alguna legitima la guerra. Lo que busca es garantizar que las partes en contienda adopten las medidas para proteger a la persona humana. Y a su vez, como bien lo señalan la Vista Fiscal, los representantes gubernamentales y otros intervinientes, esta humanización de la guerra tiene una especial trascendencia constitucional en la búsqueda de la paz. En efecto, de manera insistente, la doctrina nacional e internacional han señalado que las normas humanitarias no se limitan a reducir los estragos de la guerra sino que tienen una finalidad tácita que puede ser, en ocasiones, mucho más preciosa: esta- normatividad puede también facilitar la reconciliación entre las partes enfrentadas, porque evita crueldades innecesarias en las operaciones de guerra. De esa manera, al reconocer una mínima normatividad aplicable, una mínima racionalidad ética, el Derecho Internacional Humanitario facilita un reconocimiento recíproco de los actores enfrentados, y por ende favorece la búsqueda de la paz y la reconciliación de las sociedades fracturadas por los conflictos armados".

En ese orden de ideas, creemos que la Corte se equivoca profundamente cuando afirma que la norma declarada inexequible convertía a las partes en el conflicto armado interno en "enemigos absolutos, librados a la suerte de su aniquilación mutua". Por el contrario, esa disposición tendía a civilizar la confrontación, en la medida en que privilegiaba los actos de combate que se adecuaban a las reglas del derecho humanitario, mientras que penalizaba las violaciones a estas normas. Por ello, y ojalá nos equivoquemos, lo que efectivamente puede intensificar la ferocidad de la guerra entre los colombianos es la propia decisión de la Corte, pues ésta desestimula el respeto de las reglas del derecho humanitario. En efecto, si a partir de la sentencia, un homicidio en combate es sancionable en forma independiente como si fuera un homicidio fuera de combate ¿qué interés jurídico podrá tener un alzado en armas en respetar las normas humanitarias? Por desgracia ninguno, por lo cual, paradójicamente, en nombre de la dignidad humana, la sentencia corre el riesgo de estimular la comisión de conductas atroces de parte de los rebeldes y los sediciosos.

5. Más allá del razonamiento jurídico: ¿cuál es la respuesta democrática a la insurrección armada?

Toda la argumentación de la Corte parte en el fondo de un presupuesto filosófico, a saber, que la respuesta de las democracias constitucionales al desafío planteado por los alzamientos armados debe ser la penalización integral de los mismos, por lo cual se deben sancionar todos los delitos, incluso aquellos que se hayan cometido en combate y respetando las reglas del derecho humanitario. Existiría pues un único modelo democrático universal para enfrentar estos retos, que obviamente tiene que ser también el que, según la Corte, debe encontrarse en nuestra Constitución. Esto explica que la sentencia haga varias referencias a la penalización de la rebelión en otros países, como España o Argentina, en donde se sancionan también los delitos cometidos en combate por los alzados en armas. O también la afirmación de que la tendencia en las democracias consolidadas es a rehusar el calificativo de político a toda conducta violenta.

Ahora bien, nosotros no negamos que es posible que en muchos países europeos existe la tendencia a eliminar el delito político, de suerte que en esos ordenamientos la figura jurídica de la rebelión prácticamente ha desaparecido, para ser sustituida por el terrorismo. Tampoco negamos que en otros regímenes constitucionales se considere necesario penalizar los delitos cometidos en combate por los rebeldes o sediciosos. Sin embargo, de ello no se desprende que la Constitución de 1991 exige esa penalización en nuestro país, por la sencilla razón de que, como lo hemos mostrado, nuestro ordenamiento acoge otro modelo más benévolo de tratamiento punitivo a los alzamientos armados.

Por todo ello creemos que la sentencia se fundamenta esencialmente en consideraciones de filosofía política, y no en una adecuada interpretación de la Constitución. Esas reflexiones de la Corte pueden entonces ser muy respetables desde un punto de vista filosófico y ético.

Igualmente, estamos convencidos de que nuestros colegas, al adoptar esta difícil decisión, han puesto su mayor empeño en contribuir a la paz y se han esforzado por alcanzar la que consideran es la mejor sentencia para el país. Sin embargo, creemos que jurídicamente sus consideraciones son incorrectas, pues nuestra función como jueces constitucionales no es imponer a la sociedad colombiana nuestra particular filosofía política sobre cómo las democracias deben enfrentar los desafíos del delito político, problema esquivo y de enorme complejidad, y que por ende escapa a nuestras competencias. Nuestra tarea es mucho más elemental y modesta: en este caso se trataba simplemente de verificar si la regulación legal acusada constituía un tratamiento del delito político ajustado a la manera como la Carta regula esta materia. Y, por las razones que hemos expuesto, para nosotros la respuesta era claramente afirmativa.

Pero incluso en el campo filosófico, el análisis de nuestros colegas no nos parece adecuado, pues no sólo no existe una única respuesta punitiva al problema del delito político sino que no estamos convencidos de que la punición extrema sea la respuesta propia de un régimen democrático pluralista al complejo desafío planteado por la rebelión armada.

Así, Francisco Carrara expresaba su perplejidad ante las dificultades que encontraba para captar la esencia del delito político, en frases como éstas: "Mori deplora de modo cruel la hospitalidad que las naciones cultas les conceden a esos individuos (delincuentes políticos); pero entre tanto los pactos internacionales de los pueblos cultos los excluyen de la extradición. De un lado, se exigen excepcionales formas judiciales y jueces selectos para aumentar sus garantías; de otro, se buscan formas más rápidas y juicios anormales para hacer más seguro el castigo; acá, persecuciones e investigaciones cuidadosísimas; allá, favorecimiento continuo y toda facilidad para la fuga; acá se estudia la manera de hacerles más rigurosas las penas; allá se busca un orden especial de penas más benignas... Carmignani combatió hasta el exceso la pena de muerte para los delitos comunes, pero se doblegó hasta reconocerla como necesaria para los delitos políticos... Guizot sostiene tenazmente la legitimidad de la pena de muerte en los delitos comunes, pero con esa misma tenacidad la rechaza en los delitos políticos. En Rusia, me abolido el suplicio capital para los delincuentes comunes, pero se conserva con esmero contra los rebeldes. En Francia se admite el reinado de la guillotina contra los asesinos, pero no se acepta la pena de muerte contra los delincuentes políticos. ¿Cómo será posible que el pobre entendimiento humano pueda componer un orden filosófico racional en una materia en que impera tanta confusión?" (4)

Según nuestro criterio, la explicación es que el maestro no era consciente de que tales posturas antinómicas eran, simplemente, la manifestación de una dicotomía ideológica que tal vez ha existido desde siempre: la autoritaria y la democrática, que se plasman en formas de organización política con idéntico sello y cada una con su postura característica frente al comportamiento de los rebeldes.

La primera hunde sus raíces en la tradición del crimen majestatis que, según el propio Carrara, cubre casi dos milenios: desde el imperio romano hasta fines del siglo XVIII (1786) cuando es solemnemente abolido el título de "lesa majestad".

El crimen de lesa maj estad es una creación caprichosa del príncipe que, mediante ese instrumento, trata de preservar su poder absoluto. El contenido de este tipo de delitos cambia a voluntad del déspota, pues la licitud o ilicitud de la conducta depende de lo que él estime más irrespetuoso para su dignidad o más peligroso para el mantenimiento de su statu quo. Tiberio, por ejemplo, creó toda una gama de crímenes de lesa majestad, tan extravagantes como éstos: vestirse o desnudarse ante la estatua de Augusto; azotar a un esclavo delante de ella; llevar una moneda con su efigie a un prostíbulo; vender un fundo dentro del cual se hallara enclavada una estatua del emperador, todos ellos castigados con la muerte. Son las ofensas al gobernante, cuya persona se sacraliza, las que se juzgan atentatorias del orden -también sagrado- que él encarna y simboliza.

La segunda, en cambio, se nutre de la filosofía pluralista, respetuosa del punto de vista ajeno, tolerante con proyectos políticos que contradicen sus postulados y sus metas, dejando a salvo, eso sí, el principio de legitimidad, que rechaza toda posibilidad de acceso al poder por medios distintos de los establecidos en sus normas básicas. Al rebelde no se le sanciona, en el contexto de esta ideología, por los proyectos que busca realizar, sino por los medios que emplea en esa búsqueda.

Un hito histórico de esta forma de pensamiento se encuentra en la Revolución Francesa. La teoría contractualista de Rousseau, que sin duda tuvo influencia significativa en ese acontecimiento, contribuyó de manera notable a la consolidación de esta nueva postura, al establecer, mediante un compromiso de mutuo respeto, claros derechos y deberes correlativos entre gobernados y gobernantes. El empleo de la violencia para abolir las instituciones democráticamente conformadas, constituye una evidente violación a ese pacto, fundante de la sociedad abierta. Las declaraciones de Filadelfia, Virginia y Francia recogen un legado ideológico que puede resumirse así: la disensión y la heterodoxia no son delitos sino derechos.

Al discrepante armado se le debe sancionar por armado, pero no por discrepante; y como el derecho penal culpabilista, corolario obligado de la filosofía política democrática, toma en consideración los móviles de la acción delictiva, a quien obra en función de ideales altruistas, se le debe tratar con benevolencia. Tal es el sustento filosófico del tratamiento penal más benigno del delincuente político frente al delincuente común. Tratamiento análogo al que recibe el combatiente en el derecho internacional, porque, en el contexto del derecho interno, el rebelde es homólogo del combatiente.

Por todo lo anterior, creemos que la respuesta punitiva defendida por la Corte no sólo dista de ser la más democrática sino que, más grave aún, no corresponde al modelo de tratamiento punitivo benigno adoptado por la Constitución colombiana.

6. Una última y paradójica inconsistencia de la sentencia

Es indudable que al eliminar la conexidad, la Corte ha desestructurado el concepto de delito político, tal y como había sido entendido en el constitucionalismo colombiano, lo cual plantea un obvio interrogante: ¿qué queda entonces del delito político en nuestro país? Dos respuestas nos parecen posibles.

De un lado, se podría decir que los delitos políticos siguen siendo exclusivamente la rebelión, la sedición y la asonada, pero que ya no es posible subsumir en ellos otros hechos punibles conexos, como los homicidios en combate. Por ende, la Corte habría restringido muy fuertemente la noción de delito político. En efecto, conforme a esa argumentación, que sería la consecuencia natural de los criterios punitivos asumidos por la sentencia, sólo serían amnistiables o indultables esos delitos políticos pero no los hechos punibles conexos. Sin embargo, la Corte, contra toda lógica, pero afortunadamente para el país, no asume tal posición, pues señala que corresponderá al Congreso, al expedir una ley de amnistía o de indulto, determinar los delitos comunes cometidos en conexión con los estrictamente políticos que pueden ser objeto de ese beneficio punitivo. Y decimos que la Corte llega a esa conclusión contra toda lógica, pues la sentencia defiende una noción restrictiva de delito político y sostiene que la exclusión de pena de los delitos cometidos en combate no es propia del concepto de delito político. Pero si eso así, ¿por qué podrían amnistiarse esos delitos conexos, si la amnistía es prevista por la Carta exclusivamente para los delitos políticos y esos hechos punibles conexos no lo son? Pero decimos que afortunadamente la sentencia no es consistente en ese punto, pues una restricción de tal magnitud del concepto de delito político tendría graves consecuencias para cualquier proceso de paz con los alzados en armas.

Por consiguiente, y paradójicamente, en relación con la posibilidad de indulto o de amnistía, la Corte podría haber ampliado enormemente la noción de delito político, pues ésta parece quedar casi a la libre apreciación del Legislador, quien definirá qué debe entenderse como delito político para efectos de conceder esos beneficios punitivos. En efecto, si el delito político ya no es esa conducta que podía ser analizada con los criterios objetivos y subjetivos clásicos y que, a la luz del derecho humanitario, se estructuraba en torno a la figura del combatiente, entonces, ¿qué es delito político? La respuesta parece ser: delito político son aquellas conductas que, por graves motivos de conveniencia pública, el Congreso, por votación calificada, determine que son hechos punibles amnistiables o indultables. Así, al destruir la noción clásica de delito político, la sentencia estaría abriendo las puertas para que las más disímiles conductas puedan ser amnistiadas e indultadas. No deja de ser paradójico que eso se haga en nombre de la igualdad ante la ley penal y en defensa de los derechos fundamentales.

Fecha ut supra.

Carlos Gaviria Díaz, Magistrado; Alejandro Martínez Caballero, Magistrado.


Notas.

1. Corte Suprema de Justicia. Sentencia del 25 de abril de 1950.

2. Ver Actas del Nuevo Código Penal colombiano. Anteproyecto de 1974. Acta Nº 69 del 5 de septiembre de 1973.

3. Ver al respecto el detallado y concluyente trabajo de Iván OrozcoAbad. Combatientes, rebeldes y terroristas. Guerra y derecho en Colombia. Bogotá: Temis, IEPRI, 1992.

4. Programa de Derecho Criminal. Volumen VII, p. 524 Temis, 1982.


Editado electrónicamente por el Equipo Nizkor- Derechos Human Rights el 02dic02
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