Paz, bienestar social, reforma agraria y soberanía nacional
Comité Permanente por la defensa de los Derechos Humanos.
IX Foro Nacional por los Derechos Humanos
Celebrado en Bogotá los días 8, 9 y 10 de junio de 2000
Los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario como fundamentos de
la paz de Colombia
Augusto Ramírez Ocampo
Indice
Colombia extraterrestre
Globalización de los derechos humanos
El nuevo humanismo
El Paradigma de la Protección Universal
Derechos y Paz Genuina
Los Deberes Humanos
Paz Nacional
Obligación del Estado de respetar los DD.HH
Obligación del estado de garantizar los DD.HH
Obligación del Estado de realizar los DD.HH
Derecho Internacional humanitario
Cooperación internacional para la Paz
Merece Usted, Don Alfredo Vázquez Carrizosa, un tributo de admiración y gratitud por parte de todos los
colombianos. Ha
sido su vida un homenaje permanente a la vida misma; la entrega dedicada hasta la obstinación al logro de la paz, que
sólo
ocurre, permanece y es espléndida cuando la dignidad de todo ser humano está asegurada.
Porque me une a Usted esa convicción profunda, aquí estoy agradecido por su convocatoria, y la del
Comité
Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos honrado por la tribuna que se me confía, y lleno de regocijo
por este auditorio que concurre a su llamado.
Me han pedido Ustedes que elabore mis reflexiones en torno a los derechos humanos y del derecho internacional
humanitario como fundamentos del orden democrático y de la paz. Me anima ver que el sólo planteamiento ya
propone como salida a nuestras tragedias la edificación de un orden social y un ámbito de convivencia basados en
la persona humana, en sus derechos, en sus deberes y en sus libertades. Bien sabemos que no siempre ha sido
así. Más aún, somos conscientes de que las mayores crisis de la humanidad han surgido y surgen
todavía de la
ceguera de ignorar que no hay poder que valga, ni propósito colectivo o particular legítimo, si su
obtención implica la
negación o el desprecio de lo humano, su exclusión o su aniquilamiento mismo.
Colombia Extraterrestre
Para nuestra desgracia navega Colombia contra la corriente mundial, al punto que hemos llegado a ser un país
fuera de órbita, en todos los órdenes. Me atrevo a decir que nuestra violencia y los efectos del conflicto
armado no
sólo nos aíslan del mundo, sino que nos ubican progresivamente entre sus temores y aún entre sus
amenazas. No
hay un solo ámbito en el que nuestra debacle interna no desafíe y se contraponga con las prioridades de la
agenda
internacional contemporánea.
No sería esa una comparación importante en otros tiempos, pero ahora lo es y de manera crucial. Tanto por el
sentido práctico que nos impone vivir dentro del mundo, sino especialmente porque esa agenda mundial de hoy es
moralmente imperativa: el respeto a la vida y a los demás derechos humanos, la ampliación y consolidación
de la
democracia, la protección del medio ambiente, la atención a los desplazamientos forzados y la resolución
del
problema mundial de las drogas, son sólo algunos de los temas que componen la bitácora internacional y ante los
cuales nuestro andar va en contravía.
El nuevo signo de la Comunidad Internacional consiste pues en buscar condiciones de seguridad y paz a través de
la salvaguarda de la dignidad humana y para ello ha puesto los derechos humanos en la primera línea de su agenda
política y social.
La Globalizacion de los Derechos Humanos: el
paraguas de la Nueva Agenda Internacional.
Lo ha hecho atendiendo a su universalidad es decir, a la protección y salvaguarda del individuo y sus derechos
aún
por encima de las fronteras de los Estados. Tal universalidad tiene su origen en la
inalienabilidad de los
derechos humanos, es decir, en que hoy se reconozca por fin que tales derechos pertenecen a los hombres y las
mujeres por el sólo hecho de serlo, y que por lo tanto no son otorgados graciosamente por los estados sino
reconocidos por toda la Comunidad Internacional.
Esa circunstancia, esquiva durante muchos años, ahora es posible gracias al fin de la guerra fría y por lo
tanto al
término de un orden mundial, que en su interés de expandir hegemonías subordinó los principios
fundamentales
que se le quisieron dar con la creación de las Naciones Unidas. Hoy podemos contar con mecanismos de creciente
eficacia para la protección y promoción de los derechos humanos, ya no sólo frente a la actividad de los
Estados,
sino frente a toda forma de poder.
También lo hace con fundamento en su integralidad, posible al fin, cuando se detuvo la
radical oscilación de las
ideologías que fracturó las preferencias entre quienes optaban por la realización únicamente de
derechos civiles y
políticos y quienes los subordinaban en función de los económicos y sociales. Resuelta esa
contraposición
absurda, no es posible ahora pensar en desarrollo político sin desarrollo social, ni en desarrollo económico,
sin
libertad, ni por lo tanto en el progreso de los pueblos sin la democracia. Ella surge a la arena internacional como
nueva prioridad, por su condición de ser el único hábitat para la realización integral de los
derechos individuales y
colectivos.
El Nuevo Humanismo
Es a partir de esa universalidad y de esa indivisibilidad, que proviene del saber que las necesidades humanas no
son sólo físicas sino también espirituales, que podemos hoy afirmar y proclamar un orden internacional en
el cual,
aún con sus ambivalencias y peligros, se construye una agenda que gravita por entero bajo el denominador común
de la dignidad humana, de la guarda de la libertad y de la preservación de la propia existencia de nuestra
generación
y de las que están por venir. Estamos en presencia del surgimiento de un Nuevo Humanismo; ante la parábola del
retorno a las verdades del espíritu y a los valores esenciales.
No hay filantropía o espontánea bondad en la decisión internacional de priorizar los derechos humanos
y hacer de
ellos un tema de legítima preocupación y de eficaz interés universal. Si la guerra fría detuvo la
realización de ese
cometido, trazado ya en la Carta de San Francisco en el 45, por la contumaz confrontación de las hegemonías de
las dos superpotencias y por las barreras de las soberanías absolutas, la postguerra fría ha demostrado su
determinante importancia mundial al fenecer la bipolaridad y al constatar que su garantía y protección es
obligatoria
para establecer un orden internacional seguro, globalizado e integrado, acorde con las transformaciones
tecnológicas y con las realidades de un mundo que se achica al compás de asombrosos avances del transporte y
las comunicaciones.
Amén del argumento moral construido a partir de los estragos atómicos en Hiroshima y Nagasaki, del holocausto
y
los gulag, que liquidó el colonialismo e impulsó la primera consagración universal de los derechos
humanos, ha
surgido en nuestros tiempos una razón práctica de existencia y de progreso. En efecto, de poco sirve el
intercambio
de los bienes y servicios, la moneda única o la apertura de fronteras, el internet o los celulares si acaso todo ello
no
se basa en la posibilidad de que hombres y mujeres accedan a los beneficios del desarrollo y transiten por el mundo
acompañados de la tranquilidad de que sus derechos están salvaguardados y que su vida y libertad no se
encuentran comprometidas o en peligro, que los recursos naturales no serán dilapidados, así como de la
sostenibilidad de las futuras generaciones.
El Paradigma de la Protección Universal .
En cuanto a los derechos civiles y políticos el caso de Pinochet es muy elocuente e ilustra la vinculación
entre los
derechos humanos y la integración económica y política: ¿cuál es el propósito de Europa al
intentar el juzgamiento
de un viejo dictador por sus violaciones a los derechos humanos, cometidas años atrás en un hemisferio
lejano?
El nuevo paradigma es claro: no importa dónde, no importa cómo, no importa cuándo, allí donde
exista un ser
humano habrá también una jurisdicción común que le protegerá sus derechos. Este episodio
constituye una de las
primeras demostraciones tangibles de la seriedad de propósitos y las aún insospechadas consecuencias de la
internacionalización de los derechos humanos en la posguerra fría, siempre y cuando el mismo rasero se aplique
universalmente y comprenda a todos los hombres y mujeres aunque sean habitantes del mundo desarrollado.
Basta un segundo de visión a través del retrovisor para asombrarse de la forma cómo se ha hundido
él pié en el
acelerador para alcanzar ese propósito durante los últimos diez años: los acuerdos sobre derechos humanos
como
fundamentos de la paz en Centroamérica y la inauguración con ellos de la segunda generación de
operaciones de
mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas, las Comisiones de la Verdad en diversas latitudes, las cortes
penales para Rwanda y Yugoslavia dispuestas por el consejo de seguridad de las Naciones Unidas, la bien
motivada pero mal realizada acción contra Milósevik, y la creación de la Corte Penal Internacional, tan
sólo hace dos
años.
No hay pertrechos ni caletas, no hay guaridas ni refugios, para los criminales de guerra o de lesa humanidad en
nuestro nuevo mundo. No hay pretextos en la ortodoxia jurídica, ni ataduras formales que permitan eludir la
responsabilidad internacional por graves violaciones de los derechos humanos, ya no sólo como asunto de los
Estados, sino de todo aquel que con su fuerza aniquile, desaparezca, masacre, extorsione, torture, secuestre o viole
gravemente los derechos fundamentales.
Ampliar las oportunidades humanas
Y si queremos apreciar la magnitud de la relación del mercado, la tecnificación y la conectividad, ahora tan
de moda,
basta saber que más del cincuenta por ciento de la humanidad jamás ha hecho una llamada telefónica, o que
hay
más líneas telefónicas en Manhattan que en toda Asia, o en Holanda que en toda Africa. El acceso a los
beneficios
del desarrollo exige ante todo ampliar las oportunidades humanas. Ello sólo se logra si se establecen las
condiciones de una vida digna, de posibilidades materiales abiertas para todos, eso sí siempre en un ámbito de
libertad, como sustento inseparable de la igualdad.
Es intenso el debate internacional sobre estas materias, lo reitero, ya no solamente a partir de sus fundamentos
morales - arrogantemente olvidados cuando se sacrificó el humanismo -, sino a partir de su funcionalidad
práctica
en un mundo de consumidores que sólo es viable si hay posibilidades de acceder a lo que ofrece y de crear riqueza
en forma sostenible.
Entre tanto, mientras todo ello ocurre en el mundo, extraviados en un absurdo conflicto armado, estamos los
colombianos despreciando el obvio afán de subir en el carro de la historia, olvidando que la decisión sobre
nuestro
destino ya no nos pertenece del todo, y aplazando gravemente decisiones y actuaciones urgentes y fundamentales
para asegurar nuestra inserción en el debate mundial, para defender nuestros intereses en el despiadado escenario
de la competitividad y para garantizar un lugar destacado en el complejo teatro universal.
¿Cómo insertamos en el mundo, cómo integrarnos a él, cómo participar en el mercado en
condiciones favorables y
competitivas sin integrar antes la Nación reconstruida después de la insensata destrucción de la riqueza
pública y
privada?
¿Cómo integrarla en medio de la guerra y la permanente vulneración de los derechos humanos y del derecho
internacional humanitario? ¿Cómo construir el debate sobre el progreso si la expresión y opinión no son
libres y su
ejercicio llega a costar la vida o el destierro?
¿En otras palabras, porqué son ineludibles para nosotros los derechos humanos y el derecho humanitario en la
búsqueda de la paz?
Los derechos y deberes humanos son el lenguaje de
la paz genuina .
No hay un norte distinto para la paz auténtica que la dignidad humana y la edificación de un Estado
construido por
entero para garantizar la vigencia de los derechos y deberes humanos en todo su esplendor.
Ello implica cambios profundos en la estructura del Estado y en la cultura de la nación; cambios, dirigidos a la
realización individual y social de los derechos humanos. De todos ellos: los civiles y políticos; los
económicos,
sociales y colectivos; los de primera, segunda y tercera generación.
La agenda de paz de Colombia, por donde se mire, es una agenda de derechos humanos. La estructura económica
y social, incluido un nuevo modelo económico, la política agraria, la exploración y explotación de
los recursos
naturales, la protección y promoción de los derechos civiles y políticos, la organización del
Estado, son sólo algunos
de los temas que así lo evidencian.
No conozco un solo colombiano que crea que hay en esa agenda temas vedados, y aún cuando advierto que el
mayor peligro para un proceso de paz es abocarse a él negando u ocultando las diferencias, creo también que en
nuestro caso todas ellas pueden ser objeto de negociación y sobre todas ellas se pueden hallar acuerdos o la
coexistencia de pacíficos desacuerdos.
Habiendo identificado los qué hacer para lograr la paz, toca ahora durante la
negociación establecer los cómo
hacerlo , eso sí, sin sacrificar en ello, según ya se ha convenido, ni la unidad nacional ni la
democracia.
La gobernabilidad democrática, hoy en boga, consiste justamente en el establecimiento de las condiciones que
permitan la vigencia plena de los derechos humanos. En términos del derecho mismo, corresponde al Estado
proteger los derechos humanos, garantizando las condiciones necesarias para el ejercicio de las
libertades y la
satisfacción de las necesidades requeridas para la construcción de prosperidad; y le corresponde al Estado
también
realizar los derechos humanos, centrando su acción en procurar un orden político,
económico y social que
garantice oportunidades iguales, relaciones de equidad y acceso de todos a los beneficios del desarrollo. Y claro
está, el despliegue de esa actividad del Estado no puede realizarse por fuera de los cauces del respeto a los
derechos humanos, pues los medios atentarían contra los fines.
Los deberes humanos
Quiero detenerme aquí para hacer una reflexión sobre un tema ético crucial del debate internacional
contemporáneo. Se ha dicho con razón, desde el origen mismo del derecho de los derechos humanos, que las
obligaciones de su garantía y su realización corresponden al estado, pues finalmente es para eso que se
establece
entre los hombres. La autoridad en la sociedad proviene del poder del pueblo y ha de estar al servicio del pueblo, tal
y como desde el Bill of Rights de 1688, la Declaración de Virginia de 1776 y la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 1789 quedó consagrado como base de las democracias.
Esa verdad que defendemos y que constituye Alfa y Omega de la actividad del Estado, no supone sin embargo que
los individuos y otras formas de poder y, de organización social, no compartan con el Estado la obligación de
respetar los derechos humanos. Es decir, la obligatoria contrapartida de los derechos humanos,
son los deberes
humanos. No existen los unos sin los otros. A cada derecho corresponde una obligación. Sigue vigente la
perdurable sentencia del gran mexicano que consagramos en nuestra Constitución: "El respeto al derecho
ajeno
es la paz". La sola existencia de los derechos colectivos, así lo corrobora.
Y ocurre que durante muchos años, con la internacionalización del derecho de los derechos humanos, se
comprendió que la responsabilidad internacional frente a la persona correspondía exclusivamente a los Estados,
pero no a los ciudadanos. No quiso ello nunca decir, sin embargo, que la ausencia de obligaciones individuales ante
la comunidad internacional exonerara a los violadores de derechos humanos de responsabilidad; quiso decir que,
existiendo tal responsabilidad se establecería esta solamente ante las jurisdicciones internas.
Hoy el panorama es bien diferente. La creación del derecho penal internacional, como desarrollo del derecho
internacional de la protección de la persona, significa la existencia jurídica de responsabilidad internacional
cierta e
ineludible del Estado, pero también de los individuos, frente a los derechos humanos y el derecho humanitario.
En otras palabras, somos todos sujetos del derecho internacional para efectos de la protección de los derechos
humanos ante el poder de los Estados; pero, a la vez todos lo somos para efectos de la responsabilidad por la
violación grave de esos mismo derechos, sin necesidad de fuero diferente del de participar de la condición
humana.
Y es apenas natural que así sea. El compromiso con la dignidad de la persona claro está que corresponde al
Estado, pero también compromete al conjunto de la sociedad llamada a respetarlos como fundamento de la vida
social.
Llama la atención en ese sentido la inconsecuencia de los actores de la guerra, que al tiempo que exigen al Estado
el cumplimiento de sus obligaciones de garantía y realización de los derechos humanos, que por supuesto le
corresponde cumplir en toda circunstancia, se encargan por otra parte de violarlos de manera sistemática, y que
cuando se denuncian sus atropellos pretendan, a contrapelo con la historia, evadir o soslayar su responsabilidad en
una desueta y amañada interpretación formalista de las obligaciones internacionales, como si ellas no existieran
para ellos, o como si ética y jurídicamente no fuesen exigibles nacional e internacionalmente.
Quiero resaltar y poner en evidencia el derrumbe del viejo e individualista axioma según el cual "los derechos de
cada quien terminan donde comienzan los derechos del otro", y su reemplazo por el nuevo y solidario paradigma
que se erige para establecer que "los derechos de cada uno dependen del cumplimiento de los deberes
sociales de todos" .
Es esa la fuente que nutre la declaración de Valencia sobre las responsabilidades y deberes
humanos que un
heterogéneo grupo de personalidades mundiales, entre las cuales de manera ciertamente inmerecida, yo participe,
preparamos por convocatoria de la UNESCO, la Fundación MILLENIUM y la Comunidad española de Valencia y
cuyo texto se empieza a discutir para ser aprobado en el ámbito universal a fin de conmemorar el medio siglo de la
Declaración de los Derechos Humanos. Además de la estatua de la Libertad proponemos ahora levantar la estatua
de la Responsabilidad. En síntesis. El ser humano no es solo sujeto de derechos sino también de
responsabilidades y deberes.
La Paz Nacional e Integral
Dicho esto, quisiera regresar al proceso de paz y la función del Estado frente a los derechos humanos.
No es este un tema nuevo entre nosotros. Ya en la Constituyente de 1991, a la que, con Usted Don Alfredo,
concurrimos esperanzados en que, no sólo firmaríamos un nuevo texto constitucional, sino el verdadero pacto de
paz para Colombia, fuimos prolijos y extensos en la consagración de los derechos humanos y la definición de los
mecanismos para su protección. Expedimos ciertamente una Constitución garantista cuyo modelo sigue inspirando
otras en América Latina.
Era ya antigua nuestra vocación hacia los derechos humanos. La suya, Don Alfredo, se había expresado para ese
entonces, y de manera muy fundamental, en una trayectoria caracterizada por hitos que marcaron el talante
latinoamericano en esta materia. Desde su gestión como Canciller de Colombia, en tiempos difíciles para nuestro
continente, puso Usted la mira en la consagración del pluralismo ideológico para las América y el
fortalecimiento del
sistema Interamericano de Derechos Humanos.
Esa vocación latinoamericanista fue también la de sus valientes esfuerzos de denuncia y de promoción
de la
dignidad humana en Colombia no siempre bien comprendidos.
Unidos en esa convicción probada, llegamos a la Constituyente seguros de que la paz verdadera dependería de
nuestra capacidad de construir los fundamentos de un orden político y de un edificio institucional por y para los
derechos humanos, sin sospechar que mientras regábamos el jardín se nos incendiaría la casa.
Quedamos en aquel entonces, y estamos aún, satisfechos por esa especie de Nuevo Testamento que allí
redactamos. Todo un capitulo, el más extenso y más profundo de cuantos conozco, destinando a marcar el talante
de Colombia como país respetuoso protector de los derechos fundamentales. La creación de nuevas y novedosas
instituciones, como la tutela, las acciones populares y la acción de cumplimiento; la Defensoría del Pueblo o la
nueva doctrina de seguridad ciudadana democrática, son algunos de los avances que todavía nos enorgullecen.
Son el norte correcto: el rumbo por el que debemos perseverar a pesar de la tempestad por la que navegamos. No
lo haremos con leves timonazos, ni con el prurito de sofisticar aún más el de por sí sofisticado texto
constitucional.
Lo que necesitamos ahora, cuando está enfilada la proa, es que, capeando el temporal apuremos la máquina.
Es decir, la tarea que viene es construir un verdadero pacto social que acompañe y desarrollo aquel pacto
político.
La vigencia de los derechos humanos, su ejercicio pleno, su protección eficaz, comprometen al conjunto de la
sociedad, exigen su acción solidaria.
Equivocados están, quienes piensan que para lograr esos objetivos se requiere tan sólo de la
deliberación y la
decisión del Estado y la insurgencia, cuando lo quieran y como lo quieran, en el actual proceso de paz. La tarea es
nacional e integral y exige no solamente el reconocimiento de los derechos propios, sino el deber correlativo con los
derechos de los demás.
La obligacion del Estado de respetar los Derechos
Humanos .
He dicho, y quiero ser vehemente en ello, que el Estado tiene el compromiso fundamental de evitar en el despliegue
de su actividad el incumplimiento de sus obligaciones de respetar los derechos humanos, que se concreta cuando
sus agentes directos e indirectos, valídos de su poder, lo ejercen arbitrariamente contra los individuos.
Para ello es necesario sujetar la acción del poder, ejercer un control permanente y eficaz de la actuación
pública, y
sancionar severamente los delitos y las faltas disciplinarias cometidas por ellos o por quienes actúan con su
cooperación, convivencia o tolerancia.
El proceso de paz debe proponerse el fortalecimiento de los controles del Estado y la eliminación de toda fuente de
violaciones de los derechos humanos que provenga de los funcionarios públicos, incluidas las medidas de
depuración. Pero con independencia de ese escenario, debe el Estado por convicción actuar al menos en las
siguientes áreas de forma prioritaria.
El juzgamiento de funcionarios acusados de delitos o faltas constitutivas de violación de derechos humanos, que
debe ser transparente e independiente de las instituciones a que pertenece. Ese es el sentido democrático de las
modificaciones al sistema de justicia penal militar.
La ruptura tajante de cualquier vínculo que exista entre agentes del Estado y grupos al margen de la ley,
investigando los casos, separando del servicio público a los agentes involucrados en ello y poniéndolos en manos
de la justicia.
De igual modo, es crucial que aquellas violaciones de los derechos humanos que aún no están tipificadas como
delitos, lo sean.
Esas son decisiones inaplazables que debe adoptar el Estado sin perjuicio del desarrollo y los resultados del
proceso de paz, a partir de su propia estirpe y vocación democrática. >
La obligacion del Estado de garantizar los Derechos
Humanos
Los aspectos neurálgicos para que un Estado cumpla su deber de protección de los derechos humanos, es decir,
el
establecimiento de condiciones que permitan su ejercicio tranquilo y sin interferencias, son la seguridad y la
justicia:
La seguridad democrática y la justicia social.
En materia de seguridad democrática identifico el norte de la paz de la siguiente forma: la adecuación de las
Fuerzas Militares y de la Policía Nacional a las doctrinas modernas de la seguridad y defensa democráticas.
Partiendo de la base de que las Fuerzas Militares tienen por misión, preparación y logística la defensa
de la
soberanía nacional y combate de adversarios , y la Policía por su parte la
protección de los derechos humanos
y las libertades públicas de los ciudadanos, las reformas inscritas en el proceso de paz
deberán ir en la vía de
confiar a esta última la seguridad interna, fortalecimiento su capacidad operativa y afianzando su carácter
civil, al
servicio de la convivencia pacífica.
La reforma policial que comenzamos en la Constitución del 91 y que avanzamos con la ley 62 del 93 debe
desarrollarse plenamente. Esa tarea puede cumplirse a través de los acuerdos de paz, una vez el fin de la
confrontación elimine la necesidad de la acción interna de las fuerzas Militares y la Policía Nacional
pueda
dedicarse exclusivamente a sus funciones, sin participar en un conflicto armado que la despoja de su carácter civil y
la convierte en fuerza combatiente.
En materia de justicia social, es bien sabido que una de las fuentes principales de violencia y vulneración de los
derechos humanos, son la desigualdad, la pobreza y sobretodo la exclusión que deben corregirse. El proceso de
paz debe proponerse eliminar la corrupción y la inseguridad con el fortalecimiento de la capacidad de
investigación y
juzgamiento del delito, y el combate del crimen organizado y de la delincuencia común.
Si se tiene en cuenta que según los cálculos de expertos, menos del 15% de nuestra violencia proviene
directamente del conflicto armado, se tiene también claro que la paz social en cumplimiento del deber del Estado de
garantizar los derechos humanos implica fortalecer sus aparatos de seguridad y de justicia. Pero a la vez, aquí la
responsabilidad social es enorme, en la modificación de comportamientos, en la educación y la
reconstrucción del
sentido ciudadano, Estamos lejos los colombianos de tener una verdadera preocupación por los asuntos públicos y
es claro que ello es de la mayor importancia para construir un sistema de prevención social y de respuesta solidaria
ante el delito.
La obligacion del Estado de realizar los Derechos
Humanos
En esta materia, que esencialmente se refiere a la responsabilidad del Estado de crear las condiciones para la
obtención progresiva del desarrollo económico y social, es donde el debate del proceso de paz
será seguramente
más extenso y complejo. Y es que hoy por hoy este asunto se refiere en forma directa a la determinación del
papel
del Estado en la economía y al modelo económico y de sociedad por el cual se opte.
A nivel internacional, al colapso del comunismo absolutizante le ha seguido el del capitalismo salvaje y tambalea el
del neoliberalismo sin equidad. Lo que parece quedar en el centro de la discusión es el equilibrio entre la libertad
irrenunciable y la hipoteca social de los bienes y la riqueza y la obligación del Estado de intervenir cuando quiera
los
equilibrios necesarios sean perturbados.
Acuciosos de esa realidad, el Gobierno y las FARC han convenido una negociación sin posiciones radicales en
estas materias, que seguramente gravitará más en razones de eficacia que en razones de ideología. Lo que
no
parece estar en discusión es la necesidad de producir riqueza, y lo que sí, las formas para su
distribución
equitativa.
Nadie hoy en el mundo puede decir que posee la fórmula mágica o la Linterna de Diógenes que ilumine el
rumbo
exitoso y sostenible de las decisiones económicas. Hay un marco general y diría yo que una dependencia
importante creada por la globalización, a partir de la cual no están en duda el derecho a la propiedad, la
libertad de
empresa, ni el acceso a la ciencia y la tecnología, pero tampoco la imperiosa necesidad de crear las condiciones
para un autentico desarrollo humano sostenible que supone la inclusión de todos a un nivel digno de calidad de
vida.
Creo en todo caso, que un norte sin discusión y prioritario en materia de satisfacción de derechos
económicos
sociales y culturales, es procurar que los colombianos cuando menos, tengan acceso a los servicios públicos
esenciales, así como a los servicios básicos de salud, educación, trabajo y seguridad social.
El cumplimiento de los mecanismos de proteccion
Al propio tiempo debe procederse a analizar con seriedad y a cumplir las recomendaciones que provienen de los
mecanismos internacionales de protección de los derechos humanos de los que es parte Colombia.
Si se quiere saber cual debe ser el contenido material de los acuerdos de paz en materia de derechos humanos, un
buen punto de partida sería la reflexión constructiva sobre esas recomendaciones y la manera de llevarlas a la
práctica.
La nuestra es entonces una agenda de paz que bien puede definirse como una agenda para los
derechos
humanos. Lo más importante ahora, es que sea también una agenda que se negocie en derechos
humanos ,
pues de los contrario nuevamente los medios se opondrían a los fines.
A la valiente labor de denuncia de las violaciones de derechos humanos, tan vulnerada en Colombia, como un signo
más de intolerancia e incomprensión, debemos ahora sumar y con mucha energía la labor de
construcción y
fortalecimiento de un Estado institucionalmente preparado para la vigencia de los derechos humanos.
Nuestra responsabilidad es también la de construir una sociedad fuerte, vinculada alrededor de la
preocupación por
los asuntos públicos, participativa, con cuerpos sólidos que la representen para el trámite de sus
relaciones con el
Estado, y educada para la solidaridad, la tolerancia y el cumplimiento de sus responsabilidades sociales y de sus
deberes humanos. Más que reformar la letra de las normas lo necesario es educar la conducta de nuestros
compatriotas para respetarlas.
Esa tarea, construcción de Estado y construcción de sociedad, no es otra que la de edificar una democracia
participativa como habitáculo para la dignidad humana.
El Derecho Internacional
Humanitario: detener la catástrofe para iniciar la reconstrucción moral
y material de Colombia
Suele pensarse que el Derecho Internacional Humanitario, que pertenece al derecho imperativo, es un ordenamiento
jurídico que sólo busca regular las guerras, pero no terminarlas. A menudo también se olvida que el
derecho
internacional humanitario hace parte del mismo genero de los derechos humanos que se refiere a la protección
internacional del ser humano.
Es ese un argumento de validez relativa, que surge cuando tal ordenamiento jurídico se examina desde una
perspectiva que no contempla la existencia y el curso de un proceso de paz, en cuyo caso se circunscribe en sus
propósitos a paliar los rigores del conflicto armado, suponiendo su existencia e inevitabilidad.
Aunque aún así tiene un enorme valor, cuando se está frente a un diálogo entre adversarios
militares, que busca
convenir los términos de la finalización del conflicto armado, como ocurre entre nosotros, el compromiso de
cumplir
con el Derecho Internacional Humanitario adquiere la enorme virtud de convertirse en el eslabón de enlace entre el
conflicto y la paz.
Quisiera analizar brevemente los porqués de esta afirmación bajo las siguientes premisas:
- 1) El Derecho Internacional Humanitario construye el primer puente de confianza entre los adversarios militares;
- 2) El Derecho Internacional Humanitario es el gran catalizador del respaldo de la población hacia el proceso de
paz;
- 3) El Derecho Internacional Humanitario es el punto de convergencia inicial para construir consensos sobre la
estructura política, económica y social de cualquier Nación que busca superar la guerra;
- 4) El Derecho Internacional Humanitario es el mínimo ético universal que permite sintonizar los
propósitos del
proceso de paz con las exigencias morales de la Comunidad Internacional actual y por ende es elemento propicio
para la cooperación política, humanitaria y financiera internacionales.
Creación de confianza entre los adversarios
Cuando existe la inequívoca y verificable disposición de cumplir con las normas humanitarias, los primeros
beneficiados son los propios combatientes, que pueden tener la seguridad de que, aún en medio de la
confrontación
y sus horrores, existen límites, tales como el de respetar la vida y la integridad de quienes al quedar indefensos ya
no pueden combatir, como ocurre con los heridos, con los capturados o con quienes ya no ofrecen batalla.
Aunque en el mundo moderno el uso de la violencia para fines políticos ha quedado obsoleto, cuando se respetan
esos límites, que son los que aún en la guerra distinguen a los hombres de las fieras, es entonces posible
percibir
que aquél oponente militar tiene la capacidad de ser un interlocutor político y, por lo tanto, un socio de la
reconciliación. De ese reconocimiento y actitud surgen las primeras bases de convivencia que necesita un proceso
de reconocimiento mutuo, de definición de intereses y de construcción de entendimientos.
No importa cuantas y qué tan profundas sean las diferencias; no importa qué tan poderosas sean las razones de
la
lucha ni su real o virtual legitimidad. Lo que importa es que cuando se cumplen las obligaciones humanitarias se
actúa con fundamento en una ética de los medios y no de los fines.
Quiero ser claro en esto, pues allí está el principio vertebral del Derecho Internacional Humanitario: su
aplicación no
obedece a contraprestaciones o a beneficios políticos, económicos o sociales, y no admite condicionamientos, ni
siquiera los de reciprocidad. Tampoco importa cuanta verdad o cuanta inocencia, o cuanta culpa hay en uno o en
otro, lo que importa es que entre uno y otro, sin perjuicio de la hondura de las diferencias, hay una misma
humanidad que debe ser aceptada y respetada. He aquí un asunto esencial: el Derecho Internacional Humanitario
no protege al inocente, el Derecho Internacional Humanitario protege al indefenso.
La degradación de la guerra
El nuestro es un conflicto severamente degradado no sólo porque se ataque a la población civil, sino
también
porque no hay sentido de humanidad entre los contendores. Han perdido ellos la compasión; se dispara contra el
herido; se desaparece; se usan medios de exterminio; se ataca a quien está indefenso; se mata fuera de combate;
se emplea la sevicia; se obliga al desplazamiento; se actúa con perfidia; no se pretende neutralizar la acción
enemiga, sino aniquilar al enemigo.
Basta repasar el reciente informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos
sobre las actividades de su oficina en Colombia, para constatar las atrocidades que cometen los combatientes entre
sí. Se actúa con sevicia y perfidia los homicidios cometidos fuera de combate o en personas ya indefensas,
varias
de ellas después de ser torturadas, o el reclutamiento de niños, forzados a participar en las hostilidades o los
ataques contra las unidades médicas y las ambulancias, con el fin de dar muerte a los combatientes heridos, o el
uso de armas que ocasionan perjuicios indiscriminados como los bombardeos a la población civil, las minas
quiebrapatas o los cilindros de gas.
Pero aún más, se ha pretendido justificar las masacres, los desplazamientos, los asesinatos colectivos y los
selectivos, los padecimientos de pueblos y regiones enteras, sobre el perverso argumento de que en tales casos la
actuación se dirige contra auxiliadores, simpatizantes o colaboradores de Tirios o de Troyanos.
Se trata de ataques contra indefensos y no combatientes, que según lo establece el informe de las Naciones
Unidas, constituye la principal modalidad y estrategia de guerra de las autodefensas. Es claro entonces que sin
importar los fines que digan perseguir, ni los argumentos que pregonen para justificar su existencia y su actividad,
tales grupos constituyen un gravísimo factor de degradación de la guerra, que debe combatirse y someterse al
Estado de Derecho en una mesa aparte, como lo ha establecido el Presidente de la República en su política de
paz.
Cuando la degradación del conflicto se impone se cierran las probabilidades de encuentro. Si es cierto que hay
razones políticas en la lucha armada colombiana, si es genuino el interés de transformación nacional, si
se cree en
la reconstrucción de la convivencia social y en la remoción de las causas del conflicto, la obra comienza por
remover
la barbarie y edificar el cimiento mínimo del respeto a la vida humana, a partir de reconocer que sin ese respeto
nada se puede construir.
Un compromiso de humanización del conflicto actúa a favor de los propios soldados, guerrilleros y
paramilitares. En
consecuencia, si no hay conciencia moral sobre los derechos y la protección debida a quienes no hacen parte de
esta confrontación brutal, debería haberla al menos sobre la propia vida y la integridad, por parte de quienes
decidieron jugarse su destino a punta de bala, máxime si son los mismos que ahora se esfuerzan por un diálogo y
por lo tanto reconocen en el adversario algo de razón, a partir de la cual se puede construir una nueva nación
reconciliada y para todos.
El derecho internacional humanitario como fuente
de respaldo de la sociedad hacia el proceso
de paz y su participación en la reconciliación nacional.
Se ha dicho con razón que la reconciliación nacional trasciende el pacto de paz con la insurgencia y las
autodefensas y que debe abarcar al conjunto de la sociedad, a través de un pacto social de convivencia y la
superación de causas políticas, económicas y sociales de exclusión e injusticia. La paz, es
cierto, exige la
participación de todos los sectores y regiones de la nación colombiana. Una paz sin esa concurrencia y aporte de
todos sería frágil y su legitimidad, al carecer de la expresión democrática, se vería
severamente cuestionada. El
protagonismo de la sociedad civil en el proceso ha sido uno de los ingredientes esenciales de la construcción de
una Política Nacional Permanente de Paz, que ha predicado la Comisión de Conciliación Nacional.
Pero, ¿Cómo lograr esa participación sin antes crear las condiciones de confianza de la sociedad hacia el
proceso
de paz?, ¿Cómo lograr la presencia y el aporte de los colombianos a un proceso si su primer clamor y su primera
exigencia, la del respeto de sus derechos más elementales no se cumple?, ¿Cómo pedirle a una sociedad
amedrentada y ultrajada que participe y aporte sus iniciativas a la agenda convenida, mientras se le ataca
fieramente, se le extorsiona, se le asesina a sus líderes y constructores de opinión?
El respeto del derecho humanitario, junto con el cese del fuego y de hostilidades, constituye la herramienta esencial
para la construcción de esa confianza social, que le permitirá salir de sus refugios para creer y actuar en el
escenario de la paz.
Y es que resulta apenas natural que la valoración que hacen los colombianos sobre el éxito o fracaso del
proceso de
paz dependa de sí se contiene o se arrecia el conflicto y su degradación. No es fácil confiar en la
voluntad de paz
mientras el proceso convive con las masacres, con la destrucción de pueblos inermes, con la toma de rehenes, con
los desplazamientos forzados, con los asesinatos y amenazas contra quienes sin armas se expresan, se reúnen,
circulan o simplemente opinan. De ahí que hoy el 73% de nuestros compatriotas piensen que el proceso de paz va
por mal camino, y sólo el 18% opine lo contrario
Se ha dicho que el nuestro tiene que ser un proceso de paz democrático y que por lo tanto hay que ponerle pueblo a
la paz. Así debe ser pues si los acuerdos de paz surgen de espaldas a la nación y sus intereses,
estaríamos frente
a una modalidad de totalitarismo: frente a un país construido sobre el débil andamio de una falsa autoridad, que
usurpa la legitimidad con el dedo en el gatillo.
Si lo que se quiere es que la sociedad, plural, representativa, con la presencia de los rostros múltiples de
nuestras
regiones, participe como protagonista de un nuevo orden político, económico y social, entonces la
responsabilidad
de los armados es abrirle la puerta, darle oxigeno, permitir el curso de la libertad y poner en las manos de esa
sociedad las decisiones; jugarse incluso electoralmente la validez de sus tesis, pues en el mundo ecuménico de
hoy, que arrojó por la borda los mesianismos, esa validez depende en absoluto de su confirmación
democrática y no
de su imposición violenta.
Cuando hace diez años los custodios del infame muro de Berlín comprendieron la sinrazón de disparar al
cuerpo
del primer joven que desafió la muralla, lo hicieron cansados de preservar y de imponer un sistema policivo de
control político y social que no podía y no pudo prosperar a costa de las libertades. Lo primero que se
desprestigió
en Europa del Este no fue la ideología; lo primero que se hizo añicos, antes que El Muro, fue el terror en que
pretendió sustentarse.
Porque no sonó ese disparo esperado, no hubo después quien pudiera, ni quien quisiera, contener la fuerza
creativa
de los cientos de miles de hombres y mujeres, ahora libres del oprobio, que salieron a reconstruir sus naciones. El
muro lo tumbó la gente, cuando su anhelo de libertad superó el temor por el fusil amenazante. Quienes pretenden
controlar a la sociedad a punta de las restricciones a la libertad de opinión, de expresión, de
asociación pacífica, y,
por supuesto, de la libertad personal y la propia vida, lo hacen por el miedo a la libertad misma de una Nación
dispuesta a construir su futuro.
Un acuerdo sobre Derecho Internacional Humanitario tiene entonces esa otra virtud, la de crear las condiciones
para que nuestra sociedad, ávida de cambios, pueda hacerlos. Con sus propias manos, con su inteligencia unida,
con su historia a cuestas y su futuro colectivo en juego. La participación a culatazos, el camino forzado por el dolor
y
la abnegación, son rutas de esclavitud que, como las de Auschwitz, conducen solo hacia la muerte del cuerpo y el
espíritu de nuestros hombres y de nuestro pueblo y que el mundo entero quiso enterrar eternamente con los
horrores del fascismo.
No puedo dejar de evocar hoy el rostro lacerado por la angustia y la impotencia de doña Elvia Cortés en
Chiquinquirá. Esa imagen, que está indeleble en nuestras almas, tiene que despertar la indignación y la
unidad de
nuestro pueblo para exigir, para imponer, para gritar ¡NO MAS! A los violentos y su violencia.
Tampoco podemos olvidar la persecución sistemática de los defensores de los derechos humanos y del derecho
internacional humanitario que ha ocasionado 25 mártires en los últimos tres años y 40 exiliados por sus
creencias. Y
los asesinatos y los atentados contra los académicos algunos perpetrados dentro de los predios universitarios,
hechos de barbarie que nos avergüenzan ante el mundo.
¡NO MAS! Los criminales de guerra podrán morirse de viejos, pero en ese caso lo harán solos, en las
tinieblas,
escondidos, porque hoy sus crímenes son imprescriptibles, no tienen fin, son juzgados universalmente, y así
llegasen a merecer el perdón de Dios, no admiten el de la ley humana.
Para el Gobierno Nacional la cuenta del reloj es regresiva: está en grave mora de perfeccionar la vigencia entre
nosotros del tratado constitutivo de la Corte Penal Internacional que ya tuvo el valor de suscribir.
El derecho internacional humanitario como
puerta para la construccion de consensos.
Queremos los colombianos un proceso de paz de miras amplias, que no sólo busque el urgente cese de la violencia
armada, sino que proyecte el país por nuevos rumbos en lo político, lo económico y lo social, a fin de
construir un
auténtico Desarrollo Humano Sostenible , que se ha convertido en nuevo paradigma
mundial.
Todos, sin excepción, debemos declararnos contritos, por no haber sido capaces de crear una sociedad más
justa,
más solidaria, más igualitaria, menos excluyente, menos marginalizante, y por lo tanto menos violenta.
Es este el momento de rectificar el rumbo, de expiar las culpas y proceder a la conversión de Colombia a
través de
nuestra participación exigente en el proceso de paz.
Nuevamente aquí el Derecho Internacional Humanitario tiene algo que hacer, y de manera capital: su respeto se
convierte en el acuerdo básico que nos permitirá durante el proceso de paz estar en desacuerdo. Contrastaremos
tesis, comprometeremos posiciones, buscaremos el triunfo de intereses contrapuestos, cuestionaremos la viabilidad
y la eficacia de los argumentos contrarios, endosaremos la representatividad de intereses, y para todo ello
necesitamos la certidumbre y la libertad de obrar sin la presión del fusil en la nuca o el temor del imperio de la
fuerza
sobre la fuerza de las razones.
Pero, más aún, si como se ha planteado, se irán cumpliendo los acuerdos en cuanto se suscriban, y ello
comenzará
por los asuntos económicos, se requiere un clima de distensión, cuando no de paz, para que tal decisión
encuentre
posibilidades ciertas.
No es posible redimir el campo colombiano al tiempo que se destruyen sus municipios, se extorsionan o se
desplazan sus habitantes o se impide el tránsito de alimentos o de productos; no es posible la inversión
pública o
privada, nacional o internacional, si se secuestra, se destruye la infraestructura física, o se acecha contra la
actividad productiva; no es posible adoptar un nuevo modelo económico, si a la vez prosigue el aislamiento
internacional, la poca opción en los mercados y aumenta dramáticamente la calificación de riesgo
país, como ocurre
en nuestros días.
No es posible, en últimas, el desarrollo nacional sin la libertad personal; no es posible sembrar el progreso en el
hollín de la destrucción; no es posible la actividad productiva ni la creación y distribución de
la riqueza mientras las
personas y los bienes civiles no sean inmunes a la confrontación militar.
Nuevamente aquí los informes sobre la situación de derechos humanos en Colombia coinciden en su elocuencia
sobre la grave situación que vivimos: las malditas "pescas satánicas" y otros actos terroristas, que crean una
situación de miedo colectivo; los desplazamientos forzados, que además del dolor que causan a sus
víctimas
directas le roban al país las posibilidades de sembrar y por supuesto de cosechar el progreso; los bombardeos
indiscriminados, que causan daños severos e irreparables a la población civil y al medio ambiente; los atentados
contra la infraestructura petrolera y de energía, que detienen la productividad y destruyen la riqueza colectiva; las
amenazas de extorsión que minan toda esperanza y producen la fuga de los capitales. En fin, podría nunca
terminar
en la narrativa macabra de todo cuanto nos acontece. Poco pueden los esfuerzos de paz en medio de este
panorama, como poco puede el sol calentar mientras dura la tempestad.
Tengo la certeza de que un acuerdo humanitario que comprenda la protección de las personas y los bienes civiles,
incluida la infraestructura de producción del país, crearía bases ciertas para la concurrencia de
nuestras gentes a la
construcción de la paz, y nos daría una esperanza objetiva sobre el éxito del proceso. Obviamente,
sería también un
elemento fundamental para contener el atraso económico, reactivar muestra maltrecha economía y poner en marcha
las profundas reformas económicas para la paz que surjan de la negociación que cursa.
Y si ello ocurre en lo económico, ¿Qué no decir de lo político, cuando la propia insurgencia anda
buscando una
opción de juego democrático, que para la bienaventuranza nacional todos debemos favorecer? ¿Cómo lograr
garantías para un debate político y la disposición a que las diversas fuerzas políticas puedan
alternar en el poder, si
no es a través de claras reglas de respeto a la vida, la integridad y la libertad de sus representantes y
seguidores?
El sólo acuerdo ayudaría a terminar la polarización que injustamente ha convertido en objetivos
militares a quienes,
con toda razón y derecho, procuran construir una alternativa de izquierda democrática que tanto requiere el
país y
que se ha frustrado por el imperdonable exterminio cometido contra la Unión Patriótica.
¿Cómo mejor que con un acuerdo humanitario de ejecución inmediata y verificable para que en el transito de la
guerra a la paz se rompa ese espiral horrendo de muertes de candidatos, de alcaldes, constructores de nuevas
opciones, de opositores, de seguidores, de concejales, de diputados, y en fin, de todo aquel que libra la contienda
dentro de la política y la democracia? ¿Cómo se puede construir una sociedad con opciones políticas
abiertas y un
sistema de representación robusto si no es garantizando la inmunidad de los civiles?
Las exigencias de la cooperación
internacional para la paz y el cumplimiento del derecho
internacional humanitario
He dicho que la Comunidad Internacional traza nuevos rumbos para sí misma, con fundamento en una agenda
moralmente imperativa. Después de tanto estropicio, con la terminación de la Guerra Fría resuenan de
nuevo los
fundamentos de la paz internacional que concibieron los pueblos del mundo al crear las Naciones Unidas. Desde
entonces se comprendió que esa paz, para que sea auténtica, supone mucho más que la ausencia de la guerra
y se
vincula indisolublemente a la realización y estímulo de todos los derechos humanos en cualquier parte del mundo
y
a la cooperación internacional para el desarrollo económico y social de los pueblos.
Durante los últimos diez años hemos visto varias veces la cooperación internacional en asuntos de la
paz. Ello ha
sido así, cuando soberanamente los Estados y sus antagonistas violentos han solicitado tal cooperación, y
obviamente lo han hecho a partir de la convergencia de sus propósitos internos y los propósitos de la Comunidad
Internacional.
El Salvador, Guatemala, Angola, Mozambique siguen siendo ejemplos próximos de esa posibilidad: cuando abrieron
la puerta a la participación internacional, con fundamento en una agenda de intereses comunes.
Dicha acción internacional constituyó, sin duda alguna, el elemento esencial de construcción de
confianza y el factor
más importante para encarrilar los procesos en rieles de no retorno. Y se llevó a cabo sobre el respeto de los
derechos humanos y el derecho humanitario y contra la discriminación y la exclusión.
La presencia internacional en El Salvador se dispuso cuando, vista la degradación del conflicto, el Gobierno de
Cristiani y el FMLN comprendieron que en medio de tanto horror sería en extremo difícil cualquier diálogo
útil.
Habiéndose iniciado el proceso, la ofensiva insurgente sobre San Salvador en noviembre del 89, que trasladó el
combate a los barrios de la ciudad, en medio de los civiles, junto con el horroroso asesinato de seis sacerdotes
jesuitas y dos de sus colaboradores, por parte de miembros de las fuerzas militares, propiciaron el llamado urgente
de ambas partes al Secretario General de las Naciones Unidas, para que, como tercero, actuara ayudando a
construir un marco inicial de confianza entre las partes.
Así ocurrió, y poco después, en junio del 90, las partes, con los auspicios de las Naciones Unidas,
suscribieron el
Acuerdo de San José sobre Derechos Humanos. Su verificación, prevista para iniciarse una vez culminara el
enfrentamiento armado, por solicitud expresa de ambas partes se estableció antes. Desde entonces, la voluntad
política de las partes y la presencia de la ONU en ese país creó las condiciones de irreversibilidad del
proceso de
paz.
Usaron el mismo expediente los otros países mencionados, comprendiendo que la negociación en medio del fuego
impone la necesidad de detener la degradación de la confrontación.
Cierto es que en dichos procesos se dispuso la realización del proceso de paz en medio de las hostilidades
militares, como ha ocurrido entre nosotros. Pero es también cierto que siempre fue indispensable la humanización
del conflicto, a través de la declaración de obligaciones en estas materias y en especial de la adopción
de
mecanismos internacionales de verificación imparcial, inmediata y eficaz de los comportamientos en la guerra frente
a los no combatientes y los bienes civiles. >
Un acuerdo sobre el respeto al derecho
internacional humanitario
Desde la Comisión de Conciliación Nacional hemos trabajado intensamente,
inspirados por usted Don Alfredo, en la
propuesta de un acuerdo humanitario que sirva de puerta de entrada al tratado de paz. Presentamos en julio del 98,
de la mano del Comité Internacional de la Cruz Roja y del Instituto de Derechos Humanos y Relaciones
Internacionales de la Universidad Javeriana, que lleva su nombre, una propuesta de articulado sobre estas materias
que, seguimos convencidos, tiene que imponerse por la sociedad en la mesa de negociación.
Quiero advertir que esa urgencia, ese clamor y esa exigencia de la sociedad, que es ya a una sola voz, no ha sido
escuchada como merece serlo. Allí comienza la paz, con el respeto a la voluntad de un pueblo; si no se acata esa
exigencia, la más elemental, la de la supervivencia misma, la del DIH, difícil esperar y creer en que se le
respete al
momento de definir los rumbos del desarrollo del país.
Concluyo pues en esta materia mi exposición con la firme solicitud de que:
En la mesa de negociación con las FARC se continúe trabajando, hasta su puesta en marcha, en un cese al fuego
y
en un cese de hostilidades, como felizmente ya se ha iniciado.
Que dicho compromiso se acompañe de un acuerdo sobre el respeto a los derechos humanos y al derecho
internacional humanitario, de ejecución inmediata y verificable por una comisión internacional con suficiente
autoridad moral, neutralidad y capacidad logística y operativa para cumplir con sus funciones.
Que las negociaciones formales de paz entre el gobierno nacional y el ejercito de liberación nacional y la prevista
convención nacional entre la sociedad civil y el ELN comiencen también sus tareas por un compromiso de respeto a
los derechos humanos y al derecho internacional humanitario con las mismas características anteriores.
Solo de esa manera le pondremos un dique indestructible a la vergonzosa degradación de esta guerra fratricida y le
abriremos de par en par la puerta al éxito del proceso de paz y a la auténtica reconciliación nacional
con justicia
social.