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09ene17
La expectativa entre el decir y el hacer
Todavía se despereza el año nuevo y ya aparecen las primeras evidencias de continuidad en el áspero clima venezolano de la confrontación política y económica.
Por un lado, el presidente constitucional Nicolás Maduro anuncia el incremento en un 50 % del salario mínimo de los trabajadores; mientras por el otro, la opositora Asamblea Nacional, en su primer relevo de mando, reproduce en la voz de un nuevo nombrado, Julio Borges, el discurso agresivo del absolutamente fracasado Henry Ramos Allup.
Con estas primeras luces radicalmente contrarias, sector revolucionario y oposición burguesa confirmaron temprano para el 2017 las pautas invariables de sus líneas de pensamiento y acción: resistencia y empuje transformador del chavismo en el poder, versus conspiración golpista y boicot económico de la derecha.
Ciertamente, esta ha sido la esencia del escenario conflictivo nacional desde la llegada del Comandante Hugo Chávez a la Presidencia, y aunque tras la asunción del mandatario obrero Nicolás Maduro la oligarquía interna giró hacia extremos violentos esa contradicción típica de las revoluciones, no hubo hasta ahora un año más difícil y adverso para el proceso bolivariano que el almanaque recién finalizado.
En una suerte de prueba al límite, el 2016 conjugó las peores circunstancias para el avance sostenido del nuevo modelo socioeconómico en construcción, establecido en el Plan de la Patria que concibió a largo plazo el Comandante Chávez.
Hace un año exactamente, la caída en picada de los precios del petróleo continuaba sin frenos aparentes y maniataba –debido a esa monodependencia rentista– la liquidez financiera de un país saboteado por todos sus costados, que entonces requería abastecer con importaciones pagadas en divisas, los anaqueles vacíos.
Esa propia escasez de alimentos e insumos básicos, unida al alza especulativa de sus tarifas, provocada por la crisis artificial inducida en el complot de las oligarquías productoras, importadoras, distributivas y financieras, ya había cobrado en diciembre del 2015 el mayor costo político, cuando el chavismo perdió en manos opositoras el poder legislativo que representa la Asamblea Nacional (AN).
En plena ofensiva sobre dos frentes fundamentales de lucha, el político y el económico, la derecha nacional venezolana cometió el grave error de considerar irreversible su avance sobre el gobierno democráticamente electo de Maduro, y amparada por la escena mediática y de contubernio internacional para defenestrar al país, emprendió una carrera desbocada en pos de concretar en breve tiempo sus estocadas definitivas.
Entre ellas, aislar y sancionar a la nación en el marco regional de la OEA, derogar leyes populares, reformar las entidades garantes del equilibrio de poderes públicos, y la fundamental, realizar un revocatorio presidencial que sacara del juego al mandatario obrero.
De más está enumerar las veces que la oposición, usando la AN como máscara institucional, cayó sentada sobre sus propias intenciones; en primer lugar debido a los fraudes colosales con que ella misma se encargó de invalidar su gestión.
Recordemos cómo, embriagada de su victoria circunstancial, la bancada opositora de la AN se creyó superior al resto de los poderes públicos, y en franca arbitrariedad desoyó la sentencia cautelar del Tribunal Supremo de Justicia, que suspendió a los cuatro diputados indígenas de Amazonas por irregularidades en las elecciones locales.
La directiva de la AN, en acto de soberbia, juramentó a los tres candidatos de derecha.
Tal arrogancia la hundió en una condición de desacato de la cual no sale aún, y que deslegitimó absolutamente todos sus actos; incluida la promoción de leyes absurdas, concebidas solo para la restauración de privilegios oligarcas y sepultar el andamiaje legal de protección popular creado por las predecesoras revolucionarias.
Como un mal genético, el actuar fraudulento se extendió a todas las acciones desesperadas de la derecha por resolver sacar del poder al jefe de Estado bolivariano, y en su más vociferado ejercicio, la convocatoria a un revocatorio presidencial rompió todo los récords de desfachatez.
Primero, retrasaron a propósito la presentación de la solicitud, cuando ya los plazos constitucionales no permitían hacerlo el mismo año –con el objetivo expreso y fracasado de generar desestabilización una vez se sentenciara la imposibilidad–, y segundo, groseramente incluyeron en las listas de rúbricas solicitantes a miles de firmas falsas que sumaron cédulas inexistentes, nombres de fallecidos que tendrían hasta 140 años, menores de edad y hasta personas encarceladas.
Obviamente, el pretendido ejercicio hizo aguas en su propio mar de fraudes, y cada vez que intentaron mediatizar el enojo en marchas escuálidas que magnificaron mediante nombres estrambóticos como «Toma de Caracas», chocaron con la movilización popular de izquierda, que en multitudes millonarias ocupaba las principales avenidas y plazas del país, en un claro mensaje de resistencia, vocación de paz y apoyo al Gobierno revolucionario.
Cuando ya era insalvable el desprestigio de su máscara parlamentaria –acentuado en el fiasco que representó la conspiración fraguada en el lobby de la OEA para invocar contra Venezuela la Carta Democrática, recurso rechazado por sus países miembros–, apelaron a la irrisoria estrategia de realizar un juicio político al presidente Maduro, por el supuesto Abandono del Cargo que implicaba su gira internacional por países petroleros, a fin de promover una estrategia para estabilizar los precios del mercado del crudo.
Más que la improcedencia de una medida no prevista siquiera en la Carta Magna, la derrota mayor de tal pretensión estuvo en el saldo positivo de aquel paciente circuito de negociaciones que el mandatario obrero ejecutó, y que a la postre promovió un concilio entre las naciones OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) y NO OPEP para recortar sus producciones y generar un repunte de los precios que hoy ya avanza hacia la cota sostenible de los 60 dólares por barril.
Esta gran victoria, unida a la consolidación moral en el área internacional que significó la realización en Venezuela de la XVII Cumbre del Movimiento de Países No Alineados, y la asunción de la presidencia del segundo organismo multilateral más grande del mundo, apuntalaron la credibilidad de un gobierno que en el orden interno, fundamentalmente económico, tiene sus mayores retos.
En esa batalla cruenta por la recuperación de la economía nacional, la Revolución Bolivariana libró en el 2016 cruzadas colosales que estructuró alrededor de una agenda de 15 motores productivos que priorizan, en primer orden, la alimentación del pueblo; a través de un modelo creativo e incluyente de generación de bienes y distribución, organizado en lo que llaman Consejos Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP).
A la par, la denominada Agenda Económica Bolivariana reorienta los esfuerzos financieros fundamentales a diversificar la producción nacional, explotar al máximo el potencial de renglones exportables y proteger a toda costa las conquistas sociales, que vistas en el tamiz de las misiones y grandes misiones (salud, educación, cultura, vivienda…), recibieron en el 2016, para su inversión, más del 70 % del apretado presupuesto nacional.
¿Qué puede esperarse entonces del nuevo calendario cuando, por un lado, el Presidente de la República decreta el primer aumento salarial del año –lo hizo cuatro veces en el 2016– «para continuar la recuperación progresiva del poder adquisitivo del sueldo de los trabajadores», y por el otro, el nuevo cabecilla opositor de la Asamblea Nacional se inaugura apelando a la salida inminente del mandatario, convocando a la rebelión de las fuerzas armadas y vendiendo un paquete de nuevas leyes «pensadas para los pobres y el progreso de Venezuela»?
No es preciso votar las expectativas. Solo se trata de ver, en este 2017, quién marca la diferencia entre el decir y el hacer.
[Fuente: Por Dilbert Reyes Rodríguez, enviado especial, Granma, Caracas, 09ene17]
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