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Baja

Paz, bienestar social, reforma agraria y soberanía nacional
Comité Permanente por la defensa de los Derechos Humanos.
IX Foro Nacional por los Derechos Humanos
Celebrado en Bogotá los días 8, 9 y 10 de junio de 2000

Los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario como fundamentos de la paz de Colombia

Augusto Ramírez Ocampo

Indice

Colombia extraterrestre

Globalización de los derechos humanos

El nuevo humanismo

El Paradigma de la Protección Universal

Derechos y Paz Genuina

Los Deberes Humanos

Paz Nacional

Obligación del Estado de respetar los DD.HH

Obligación del estado de garantizar los DD.HH

Obligación del Estado de realizar los DD.HH

Derecho Internacional humanitario

Cooperación internacional para la Paz


Merece Usted, Don Alfredo Vázquez Carrizosa, un tributo de admiración y gratitud por parte de todos los colombianos. Ha sido su vida un homenaje permanente a la vida misma; la entrega dedicada hasta la obstinación al logro de la paz, que sólo ocurre, permanece y es espléndida cuando la dignidad de todo ser humano está asegurada.

Porque me une a Usted esa convicción profunda, aquí estoy agradecido por su convocatoria, y la del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos honrado por la tribuna que se me confía, y lleno de regocijo por este auditorio que concurre a su llamado.

Me han pedido Ustedes que elabore mis reflexiones en torno a los derechos humanos y del derecho internacional humanitario como fundamentos del orden democrático y de la paz. Me anima ver que el sólo planteamiento ya propone como salida a nuestras tragedias la edificación de un orden social y un ámbito de convivencia basados en la persona humana, en sus derechos, en sus deberes y en sus libertades. Bien sabemos que no siempre ha sido así. Más aún, somos conscientes de que las mayores crisis de la humanidad han surgido y surgen todavía de la ceguera de ignorar que no hay poder que valga, ni propósito colectivo o particular legítimo, si su obtención implica la negación o el desprecio de lo humano, su exclusión o su aniquilamiento mismo.


Colombia Extraterrestre

Para nuestra desgracia navega Colombia contra la corriente mundial, al punto que hemos llegado a ser un país fuera de órbita, en todos los órdenes. Me atrevo a decir que nuestra violencia y los efectos del conflicto armado no sólo nos aíslan del mundo, sino que nos ubican progresivamente entre sus temores y aún entre sus amenazas. No hay un solo ámbito en el que nuestra debacle interna no desafíe y se contraponga con las prioridades de la agenda internacional contemporánea.

No sería esa una comparación importante en otros tiempos, pero ahora lo es y de manera crucial. Tanto por el sentido práctico que nos impone vivir dentro del mundo, sino especialmente porque esa agenda mundial de hoy es moralmente imperativa: el respeto a la vida y a los demás derechos humanos, la ampliación y consolidación de la democracia, la protección del medio ambiente, la atención a los desplazamientos forzados y la resolución del problema mundial de las drogas, son sólo algunos de los temas que componen la bitácora internacional y ante los cuales nuestro andar va en contravía.

El nuevo signo de la Comunidad Internacional consiste pues en buscar condiciones de seguridad y paz a través de la salvaguarda de la dignidad humana y para ello ha puesto los derechos humanos en la primera línea de su agenda política y social.


La Globalizacion de los Derechos Humanos: el paraguas de la Nueva Agenda Internacional.

Lo ha hecho atendiendo a su universalidad es decir, a la protección y salvaguarda del individuo y sus derechos aún por encima de las fronteras de los Estados. Tal universalidad tiene su origen en la inalienabilidad de los derechos humanos, es decir, en que hoy se reconozca por fin que tales derechos pertenecen a los hombres y las mujeres por el sólo hecho de serlo, y que por lo tanto no son otorgados graciosamente por los estados sino reconocidos por toda la Comunidad Internacional.

Esa circunstancia, esquiva durante muchos años, ahora es posible gracias al fin de la guerra fría y por lo tanto al término de un orden mundial, que en su interés de expandir hegemonías subordinó los principios fundamentales que se le quisieron dar con la creación de las Naciones Unidas. Hoy podemos contar con mecanismos de creciente eficacia para la protección y promoción de los derechos humanos, ya no sólo frente a la actividad de los Estados, sino frente a toda forma de poder.

También lo hace con fundamento en su integralidad, posible al fin, cuando se detuvo la radical oscilación de las ideologías que fracturó las preferencias entre quienes optaban por la realización únicamente de derechos civiles y políticos y quienes los subordinaban en función de los económicos y sociales. Resuelta esa contraposición absurda, no es posible ahora pensar en desarrollo político sin desarrollo social, ni en desarrollo económico, sin libertad, ni por lo tanto en el progreso de los pueblos sin la democracia. Ella surge a la arena internacional como nueva prioridad, por su condición de ser el único hábitat para la realización integral de los derechos individuales y colectivos.


El Nuevo Humanismo

Es a partir de esa universalidad y de esa indivisibilidad, que proviene del saber que las necesidades humanas no son sólo físicas sino también espirituales, que podemos hoy afirmar y proclamar un orden internacional en el cual, aún con sus ambivalencias y peligros, se construye una agenda que gravita por entero bajo el denominador común de la dignidad humana, de la guarda de la libertad y de la preservación de la propia existencia de nuestra generación y de las que están por venir. Estamos en presencia del surgimiento de un Nuevo Humanismo; ante la parábola del retorno a las verdades del espíritu y a los valores esenciales.

No hay filantropía o espontánea bondad en la decisión internacional de priorizar los derechos humanos y hacer de ellos un tema de legítima preocupación y de eficaz interés universal. Si la guerra fría detuvo la realización de ese cometido, trazado ya en la Carta de San Francisco en el 45, por la contumaz confrontación de las hegemonías de las dos superpotencias y por las barreras de las soberanías absolutas, la postguerra fría ha demostrado su determinante importancia mundial al fenecer la bipolaridad y al constatar que su garantía y protección es obligatoria para establecer un orden internacional seguro, globalizado e integrado, acorde con las transformaciones tecnológicas y con las realidades de un mundo que se achica al compás de asombrosos avances del transporte y las comunicaciones.

Amén del argumento moral construido a partir de los estragos atómicos en Hiroshima y Nagasaki, del holocausto y los gulag, que liquidó el colonialismo e impulsó la primera consagración universal de los derechos humanos, ha surgido en nuestros tiempos una razón práctica de existencia y de progreso. En efecto, de poco sirve el intercambio de los bienes y servicios, la moneda única o la apertura de fronteras, el internet o los celulares si acaso todo ello no se basa en la posibilidad de que hombres y mujeres accedan a los beneficios del desarrollo y transiten por el mundo acompañados de la tranquilidad de que sus derechos están salvaguardados y que su vida y libertad no se encuentran comprometidas o en peligro, que los recursos naturales no serán dilapidados, así como de la sostenibilidad de las futuras generaciones.


El Paradigma de la Protección Universal .

En cuanto a los derechos civiles y políticos el caso de Pinochet es muy elocuente e ilustra la vinculación entre los derechos humanos y la integración económica y política: ¿cuál es el propósito de Europa al intentar el juzgamiento de un viejo dictador por sus violaciones a los derechos humanos, cometidas años atrás en un hemisferio lejano?

El nuevo paradigma es claro: no importa dónde, no importa cómo, no importa cuándo, allí donde exista un ser humano habrá también una jurisdicción común que le protegerá sus derechos. Este episodio constituye una de las primeras demostraciones tangibles de la seriedad de propósitos y las aún insospechadas consecuencias de la internacionalización de los derechos humanos en la posguerra fría, siempre y cuando el mismo rasero se aplique universalmente y comprenda a todos los hombres y mujeres aunque sean habitantes del mundo desarrollado.

Basta un segundo de visión a través del retrovisor para asombrarse de la forma cómo se ha hundido él pié en el acelerador para alcanzar ese propósito durante los últimos diez años: los acuerdos sobre derechos humanos como fundamentos de la paz en Centroamérica y la inauguración con ellos de la segunda generación de operaciones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas, las Comisiones de la Verdad en diversas latitudes, las cortes penales para Rwanda y Yugoslavia dispuestas por el consejo de seguridad de las Naciones Unidas, la bien motivada pero mal realizada acción contra Milósevik, y la creación de la Corte Penal Internacional, tan sólo hace dos años.

No hay pertrechos ni caletas, no hay guaridas ni refugios, para los criminales de guerra o de lesa humanidad en nuestro nuevo mundo. No hay pretextos en la ortodoxia jurídica, ni ataduras formales que permitan eludir la responsabilidad internacional por graves violaciones de los derechos humanos, ya no sólo como asunto de los Estados, sino de todo aquel que con su fuerza aniquile, desaparezca, masacre, extorsione, torture, secuestre o viole gravemente los derechos fundamentales.


Ampliar las oportunidades humanas

Y si queremos apreciar la magnitud de la relación del mercado, la tecnificación y la conectividad, ahora tan de moda, basta saber que más del cincuenta por ciento de la humanidad jamás ha hecho una llamada telefónica, o que hay más líneas telefónicas en Manhattan que en toda Asia, o en Holanda que en toda Africa. El acceso a los beneficios del desarrollo exige ante todo ampliar las oportunidades humanas. Ello sólo se logra si se establecen las condiciones de una vida digna, de posibilidades materiales abiertas para todos, eso sí siempre en un ámbito de libertad, como sustento inseparable de la igualdad.

Es intenso el debate internacional sobre estas materias, lo reitero, ya no solamente a partir de sus fundamentos morales - arrogantemente olvidados cuando se sacrificó el humanismo -, sino a partir de su funcionalidad práctica en un mundo de consumidores que sólo es viable si hay posibilidades de acceder a lo que ofrece y de crear riqueza en forma sostenible.

Entre tanto, mientras todo ello ocurre en el mundo, extraviados en un absurdo conflicto armado, estamos los colombianos despreciando el obvio afán de subir en el carro de la historia, olvidando que la decisión sobre nuestro destino ya no nos pertenece del todo, y aplazando gravemente decisiones y actuaciones urgentes y fundamentales para asegurar nuestra inserción en el debate mundial, para defender nuestros intereses en el despiadado escenario de la competitividad y para garantizar un lugar destacado en el complejo teatro universal.

¿Cómo insertamos en el mundo, cómo integrarnos a él, cómo participar en el mercado en condiciones favorables y competitivas sin integrar antes la Nación reconstruida después de la insensata destrucción de la riqueza pública y privada?

¿Cómo integrarla en medio de la guerra y la permanente vulneración de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario? ¿Cómo construir el debate sobre el progreso si la expresión y opinión no son libres y su ejercicio llega a costar la vida o el destierro?

¿En otras palabras, porqué son ineludibles para nosotros los derechos humanos y el derecho humanitario en la búsqueda de la paz?


Los derechos y deberes humanos son el lenguaje de la paz genuina .

No hay un norte distinto para la paz auténtica que la dignidad humana y la edificación de un Estado construido por entero para garantizar la vigencia de los derechos y deberes humanos en todo su esplendor.

Ello implica cambios profundos en la estructura del Estado y en la cultura de la nación; cambios, dirigidos a la realización individual y social de los derechos humanos. De todos ellos: los civiles y políticos; los económicos, sociales y colectivos; los de primera, segunda y tercera generación.

La agenda de paz de Colombia, por donde se mire, es una agenda de derechos humanos. La estructura económica y social, incluido un nuevo modelo económico, la política agraria, la exploración y explotación de los recursos naturales, la protección y promoción de los derechos civiles y políticos, la organización del Estado, son sólo algunos de los temas que así lo evidencian.

No conozco un solo colombiano que crea que hay en esa agenda temas vedados, y aún cuando advierto que el mayor peligro para un proceso de paz es abocarse a él negando u ocultando las diferencias, creo también que en nuestro caso todas ellas pueden ser objeto de negociación y sobre todas ellas se pueden hallar acuerdos o la coexistencia de pacíficos desacuerdos.

Habiendo identificado los qué hacer para lograr la paz, toca ahora durante la negociación establecer los cómo hacerlo , eso sí, sin sacrificar en ello, según ya se ha convenido, ni la unidad nacional ni la democracia.

La gobernabilidad democrática, hoy en boga, consiste justamente en el establecimiento de las condiciones que permitan la vigencia plena de los derechos humanos. En términos del derecho mismo, corresponde al Estado proteger los derechos humanos, garantizando las condiciones necesarias para el ejercicio de las libertades y la satisfacción de las necesidades requeridas para la construcción de prosperidad; y le corresponde al Estado también realizar los derechos humanos, centrando su acción en procurar un orden político, económico y social que garantice oportunidades iguales, relaciones de equidad y acceso de todos a los beneficios del desarrollo. Y claro está, el despliegue de esa actividad del Estado no puede realizarse por fuera de los cauces del respeto a los derechos humanos, pues los medios atentarían contra los fines.


Los deberes humanos

Quiero detenerme aquí para hacer una reflexión sobre un tema ético crucial del debate internacional contemporáneo. Se ha dicho con razón, desde el origen mismo del derecho de los derechos humanos, que las obligaciones de su garantía y su realización corresponden al estado, pues finalmente es para eso que se establece entre los hombres. La autoridad en la sociedad proviene del poder del pueblo y ha de estar al servicio del pueblo, tal y como desde el Bill of Rights de 1688, la Declaración de Virginia de 1776 y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 quedó consagrado como base de las democracias.

Esa verdad que defendemos y que constituye Alfa y Omega de la actividad del Estado, no supone sin embargo que los individuos y otras formas de poder y, de organización social, no compartan con el Estado la obligación de respetar los derechos humanos. Es decir, la obligatoria contrapartida de los derechos humanos, son los deberes humanos. No existen los unos sin los otros. A cada derecho corresponde una obligación. Sigue vigente la perdurable sentencia del gran mexicano que consagramos en nuestra Constitución: "El respeto al derecho ajeno es la paz". La sola existencia de los derechos colectivos, así lo corrobora.

Y ocurre que durante muchos años, con la internacionalización del derecho de los derechos humanos, se comprendió que la responsabilidad internacional frente a la persona correspondía exclusivamente a los Estados, pero no a los ciudadanos. No quiso ello nunca decir, sin embargo, que la ausencia de obligaciones individuales ante la comunidad internacional exonerara a los violadores de derechos humanos de responsabilidad; quiso decir que, existiendo tal responsabilidad se establecería esta solamente ante las jurisdicciones internas.

Hoy el panorama es bien diferente. La creación del derecho penal internacional, como desarrollo del derecho internacional de la protección de la persona, significa la existencia jurídica de responsabilidad internacional cierta e ineludible del Estado, pero también de los individuos, frente a los derechos humanos y el derecho humanitario.

En otras palabras, somos todos sujetos del derecho internacional para efectos de la protección de los derechos humanos ante el poder de los Estados; pero, a la vez todos lo somos para efectos de la responsabilidad por la violación grave de esos mismo derechos, sin necesidad de fuero diferente del de participar de la condición humana.

Y es apenas natural que así sea. El compromiso con la dignidad de la persona claro está que corresponde al Estado, pero también compromete al conjunto de la sociedad llamada a respetarlos como fundamento de la vida social.

Llama la atención en ese sentido la inconsecuencia de los actores de la guerra, que al tiempo que exigen al Estado el cumplimiento de sus obligaciones de garantía y realización de los derechos humanos, que por supuesto le corresponde cumplir en toda circunstancia, se encargan por otra parte de violarlos de manera sistemática, y que cuando se denuncian sus atropellos pretendan, a contrapelo con la historia, evadir o soslayar su responsabilidad en una desueta y amañada interpretación formalista de las obligaciones internacionales, como si ellas no existieran para ellos, o como si ética y jurídicamente no fuesen exigibles nacional e internacionalmente.

Quiero resaltar y poner en evidencia el derrumbe del viejo e individualista axioma según el cual "los derechos de cada quien terminan donde comienzan los derechos del otro", y su reemplazo por el nuevo y solidario paradigma que se erige para establecer que "los derechos de cada uno dependen del cumplimiento de los deberes sociales de todos" .

Es esa la fuente que nutre la declaración de Valencia sobre las responsabilidades y deberes humanos que un heterogéneo grupo de personalidades mundiales, entre las cuales de manera ciertamente inmerecida, yo participe, preparamos por convocatoria de la UNESCO, la Fundación MILLENIUM y la Comunidad española de Valencia y cuyo texto se empieza a discutir para ser aprobado en el ámbito universal a fin de conmemorar el medio siglo de la Declaración de los Derechos Humanos. Además de la estatua de la Libertad proponemos ahora levantar la estatua de la Responsabilidad. En síntesis. El ser humano no es solo sujeto de derechos sino también de responsabilidades y deberes.


La Paz Nacional e Integral

Dicho esto, quisiera regresar al proceso de paz y la función del Estado frente a los derechos humanos.

No es este un tema nuevo entre nosotros. Ya en la Constituyente de 1991, a la que, con Usted Don Alfredo, concurrimos esperanzados en que, no sólo firmaríamos un nuevo texto constitucional, sino el verdadero pacto de paz para Colombia, fuimos prolijos y extensos en la consagración de los derechos humanos y la definición de los mecanismos para su protección. Expedimos ciertamente una Constitución garantista cuyo modelo sigue inspirando otras en América Latina.

Era ya antigua nuestra vocación hacia los derechos humanos. La suya, Don Alfredo, se había expresado para ese entonces, y de manera muy fundamental, en una trayectoria caracterizada por hitos que marcaron el talante latinoamericano en esta materia. Desde su gestión como Canciller de Colombia, en tiempos difíciles para nuestro continente, puso Usted la mira en la consagración del pluralismo ideológico para las América y el fortalecimiento del sistema Interamericano de Derechos Humanos.

Esa vocación latinoamericanista fue también la de sus valientes esfuerzos de denuncia y de promoción de la dignidad humana en Colombia no siempre bien comprendidos.

Unidos en esa convicción probada, llegamos a la Constituyente seguros de que la paz verdadera dependería de nuestra capacidad de construir los fundamentos de un orden político y de un edificio institucional por y para los derechos humanos, sin sospechar que mientras regábamos el jardín se nos incendiaría la casa.

Quedamos en aquel entonces, y estamos aún, satisfechos por esa especie de Nuevo Testamento que allí redactamos. Todo un capitulo, el más extenso y más profundo de cuantos conozco, destinando a marcar el talante de Colombia como país respetuoso protector de los derechos fundamentales. La creación de nuevas y novedosas instituciones, como la tutela, las acciones populares y la acción de cumplimiento; la Defensoría del Pueblo o la nueva doctrina de seguridad ciudadana democrática, son algunos de los avances que todavía nos enorgullecen.

Son el norte correcto: el rumbo por el que debemos perseverar a pesar de la tempestad por la que navegamos. No lo haremos con leves timonazos, ni con el prurito de sofisticar aún más el de por sí sofisticado texto constitucional. Lo que necesitamos ahora, cuando está enfilada la proa, es que, capeando el temporal apuremos la máquina.

Es decir, la tarea que viene es construir un verdadero pacto social que acompañe y desarrollo aquel pacto político. La vigencia de los derechos humanos, su ejercicio pleno, su protección eficaz, comprometen al conjunto de la sociedad, exigen su acción solidaria.

Equivocados están, quienes piensan que para lograr esos objetivos se requiere tan sólo de la deliberación y la decisión del Estado y la insurgencia, cuando lo quieran y como lo quieran, en el actual proceso de paz. La tarea es nacional e integral y exige no solamente el reconocimiento de los derechos propios, sino el deber correlativo con los derechos de los demás.


La obligacion del Estado de respetar los Derechos Humanos .

He dicho, y quiero ser vehemente en ello, que el Estado tiene el compromiso fundamental de evitar en el despliegue de su actividad el incumplimiento de sus obligaciones de respetar los derechos humanos, que se concreta cuando sus agentes directos e indirectos, valídos de su poder, lo ejercen arbitrariamente contra los individuos.

Para ello es necesario sujetar la acción del poder, ejercer un control permanente y eficaz de la actuación pública, y sancionar severamente los delitos y las faltas disciplinarias cometidas por ellos o por quienes actúan con su cooperación, convivencia o tolerancia.

El proceso de paz debe proponerse el fortalecimiento de los controles del Estado y la eliminación de toda fuente de violaciones de los derechos humanos que provenga de los funcionarios públicos, incluidas las medidas de depuración. Pero con independencia de ese escenario, debe el Estado por convicción actuar al menos en las siguientes áreas de forma prioritaria.

El juzgamiento de funcionarios acusados de delitos o faltas constitutivas de violación de derechos humanos, que debe ser transparente e independiente de las instituciones a que pertenece. Ese es el sentido democrático de las modificaciones al sistema de justicia penal militar.

La ruptura tajante de cualquier vínculo que exista entre agentes del Estado y grupos al margen de la ley, investigando los casos, separando del servicio público a los agentes involucrados en ello y poniéndolos en manos de la justicia.

De igual modo, es crucial que aquellas violaciones de los derechos humanos que aún no están tipificadas como delitos, lo sean.

Esas son decisiones inaplazables que debe adoptar el Estado sin perjuicio del desarrollo y los resultados del proceso de paz, a partir de su propia estirpe y vocación democrática. >


La obligacion del Estado de garantizar los Derechos Humanos

Los aspectos neurálgicos para que un Estado cumpla su deber de protección de los derechos humanos, es decir, el establecimiento de condiciones que permitan su ejercicio tranquilo y sin interferencias, son la seguridad y la justicia: La seguridad democrática y la justicia social.

En materia de seguridad democrática identifico el norte de la paz de la siguiente forma: la adecuación de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional a las doctrinas modernas de la seguridad y defensa democráticas. Partiendo de la base de que las Fuerzas Militares tienen por misión, preparación y logística la defensa de la soberanía nacional y combate de adversarios , y la Policía por su parte la protección de los derechos humanos y las libertades públicas de los ciudadanos, las reformas inscritas en el proceso de paz deberán ir en la vía de confiar a esta última la seguridad interna, fortalecimiento su capacidad operativa y afianzando su carácter civil, al servicio de la convivencia pacífica.

La reforma policial que comenzamos en la Constitución del 91 y que avanzamos con la ley 62 del 93 debe desarrollarse plenamente. Esa tarea puede cumplirse a través de los acuerdos de paz, una vez el fin de la confrontación elimine la necesidad de la acción interna de las fuerzas Militares y la Policía Nacional pueda dedicarse exclusivamente a sus funciones, sin participar en un conflicto armado que la despoja de su carácter civil y la convierte en fuerza combatiente.

En materia de justicia social, es bien sabido que una de las fuentes principales de violencia y vulneración de los derechos humanos, son la desigualdad, la pobreza y sobretodo la exclusión que deben corregirse. El proceso de paz debe proponerse eliminar la corrupción y la inseguridad con el fortalecimiento de la capacidad de investigación y juzgamiento del delito, y el combate del crimen organizado y de la delincuencia común.

Si se tiene en cuenta que según los cálculos de expertos, menos del 15% de nuestra violencia proviene directamente del conflicto armado, se tiene también claro que la paz social en cumplimiento del deber del Estado de garantizar los derechos humanos implica fortalecer sus aparatos de seguridad y de justicia. Pero a la vez, aquí la responsabilidad social es enorme, en la modificación de comportamientos, en la educación y la reconstrucción del sentido ciudadano, Estamos lejos los colombianos de tener una verdadera preocupación por los asuntos públicos y es claro que ello es de la mayor importancia para construir un sistema de prevención social y de respuesta solidaria ante el delito.


La obligacion del Estado de realizar los Derechos Humanos

En esta materia, que esencialmente se refiere a la responsabilidad del Estado de crear las condiciones para la obtención progresiva del desarrollo económico y social, es donde el debate del proceso de paz será seguramente más extenso y complejo. Y es que hoy por hoy este asunto se refiere en forma directa a la determinación del papel del Estado en la economía y al modelo económico y de sociedad por el cual se opte.

A nivel internacional, al colapso del comunismo absolutizante le ha seguido el del capitalismo salvaje y tambalea el del neoliberalismo sin equidad. Lo que parece quedar en el centro de la discusión es el equilibrio entre la libertad irrenunciable y la hipoteca social de los bienes y la riqueza y la obligación del Estado de intervenir cuando quiera los equilibrios necesarios sean perturbados.

Acuciosos de esa realidad, el Gobierno y las FARC han convenido una negociación sin posiciones radicales en estas materias, que seguramente gravitará más en razones de eficacia que en razones de ideología. Lo que no parece estar en discusión es la necesidad de producir riqueza, y lo que sí, las formas para su distribución equitativa.

Nadie hoy en el mundo puede decir que posee la fórmula mágica o la Linterna de Diógenes que ilumine el rumbo exitoso y sostenible de las decisiones económicas. Hay un marco general y diría yo que una dependencia importante creada por la globalización, a partir de la cual no están en duda el derecho a la propiedad, la libertad de empresa, ni el acceso a la ciencia y la tecnología, pero tampoco la imperiosa necesidad de crear las condiciones para un autentico desarrollo humano sostenible que supone la inclusión de todos a un nivel digno de calidad de vida.

Creo en todo caso, que un norte sin discusión y prioritario en materia de satisfacción de derechos económicos sociales y culturales, es procurar que los colombianos cuando menos, tengan acceso a los servicios públicos esenciales, así como a los servicios básicos de salud, educación, trabajo y seguridad social.


El cumplimiento de los mecanismos de proteccion

Al propio tiempo debe procederse a analizar con seriedad y a cumplir las recomendaciones que provienen de los mecanismos internacionales de protección de los derechos humanos de los que es parte Colombia.

Si se quiere saber cual debe ser el contenido material de los acuerdos de paz en materia de derechos humanos, un buen punto de partida sería la reflexión constructiva sobre esas recomendaciones y la manera de llevarlas a la práctica.

La nuestra es entonces una agenda de paz que bien puede definirse como una agenda para los derechos humanos. Lo más importante ahora, es que sea también una agenda que se negocie en derechos humanos , pues de los contrario nuevamente los medios se opondrían a los fines.

A la valiente labor de denuncia de las violaciones de derechos humanos, tan vulnerada en Colombia, como un signo más de intolerancia e incomprensión, debemos ahora sumar y con mucha energía la labor de construcción y fortalecimiento de un Estado institucionalmente preparado para la vigencia de los derechos humanos.

Nuestra responsabilidad es también la de construir una sociedad fuerte, vinculada alrededor de la preocupación por los asuntos públicos, participativa, con cuerpos sólidos que la representen para el trámite de sus relaciones con el Estado, y educada para la solidaridad, la tolerancia y el cumplimiento de sus responsabilidades sociales y de sus deberes humanos. Más que reformar la letra de las normas lo necesario es educar la conducta de nuestros compatriotas para respetarlas.

Esa tarea, construcción de Estado y construcción de sociedad, no es otra que la de edificar una democracia participativa como habitáculo para la dignidad humana.


El Derecho Internacional Humanitario: detener la catástrofe para iniciar la reconstrucción moral y material de Colombia

Suele pensarse que el Derecho Internacional Humanitario, que pertenece al derecho imperativo, es un ordenamiento jurídico que sólo busca regular las guerras, pero no terminarlas. A menudo también se olvida que el derecho internacional humanitario hace parte del mismo genero de los derechos humanos que se refiere a la protección internacional del ser humano.

Es ese un argumento de validez relativa, que surge cuando tal ordenamiento jurídico se examina desde una perspectiva que no contempla la existencia y el curso de un proceso de paz, en cuyo caso se circunscribe en sus propósitos a paliar los rigores del conflicto armado, suponiendo su existencia e inevitabilidad.

Aunque aún así tiene un enorme valor, cuando se está frente a un diálogo entre adversarios militares, que busca convenir los términos de la finalización del conflicto armado, como ocurre entre nosotros, el compromiso de cumplir con el Derecho Internacional Humanitario adquiere la enorme virtud de convertirse en el eslabón de enlace entre el conflicto y la paz.

Quisiera analizar brevemente los porqués de esta afirmación bajo las siguientes premisas:

  • 1) El Derecho Internacional Humanitario construye el primer puente de confianza entre los adversarios militares;
  • 2) El Derecho Internacional Humanitario es el gran catalizador del respaldo de la población hacia el proceso de paz;
  • 3) El Derecho Internacional Humanitario es el punto de convergencia inicial para construir consensos sobre la estructura política, económica y social de cualquier Nación que busca superar la guerra;
  • 4) El Derecho Internacional Humanitario es el mínimo ético universal que permite sintonizar los propósitos del proceso de paz con las exigencias morales de la Comunidad Internacional actual y por ende es elemento propicio para la cooperación política, humanitaria y financiera internacionales.


Creación de confianza entre los adversarios

Cuando existe la inequívoca y verificable disposición de cumplir con las normas humanitarias, los primeros beneficiados son los propios combatientes, que pueden tener la seguridad de que, aún en medio de la confrontación y sus horrores, existen límites, tales como el de respetar la vida y la integridad de quienes al quedar indefensos ya no pueden combatir, como ocurre con los heridos, con los capturados o con quienes ya no ofrecen batalla.

Aunque en el mundo moderno el uso de la violencia para fines políticos ha quedado obsoleto, cuando se respetan esos límites, que son los que aún en la guerra distinguen a los hombres de las fieras, es entonces posible percibir que aquél oponente militar tiene la capacidad de ser un interlocutor político y, por lo tanto, un socio de la reconciliación. De ese reconocimiento y actitud surgen las primeras bases de convivencia que necesita un proceso de reconocimiento mutuo, de definición de intereses y de construcción de entendimientos.

No importa cuantas y qué tan profundas sean las diferencias; no importa qué tan poderosas sean las razones de la lucha ni su real o virtual legitimidad. Lo que importa es que cuando se cumplen las obligaciones humanitarias se actúa con fundamento en una ética de los medios y no de los fines.

Quiero ser claro en esto, pues allí está el principio vertebral del Derecho Internacional Humanitario: su aplicación no obedece a contraprestaciones o a beneficios políticos, económicos o sociales, y no admite condicionamientos, ni siquiera los de reciprocidad. Tampoco importa cuanta verdad o cuanta inocencia, o cuanta culpa hay en uno o en otro, lo que importa es que entre uno y otro, sin perjuicio de la hondura de las diferencias, hay una misma humanidad que debe ser aceptada y respetada. He aquí un asunto esencial: el Derecho Internacional Humanitario no protege al inocente, el Derecho Internacional Humanitario protege al indefenso.


La degradación de la guerra

El nuestro es un conflicto severamente degradado no sólo porque se ataque a la población civil, sino también porque no hay sentido de humanidad entre los contendores. Han perdido ellos la compasión; se dispara contra el herido; se desaparece; se usan medios de exterminio; se ataca a quien está indefenso; se mata fuera de combate; se emplea la sevicia; se obliga al desplazamiento; se actúa con perfidia; no se pretende neutralizar la acción enemiga, sino aniquilar al enemigo.

Basta repasar el reciente informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre las actividades de su oficina en Colombia, para constatar las atrocidades que cometen los combatientes entre sí. Se actúa con sevicia y perfidia los homicidios cometidos fuera de combate o en personas ya indefensas, varias de ellas después de ser torturadas, o el reclutamiento de niños, forzados a participar en las hostilidades o los ataques contra las unidades médicas y las ambulancias, con el fin de dar muerte a los combatientes heridos, o el uso de armas que ocasionan perjuicios indiscriminados como los bombardeos a la población civil, las minas quiebrapatas o los cilindros de gas.

Pero aún más, se ha pretendido justificar las masacres, los desplazamientos, los asesinatos colectivos y los selectivos, los padecimientos de pueblos y regiones enteras, sobre el perverso argumento de que en tales casos la actuación se dirige contra auxiliadores, simpatizantes o colaboradores de Tirios o de Troyanos.

Se trata de ataques contra indefensos y no combatientes, que según lo establece el informe de las Naciones Unidas, constituye la principal modalidad y estrategia de guerra de las autodefensas. Es claro entonces que sin importar los fines que digan perseguir, ni los argumentos que pregonen para justificar su existencia y su actividad, tales grupos constituyen un gravísimo factor de degradación de la guerra, que debe combatirse y someterse al Estado de Derecho en una mesa aparte, como lo ha establecido el Presidente de la República en su política de paz.

Cuando la degradación del conflicto se impone se cierran las probabilidades de encuentro. Si es cierto que hay razones políticas en la lucha armada colombiana, si es genuino el interés de transformación nacional, si se cree en la reconstrucción de la convivencia social y en la remoción de las causas del conflicto, la obra comienza por remover la barbarie y edificar el cimiento mínimo del respeto a la vida humana, a partir de reconocer que sin ese respeto nada se puede construir.

Un compromiso de humanización del conflicto actúa a favor de los propios soldados, guerrilleros y paramilitares. En consecuencia, si no hay conciencia moral sobre los derechos y la protección debida a quienes no hacen parte de esta confrontación brutal, debería haberla al menos sobre la propia vida y la integridad, por parte de quienes decidieron jugarse su destino a punta de bala, máxime si son los mismos que ahora se esfuerzan por un diálogo y por lo tanto reconocen en el adversario algo de razón, a partir de la cual se puede construir una nueva nación reconciliada y para todos.


El derecho internacional humanitario como fuente de respaldo de la sociedad hacia el proceso de paz y su participación en la reconciliación nacional.

Se ha dicho con razón que la reconciliación nacional trasciende el pacto de paz con la insurgencia y las autodefensas y que debe abarcar al conjunto de la sociedad, a través de un pacto social de convivencia y la superación de causas políticas, económicas y sociales de exclusión e injusticia. La paz, es cierto, exige la participación de todos los sectores y regiones de la nación colombiana. Una paz sin esa concurrencia y aporte de todos sería frágil y su legitimidad, al carecer de la expresión democrática, se vería severamente cuestionada. El protagonismo de la sociedad civil en el proceso ha sido uno de los ingredientes esenciales de la construcción de una Política Nacional Permanente de Paz, que ha predicado la Comisión de Conciliación Nacional.

Pero, ¿Cómo lograr esa participación sin antes crear las condiciones de confianza de la sociedad hacia el proceso de paz?, ¿Cómo lograr la presencia y el aporte de los colombianos a un proceso si su primer clamor y su primera exigencia, la del respeto de sus derechos más elementales no se cumple?, ¿Cómo pedirle a una sociedad amedrentada y ultrajada que participe y aporte sus iniciativas a la agenda convenida, mientras se le ataca fieramente, se le extorsiona, se le asesina a sus líderes y constructores de opinión?

El respeto del derecho humanitario, junto con el cese del fuego y de hostilidades, constituye la herramienta esencial para la construcción de esa confianza social, que le permitirá salir de sus refugios para creer y actuar en el escenario de la paz.

Y es que resulta apenas natural que la valoración que hacen los colombianos sobre el éxito o fracaso del proceso de paz dependa de sí se contiene o se arrecia el conflicto y su degradación. No es fácil confiar en la voluntad de paz mientras el proceso convive con las masacres, con la destrucción de pueblos inermes, con la toma de rehenes, con los desplazamientos forzados, con los asesinatos y amenazas contra quienes sin armas se expresan, se reúnen, circulan o simplemente opinan. De ahí que hoy el 73% de nuestros compatriotas piensen que el proceso de paz va por mal camino, y sólo el 18% opine lo contrario

Se ha dicho que el nuestro tiene que ser un proceso de paz democrático y que por lo tanto hay que ponerle pueblo a la paz. Así debe ser pues si los acuerdos de paz surgen de espaldas a la nación y sus intereses, estaríamos frente a una modalidad de totalitarismo: frente a un país construido sobre el débil andamio de una falsa autoridad, que usurpa la legitimidad con el dedo en el gatillo.

Si lo que se quiere es que la sociedad, plural, representativa, con la presencia de los rostros múltiples de nuestras regiones, participe como protagonista de un nuevo orden político, económico y social, entonces la responsabilidad de los armados es abrirle la puerta, darle oxigeno, permitir el curso de la libertad y poner en las manos de esa sociedad las decisiones; jugarse incluso electoralmente la validez de sus tesis, pues en el mundo ecuménico de hoy, que arrojó por la borda los mesianismos, esa validez depende en absoluto de su confirmación democrática y no de su imposición violenta.

Cuando hace diez años los custodios del infame muro de Berlín comprendieron la sinrazón de disparar al cuerpo del primer joven que desafió la muralla, lo hicieron cansados de preservar y de imponer un sistema policivo de control político y social que no podía y no pudo prosperar a costa de las libertades. Lo primero que se desprestigió en Europa del Este no fue la ideología; lo primero que se hizo añicos, antes que El Muro, fue el terror en que pretendió sustentarse.

Porque no sonó ese disparo esperado, no hubo después quien pudiera, ni quien quisiera, contener la fuerza creativa de los cientos de miles de hombres y mujeres, ahora libres del oprobio, que salieron a reconstruir sus naciones. El muro lo tumbó la gente, cuando su anhelo de libertad superó el temor por el fusil amenazante. Quienes pretenden controlar a la sociedad a punta de las restricciones a la libertad de opinión, de expresión, de asociación pacífica, y, por supuesto, de la libertad personal y la propia vida, lo hacen por el miedo a la libertad misma de una Nación dispuesta a construir su futuro.

Un acuerdo sobre Derecho Internacional Humanitario tiene entonces esa otra virtud, la de crear las condiciones para que nuestra sociedad, ávida de cambios, pueda hacerlos. Con sus propias manos, con su inteligencia unida, con su historia a cuestas y su futuro colectivo en juego. La participación a culatazos, el camino forzado por el dolor y la abnegación, son rutas de esclavitud que, como las de Auschwitz, conducen solo hacia la muerte del cuerpo y el espíritu de nuestros hombres y de nuestro pueblo y que el mundo entero quiso enterrar eternamente con los horrores del fascismo.

No puedo dejar de evocar hoy el rostro lacerado por la angustia y la impotencia de doña Elvia Cortés en Chiquinquirá. Esa imagen, que está indeleble en nuestras almas, tiene que despertar la indignación y la unidad de nuestro pueblo para exigir, para imponer, para gritar ¡NO MAS! A los violentos y su violencia.

Tampoco podemos olvidar la persecución sistemática de los defensores de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario que ha ocasionado 25 mártires en los últimos tres años y 40 exiliados por sus creencias. Y los asesinatos y los atentados contra los académicos algunos perpetrados dentro de los predios universitarios, hechos de barbarie que nos avergüenzan ante el mundo.

¡NO MAS! Los criminales de guerra podrán morirse de viejos, pero en ese caso lo harán solos, en las tinieblas, escondidos, porque hoy sus crímenes son imprescriptibles, no tienen fin, son juzgados universalmente, y así llegasen a merecer el perdón de Dios, no admiten el de la ley humana.

Para el Gobierno Nacional la cuenta del reloj es regresiva: está en grave mora de perfeccionar la vigencia entre nosotros del tratado constitutivo de la Corte Penal Internacional que ya tuvo el valor de suscribir.


El derecho internacional humanitario como puerta para la construccion de consensos.

Queremos los colombianos un proceso de paz de miras amplias, que no sólo busque el urgente cese de la violencia armada, sino que proyecte el país por nuevos rumbos en lo político, lo económico y lo social, a fin de construir un auténtico Desarrollo Humano Sostenible , que se ha convertido en nuevo paradigma mundial.

Todos, sin excepción, debemos declararnos contritos, por no haber sido capaces de crear una sociedad más justa, más solidaria, más igualitaria, menos excluyente, menos marginalizante, y por lo tanto menos violenta.

Es este el momento de rectificar el rumbo, de expiar las culpas y proceder a la conversión de Colombia a través de nuestra participación exigente en el proceso de paz.

Nuevamente aquí el Derecho Internacional Humanitario tiene algo que hacer, y de manera capital: su respeto se convierte en el acuerdo básico que nos permitirá durante el proceso de paz estar en desacuerdo. Contrastaremos tesis, comprometeremos posiciones, buscaremos el triunfo de intereses contrapuestos, cuestionaremos la viabilidad y la eficacia de los argumentos contrarios, endosaremos la representatividad de intereses, y para todo ello necesitamos la certidumbre y la libertad de obrar sin la presión del fusil en la nuca o el temor del imperio de la fuerza sobre la fuerza de las razones.

Pero, más aún, si como se ha planteado, se irán cumpliendo los acuerdos en cuanto se suscriban, y ello comenzará por los asuntos económicos, se requiere un clima de distensión, cuando no de paz, para que tal decisión encuentre posibilidades ciertas.

No es posible redimir el campo colombiano al tiempo que se destruyen sus municipios, se extorsionan o se desplazan sus habitantes o se impide el tránsito de alimentos o de productos; no es posible la inversión pública o privada, nacional o internacional, si se secuestra, se destruye la infraestructura física, o se acecha contra la actividad productiva; no es posible adoptar un nuevo modelo económico, si a la vez prosigue el aislamiento internacional, la poca opción en los mercados y aumenta dramáticamente la calificación de riesgo país, como ocurre en nuestros días.

No es posible, en últimas, el desarrollo nacional sin la libertad personal; no es posible sembrar el progreso en el hollín de la destrucción; no es posible la actividad productiva ni la creación y distribución de la riqueza mientras las personas y los bienes civiles no sean inmunes a la confrontación militar.

Nuevamente aquí los informes sobre la situación de derechos humanos en Colombia coinciden en su elocuencia sobre la grave situación que vivimos: las malditas "pescas satánicas" y otros actos terroristas, que crean una situación de miedo colectivo; los desplazamientos forzados, que además del dolor que causan a sus víctimas directas le roban al país las posibilidades de sembrar y por supuesto de cosechar el progreso; los bombardeos indiscriminados, que causan daños severos e irreparables a la población civil y al medio ambiente; los atentados contra la infraestructura petrolera y de energía, que detienen la productividad y destruyen la riqueza colectiva; las amenazas de extorsión que minan toda esperanza y producen la fuga de los capitales. En fin, podría nunca terminar en la narrativa macabra de todo cuanto nos acontece. Poco pueden los esfuerzos de paz en medio de este panorama, como poco puede el sol calentar mientras dura la tempestad.

Tengo la certeza de que un acuerdo humanitario que comprenda la protección de las personas y los bienes civiles, incluida la infraestructura de producción del país, crearía bases ciertas para la concurrencia de nuestras gentes a la construcción de la paz, y nos daría una esperanza objetiva sobre el éxito del proceso. Obviamente, sería también un elemento fundamental para contener el atraso económico, reactivar muestra maltrecha economía y poner en marcha las profundas reformas económicas para la paz que surjan de la negociación que cursa.

Y si ello ocurre en lo económico, ¿Qué no decir de lo político, cuando la propia insurgencia anda buscando una opción de juego democrático, que para la bienaventuranza nacional todos debemos favorecer? ¿Cómo lograr garantías para un debate político y la disposición a que las diversas fuerzas políticas puedan alternar en el poder, si no es a través de claras reglas de respeto a la vida, la integridad y la libertad de sus representantes y seguidores?

El sólo acuerdo ayudaría a terminar la polarización que injustamente ha convertido en objetivos militares a quienes, con toda razón y derecho, procuran construir una alternativa de izquierda democrática que tanto requiere el país y que se ha frustrado por el imperdonable exterminio cometido contra la Unión Patriótica.

¿Cómo mejor que con un acuerdo humanitario de ejecución inmediata y verificable para que en el transito de la guerra a la paz se rompa ese espiral horrendo de muertes de candidatos, de alcaldes, constructores de nuevas opciones, de opositores, de seguidores, de concejales, de diputados, y en fin, de todo aquel que libra la contienda dentro de la política y la democracia? ¿Cómo se puede construir una sociedad con opciones políticas abiertas y un sistema de representación robusto si no es garantizando la inmunidad de los civiles?


Las exigencias de la cooperación internacional para la paz y el cumplimiento del derecho internacional humanitario

He dicho que la Comunidad Internacional traza nuevos rumbos para sí misma, con fundamento en una agenda moralmente imperativa. Después de tanto estropicio, con la terminación de la Guerra Fría resuenan de nuevo los fundamentos de la paz internacional que concibieron los pueblos del mundo al crear las Naciones Unidas. Desde entonces se comprendió que esa paz, para que sea auténtica, supone mucho más que la ausencia de la guerra y se vincula indisolublemente a la realización y estímulo de todos los derechos humanos en cualquier parte del mundo y a la cooperación internacional para el desarrollo económico y social de los pueblos.

Durante los últimos diez años hemos visto varias veces la cooperación internacional en asuntos de la paz. Ello ha sido así, cuando soberanamente los Estados y sus antagonistas violentos han solicitado tal cooperación, y obviamente lo han hecho a partir de la convergencia de sus propósitos internos y los propósitos de la Comunidad Internacional.

El Salvador, Guatemala, Angola, Mozambique siguen siendo ejemplos próximos de esa posibilidad: cuando abrieron la puerta a la participación internacional, con fundamento en una agenda de intereses comunes.

Dicha acción internacional constituyó, sin duda alguna, el elemento esencial de construcción de confianza y el factor más importante para encarrilar los procesos en rieles de no retorno. Y se llevó a cabo sobre el respeto de los derechos humanos y el derecho humanitario y contra la discriminación y la exclusión.

La presencia internacional en El Salvador se dispuso cuando, vista la degradación del conflicto, el Gobierno de Cristiani y el FMLN comprendieron que en medio de tanto horror sería en extremo difícil cualquier diálogo útil. Habiéndose iniciado el proceso, la ofensiva insurgente sobre San Salvador en noviembre del 89, que trasladó el combate a los barrios de la ciudad, en medio de los civiles, junto con el horroroso asesinato de seis sacerdotes jesuitas y dos de sus colaboradores, por parte de miembros de las fuerzas militares, propiciaron el llamado urgente de ambas partes al Secretario General de las Naciones Unidas, para que, como tercero, actuara ayudando a construir un marco inicial de confianza entre las partes.

Así ocurrió, y poco después, en junio del 90, las partes, con los auspicios de las Naciones Unidas, suscribieron el Acuerdo de San José sobre Derechos Humanos. Su verificación, prevista para iniciarse una vez culminara el enfrentamiento armado, por solicitud expresa de ambas partes se estableció antes. Desde entonces, la voluntad política de las partes y la presencia de la ONU en ese país creó las condiciones de irreversibilidad del proceso de paz.

Usaron el mismo expediente los otros países mencionados, comprendiendo que la negociación en medio del fuego impone la necesidad de detener la degradación de la confrontación.

Cierto es que en dichos procesos se dispuso la realización del proceso de paz en medio de las hostilidades militares, como ha ocurrido entre nosotros. Pero es también cierto que siempre fue indispensable la humanización del conflicto, a través de la declaración de obligaciones en estas materias y en especial de la adopción de mecanismos internacionales de verificación imparcial, inmediata y eficaz de los comportamientos en la guerra frente a los no combatientes y los bienes civiles. >


Un acuerdo sobre el respeto al derecho internacional humanitario

Desde la Comisión de Conciliación Nacional hemos trabajado intensamente, inspirados por usted Don Alfredo, en la propuesta de un acuerdo humanitario que sirva de puerta de entrada al tratado de paz. Presentamos en julio del 98, de la mano del Comité Internacional de la Cruz Roja y del Instituto de Derechos Humanos y Relaciones Internacionales de la Universidad Javeriana, que lleva su nombre, una propuesta de articulado sobre estas materias que, seguimos convencidos, tiene que imponerse por la sociedad en la mesa de negociación.

Quiero advertir que esa urgencia, ese clamor y esa exigencia de la sociedad, que es ya a una sola voz, no ha sido escuchada como merece serlo. Allí comienza la paz, con el respeto a la voluntad de un pueblo; si no se acata esa exigencia, la más elemental, la de la supervivencia misma, la del DIH, difícil esperar y creer en que se le respete al momento de definir los rumbos del desarrollo del país.

Concluyo pues en esta materia mi exposición con la firme solicitud de que:

En la mesa de negociación con las FARC se continúe trabajando, hasta su puesta en marcha, en un cese al fuego y en un cese de hostilidades, como felizmente ya se ha iniciado.

Que dicho compromiso se acompañe de un acuerdo sobre el respeto a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario, de ejecución inmediata y verificable por una comisión internacional con suficiente autoridad moral, neutralidad y capacidad logística y operativa para cumplir con sus funciones.

Que las negociaciones formales de paz entre el gobierno nacional y el ejercito de liberación nacional y la prevista convención nacional entre la sociedad civil y el ELN comiencen también sus tareas por un compromiso de respeto a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario con las mismas características anteriores.

Solo de esa manera le pondremos un dique indestructible a la vergonzosa degradación de esta guerra fratricida y le abriremos de par en par la puerta al éxito del proceso de paz y a la auténtica reconciliación nacional con justicia social.


Ponencia presentanda en el IX Foro Nacional "Paz, bienestar social, reforma agraria y soberanía nacional". Bogotá, 8, 9 y 10 de junio de 2000.

Citar como: Ramírez Ocampo, AugustoLos Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario como fundamentos de la paz de Colombia KO'AGA ROÑE'ETA se.xi (2000) - http://www.derechos.org/xi/3/ramirez.html

"Paz, bienestar social, reforma agraria y soberanía nacional"
Ko'aga Roñe'eta, Serie XI


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