LA IMPUNIDAD IMPIDE LA RECONCIALICION NACIONAL
Luis Pérez Aguirre
"No conseguiremos jamás el progreso de nuestra
felicidad si la maldad se perpetúa al abrigo de la inocencia.
Llegado es el tiempo en que triunfe la virtud y que los
perversos no se confundan con los buenos"
José Artigas
La frase que abre esta reflexión, del fundador de la nacionalidad libre de los uruguayos (al Cabildo de
Montevideo, el 18 de Noviembre de 1815), tiene la virtud de permitirnos centrar en sus justos términos el complejo tema
de las consecuencias éticas que la impunidad tiene en la vida de un pueblo.
He dicho en otras oportunidades que yo no soy jurista. Tampoco soy un político y menos un analista social. No
tengo la capacidad terapéutica de un psicoanalista ni el poder de un estadista. Entonces, para comenzar, no me queda
más remedio que analizar el tema propuesto desde el lugar y con la perspectiva de quien observa la realidad de a pie,
es decir, aquel ser humano que vale para los analistas principalmente a la hora de hacer complejos y sesudos planteos
teóricos sobre las razones y las sinrazones que tiene el Estado para justificar la impunidad de quienes cometieron
crímenes aberrantes.
Sucede que siendo un ciudadano común, por dos veces me he encontrado cara a cara con mi propio torturador en
las calles de Montevideo. Personaje siniestro que se pasea por la ciudad con total impunidad, simulando ser un honesto
compatriota. No tengo otra carta de presentación para hablar que ésta: el haberme encontrado y haber podido
perdonar a mi verdugo. Quizás el único crédito que pueda entonces pedir ahora sea el de hablar y razonar
desde la óptica de una víctima y no desde la asepsia de un intelectual neutral.
Y deberíamos empezar por un silencio, por escuchar. Porque en esto no somos nosotros quienes tenemos el derecho
a la primera palabra; no nos toca a nosotros abrir el diálogo. Hace demasiado tiempo que a las víctimas no se
les ofrece un diálogo. Sólo ellas pueden iniciarlo y cuando empiecen a hablar a nosotros sólo nos
cabrá escuchar. Ese es nuestro actual y primer deber. Escuchar de una vez por todas lo que las víctimas tienen
para decirnos de sí mismas y sobre sí mismas.
¿Estaré muy lejos de la verdad si digo que los defensores de los derechos humanos hablamos demasiado sobre
nuestras ideas, nuestras concepciones políticas y nuestros análisis de la realidad, mientras dejamos a las
víctimas con su palabra atragantada en la boca? Debemos lograr una nueva relación con quienes padecen
injustamente la impunidad de sus verdugos. Establecida la impunidad ya no podemos andar reflexionando entre nosotros, sino
del brazo junto a las víctimas. Sólo así -lo insinúo con prudencia- llegaremos a un nuevo tipo de
solidaridad, de confianza mutua entre las víctimas sufrientes y los ciudadanos dispuestos a no banalizar nunca
más el dolor que queda atenazado en la impunidad por razones de Estado o de "instituciones salvadas".
Pero por lo expuesto al comienzo, no analizaré aquí -ni está en mi competencia- la manera
cómo la impunidad viola groseramente la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Ni por qué está en
abierta colisión con los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas. Quizás los
juristas podrán mostrarnos cómo, en los planos tanto nacionales como internacionales, la impunidad es
inadmisible ante la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes
de lesa humanidad. Sabrán también decirnos cuáles son los mecanismos legales más idóneos
para luchar contra esa impunidad.
Tampoco me incumbe aquí analizar las consecuencias psicológicas en las víctimas directas de esa
impunidad, tarea propia de un psicoanalista o de un psiquiatra. No es ésa mi competencia. Yo me limitaré a
expresar algunas preocupaciones éticas que me surgieron a partir de la experiencia personal vivida en mi país
-Uruguay- y desde la óptica que puede tener un ciudadano común preocupado por estas cosas.
El delito permanente
Es en este contexto ético que importa ubicar el caso de los torturados y los desaparecidos. Pero la
situación de los desaparecidos es, sin duda alguna, un caso límite, paradigmático y ejemplar. Afirmamos
esto porque el desaparecido no es un caso del pasado, para la memoria. Es siempre víctima de un delito actual, del
presente, insoslayable. De un delito "permanente". El desaparecido es considerado como un no-ser; el Estado que garantiza la
impunidad no quiere reconocerle su carácter de humano.
La condición de los desaparecidos es un caso extremo de "alteridad" ética: la sociedad les quita toda
cualidad humana. ¡Se les niega su condición humana! Se procura suprimirles el último lazo que tenían con
la sociedad: se les niega hasta el derecho de estar en un lugar y una fecha determinadas. Sus familiares son forzados a vivir
en una penumbra habitada de dudas y fantasías. Se les mantiene en un estado de crueldad y tortura permanente. Es un
caso extremo de maldad (que va más allá de lo imaginable en la situación de los niños
desaparecidos) puesto que para los familiares es una angustia suspendida en el tiempo, no pueden ni saben si están
vivos o muertos, y en este último caso, no pueden ni enterrar a sus muertos que no están y, por lo tanto,
tampoco pueden elaborar el proceso de duelo
Para tener una idea cabal de esta situación basta pensar que no es equiparable a la de una tumba del "soldado
desconocido", que ayuda a canalizar el dolor de tantos familiares, desde el momento en que allí yacen restos reales de
un soldado que pueden ser los de su familiar. No hay tumba posible del "desaparecido desconocido". No dudamos que esta llaga
abierta, esta penumbra en el alma respecto de la situación de los desaparecidos, trasciende la situación de los
familiares directos y afecta a toda la sociedad.
En una sociedad no reconciliada la tristeza campea en la humillación
Triste es tener que conservar para siempre en la memoria colectiva el hecho fatal de que por la impunidad impuesta nos
hemos convertido en un pueblo pusilánime, doblegado por abyectas amenazas de algunos delincuentes que obligan a olvidar
y a dejar impunes sus crímenes. Es insoportable convivir para siempre con la propia vergüenza y con la dignidad
perdida. La paz verdadera, que siempre es fruto de la justicia restablecida, se vuelve una ilusión inalcanzable y
nostalgiosa.
Es una ilusión pretender poner un "punto final" al horror vivido amparando y confundiendo en un mismo bando a
perversos y malvados junto a los inocentes. Amparando y dejando dentro de "casa" precisamente a aquéllos que violaron
los derechos humanos desde el aparato del Estado y a quienes se habilita para convivir con sus víctimas en el mismo
espacio.
Será necesario de alguna manera conocer la profundidad de las lastimaduras, las llagas abiertas, la
infección dejada en el alma del pueblo, para curarle la tristeza. La impunidad lo impide y sabemos que sólo se
sana de la tristeza incrustada en el corazón si, para el diagnóstico y la posterior búsqueda de terapias
ético-sociales adecuadas, se es capaz de acceder a su verdad.
Cabe acotar que, paradójicamente, ante la presencia ausente de las víctimas inocentes, el futuro que
parecía vedado está siempre abierto. Ese sufrimiento no se justifica ni debe transformarse en
resignación. El sufrimiento está ahí: ciego, tiránico, absurdo. Desde las víctimas
inocentes de la impunidad afecta a todos. Ese dolor de las víctimas y su reclamo de justicia entristece a todos pero
también los prueba, los desafía, no para que adopten una determinada actitud política, sino para
acrisolarlos, para buscar la vida en justicia, para imaginar y luchar por una tierra sin lágrimas.
La reconciliación imposibilitada
Si no se puede demostrar que la impunidad no tiene cabida en la sociedad porque se ha logrado acceder a la verdad de
lo que pasó y hacer justicia para crear las condiciones de la reconciliación, esa sociedad se está
haciendo un harakiri político, está transitando por un despeñadero hacia una suerte de suicidio
ético y social.
El mero transcurso del tiempo nunca es suficiente para sanar a una sociedad de la infección que padece por la
impunidad. El problema queda enquistado en la conciencia nacional mientras no se le de el remedio adecuado. Aún
más, esa enfermedad permanecerá y será alimentada por el mismo transcurso del tiempo indefectiblemente.
Cerrar heridas y reconciliarse no es olvidar. El olvido es signo de debilidad y es miedo al futuro. Quienes
pretenden tender un "manto de olvido" sobre los crímenes aberrantes que se han cometido buscan impedir, en los hechos,
toda reconciliación. Los crímenes sucedieron; mientras están impunes afectan la conciencia o la
inconsciencia colectiva nacional. La historia se hace con lo que el pueblo conserva en su memoria. Tendrá que conservar
el hecho inocultable de los crímenes. Pero no le sumemos a esa memoria la impunidad, sino la capacidad de perdón
y reconciliación. La investigación de los crímenes siempre procura colaborar en la creación de las
condiciones éticas para una reconciliación.
Sin tocar por medio de algún tipo de reconciliación esa herida purulenta que viene del pasado, es
imposible pretender consolidar el Estado de Derecho. Porque la consolidación institucional y democrática pasa
por restablecer la actitud ética en todos sus niveles y en todas sus instituciones.
Muy a menudo se argumenta que hurgar en acontecimientos del pasado es abrir nuevamente las heridas. Nosotros nos
preguntamos por quién y cuándo se cerraron esas heridas. Ellas están abiertas y la única manera de
cerrarlas será logrando una verdadera reconciliación nacional que se asiente sobre la verdad y la justicia
respecto de lo sucedido. Pero la reconciliación tiene algunas condiciones básicas para ser auténtica.
El perdón bien entendido
Para una verdadera reconciliación nacional será necesario en algún momento pasar por acto del
perdón. Pero la palabra perdón corre el peligro siempre de evocar imágenes que desfiguran su sentido y
que empobrecen el profundo significado del gesto. Efectivamente, por ese término no podemos referirnos a un
perdón que sea olvido. Es decir, se cierran los ojos porque ya no es posible hacer nada y se quiere a toda costa
salvaguardar la paz. En este sentido, el perdón sería un signo de debilidad o de miedo al futuro y a enfrentarse
con el verdugo.
Tampoco nos referimos a un perdón que sea entendido como indiferencia . Ella esencialmente implica una
huída de la realidad por falta de convicciones, entonces cada uno, ante la impunidad del verdugo, hace lo que se le
cante; en realidad la indiferencia significa que no existe ningún vínculo real entre uno y otro y, por lo mismo,
ninguna amenaza concreta.
No entendemos tampoco el perdón como ingenuidad, dispuesta a creerse todo y librada a cualquier
fácil manipulación de conciencia, a borrarlo y olvidarlo todo.
Somos conscientes de que muchos piensan que el perdón y la reconciliación son casi debilidades humanas,
síntomas de poquedad y de cobardía. Ciertas personas en actitud colérica impaciente no pueden vislumbrar
otra salida que la revancha o la violencia para no verse degradadas o acomplejadas por la impunidad del verdugo. Esto es no
entender la verdad del perdón, es estar sumido en la peor confusión. Se confunde el perdón con
debilidad, el ser valiente con la venganza o la ira justa con el no saber perdonar. Pero la realidad es muy otra. Se
precisa ser muy valiente para no sucumbir a la tentación de venganza o al rencor en medio de la justa ira. El
perdón, contrariamente a lo que popularmente se entiende, es un acto difícil, arriesgado, heroico. Es actitud
propia de personas fuertes y nobles. Sólo se puede dar cuando alguien lesiona o amenaza efectivamente a otra
existencia, a otro en su ser o en sus derechos. No se trata, por tanto, de olvido, ni de indiferencia, ni mucho menos de la
ingenuidad o debilidad.
El perdón siempre es, debe serlo, un acto lúcido. Quien es capaz de perdonar juzga que quien le hizo
daño es menos persona que quien lo padeció. Su acto tiene el objetivo de romper ese círculo hechicero del
mal, ese "acorazamiento" del malhechor dentro de su maldad. Quien verdaderamente perdona está procurando romper ese
círculo siniestro en el que naufraga toda comunicación humana. Tampoco se quiere dejar dominar por el mal que
envuelve y trasuda el verdugo. Implica riesgos porque su única fortaleza está en la esperanza de que la bondad
brindada abrirá en el malhechor un espacio distinto en su corazón del que le presenta su actual lógica
perversa. Quien perdona no quiere dejarse aprisionar por el mal que emanó de su adversario. No cura la violación
con la violación, ni la tortura con la tortura, ni la agresión con la agresión. Procura crear una nueva
relación, es una invitación para que el mal no tenga la última palabra. Busca y apuesta a la posibilidad
de abrir al verdugo a unas relaciones sociales positivas y nuevas con él.
Esto nos está indicando varias realidades a tener muy presente y que debemos saber distinguir. Por un lado
está el perdón solicitado a la víctima por parte de un victimario que se arrepintió del mal
cometido. Por otro lado está el perdón ofrecido por iniciativa libre y generosa de la víctima al verdugo.
Nunca está de más insistir también en que jamás se puede perdonar en forma abstracta. Uno
no puede lanzar un perdón al aire esperando que caiga en la persona que corresponde, no se puede perdonar sin saber a
quién. El perdón nunca es un acto impersonal, teórico o abstracto. Por eso, todo perdón exige como
condición previa conocer la verdad y conocer al culpable en forma personalizada. Menos puede uno pretender perdonar
en lugar de otro, en nombre de un tercero, porque en ese caso el perdón al verdugo se convierte en crueldad para
con la víctima. Sólo puede perdonar al verdugo aquél que ha sido torturado o vejado por él.
Aquí creo que está el argumento más fuerte y radical contra las leyes de impunidad que dicta alguien o
alguna instancia social (Poder Ejecutivo, Parlamento, etc.) en nombre de las víctimas (y otras veces, en nombre de
motivos más espúreos). Sólo puede mostrar la impotencia y estupidez del odio y la injusticia aquél
que ha sido objeto de ese odio y víctima de su intención destructiva. Sólo podrá verdaderamente
ofrecer el perdón a quien le hirió u ofendió aquél que cree y espera que su acto heroico de
perdonar será creador de una nueva historia de relaciones fraternales y sanas entre ambos.
En suma, dentro de una sociedad que ha sido dominada por las injusticias, la reconciliación tiene que provocar
necesariamente enormes tensiones que no se resuelven con un perdón abstracto. El perdón deberá asumir ese
conflicto y deberá partir de la misma realidad conflictiva. En todo caso el perdón auténtico, entendido
como lo explicamos aquí, ofrecido o dado en respuesta por parte de las víctimas, aparecerá siempre como
un desafío, una exigencia profunda de la pacificación nacional y será la única garantía
genuina de reconciliación.
El perdón y sus diferentes niveles
Así como existe una distinción obligatoria entre el perdón pedido por el verdugo a su
víctima y el perdón ofrecido por la víctima al verdugo con la esperanza de tocar su corazón y
crear una relación nueva, hay que atender también a la distinción entre lo que es el perdón en el
plano de las relaciones interpersonales, entre individuos, y el perdón en el plano político y social.
En las situaciones interpersonales, cuando perdonamos a otro, arriesgamos el equivocarnos, poniendo en ese alguien
nuestra confianza y esperando que, con ese gesto, la conciencia y el corazón del otro se sacudirán, que
podrán cambiar y habrá una reconciliación, un reencuentro, un sanamiento y creación de relaciones
nuevas. En este sentido, el perdón es una actitud positiva, profundamente optimista ante el ser humano. Quien perdona
cree que el ser humano es capaz de cambiar realmente y que el mal no tendrá la última palabra. Es casi un exceso
de confianza, aunque nunca ingenua, por la que una persona se pone en manos de la otra apoyándose en la esperanza de
que cambiará, y esa esperanza es alimentada por toda la comunidad. El perdón será entonces un gesto
límite con el que se pretende superar situaciones límite de ruptura entre los individuos.
Pero debemos advertir también que si esto es así en la relación interpersonal, en los niveles
sociales y políticos la cosa cambia. No se pueden emplear idénticas categorías o parámetros cuando
hablamos de perdón o reconciliación fuera del ámbito interpersonal, en el nivel de una sociedad
política en conflicto. En este caso, el perdón y la reconciliación tienen que ser analizados
también desde categorías sociales y políticas no tan simples e inmediatas. En este nivel tampoco hay
recetas o procedimientos simples y automáticos. Está en juego el destino y la vida de muchos. Y hay que medir
los riesgos desde diferentes perspectivas. Ante todo, habrá que poner los medios para superar el círculo vicioso
de las revanchas, de los desquites y las venganzas por mano propia. Pero nunca a costa de incorporar a la comunidad al enemigo
no arrepentido, con su odio y con su injusticia, prescindiendo de un análisis serio y profundo de sus
propósitos. Sería como meter al lobo en medio del rebaño de corderos.
En esta situación ayuda considerar la experiencia secular de las iglesias cristianas, que jamás
concedían el perdón a quien lo pedía y la reconciliación con la comunidad a nadie que hubiese
pecado si antes no cumplía con algunos requisitos elementales, con algunas condiciones que se explicitaban en todos los
catecismos, a saber: examen de la propia conciencia, arrepentimiento del mal cometido, firme propósito de no volver a
cometerlo, expresar la culpa ante la comunidad y Dios, además de cumplir con una penitencia reparadora del daño
cometido.
A este respecto, el Papa Juan Pablo II corroboraba lo arriba explicado diciendo en su carta Encíclica Rico en
Misericordia (n.14): "Es obvio que una exigencia tan grande de perdón no anula las objetivas exigencias de justicia. La
justicia rectamente entendida constituye por así decirlo, la finalidad del perdón. En ningún paso del
mensaje evangélico el perdón, ni siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el
mal, para con el escándalo, la injusticia, el ultraje cometido. En todo caso, la reparación del mal o del
escándalo, el resarcimiento por la injusticia, la satisfacción del ultraje, son condición del
perdón".
Lo que aprendimos
Desde la experiencia que nos tocó vivir, no nos cansaremos de decir que para la impunidad no hay soluciones
totales y unívocas. Lo decimos porque, entre otras razones, cada vez que se propuso una "solución", salió
escaldada. Pero ello no debe llevarnos a dejar caer los brazos ni a eludir nuevas búsquedas de solución a la
impunidad en todos los campos posibles. Somos conscientes de que sin soluciones articuladas y múltiples, es decir, sin
soluciones técnicamente viables (en el plano jurídico, político, social y humanitario) no hay
solución posible, sino un nuevo problema que añadir a los ya existentes.
La conclusión es tan obvia como tajante: las enfermedades del cuerpo social producidas por la impunidad, como
las del cuerpo humano, no se curan con exorcismos, fantasías utópicas o actitudes voluntaristas. De poco le
serviría a un enfermo de cáncer que "condenásemos" rotundamente la enfermedad o que hiciésemos
seminarios sobre sus terribles sufrimientos. Al final, ese enfermo sólo podrá confiar en el avance de la ciencia
y en su correcta aplicación.
En estas realidades sólo los ignorantes y algunos desahuciados recurren, quizás en su
desesperación, a magos y curanderos. En el campo de las enfermedades sociales, como la de la impunidad, también
dictan cátedra como "doctores" no pocos "hechiceros" y alquimistas que, como los antiguos charlatanes de feria, ofrecen
remedios maravillosos para esos males. Pero entre tanto, ¿qué sucede? Pues que la impunidad de siempre, enfermedad
endémica de muchas de nuestras sociedades, sigue ahí, acaso más arraigada y extendida que nunca.
¿Cómo combatir ese mal que parece incurable? ¿Qué hacer? Quizás empezar por lo que decíamos
al principio: empezar por hacer silencio y escuchar a las víctimas, atender a sus gestos. Luego juntarnos y buscar
unidos las soluciones posibles. Escuchando también a quienes hablan en serio y que son expertos en estos asuntos, cada
uno desde su disciplina y desde su corazón sensible y solidario. Pero, ¿quién escucha a los que hablan
desde el corazón? Parece como si únicamente prestáramos atención a los demagogos. ¡Tal vez
por eso sigue campeando la impunidad!