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13abr02
Todos los errores y desmesuras de Chavez no alcanzan a encubrir que fue tumbado por un golpe militar al viejo estilo.
Por Oscar Raúl Cardoso.
La caída de Chávez cierra otra parábola de la larga serie de frustraciones y latrocinios en Latinoamérica. Todos sus errores y desmesuras no alcanzan a encubrir que fue tumbado por un golpe militar al viejo estilo.
Lo sucedido en Venezuela es, en lo central, transparente como el agua de lluvia y no hay en esto nada para celebrar, aunque sí para dudar de la calidad de la historia que pueda escribir de aquí más América latina. No existe modo de confundir el significado básico: el derrocamiento de Hugo
Chávez en Caracas es el producto de un golpe de estado militar, como la región no conocía desde hace un cuarto de siglo y, en consecuencia, un brusco regreso de lo peor de su pasado, el venezolano en particular y el latinoamericano en general.
El precedente inmediato es el 24 de marzo de 1976, cuando otros uniformados levantiscos --argentinos esa vez-- embistieron con éxito contra un gobierno civil legítimo y legal, el de María Estela Martínez de Perón. La de Isabel era entonces una figura no menos controvertida que la de Chávez hoy, tanto que una parte significativa de la sociedad argentina --con excepciones insuficientes para cambiar el curso de los hechos-- optó por una complicidad silenciosa con lo que consideró un desenlace "inevitable". Los resultados de la experiencia fueron ocho de los más oscuros años que conoció el país, 30.000 desaparecidos y una guerra perdida hace dos décadas.
No sería sensato jugar a la predicción ligera y anticipar que los sucesos de ayer conducirán a los venezolanos al mismo desamparo que conoció la Argentina. Lo relevante aquí es notar las similitudes en el pecado de origen. Porque ni el encumbramiento en Venezuela de un civil, el empresario petrolero Pedro Carmona Estanga, en el vértice del nuevo poder, puede disimular que el pronunciamiento militar en ese país resultó poco menos que un calco de la metodología que fue dolorosa moneda corriente en América latina durante buena parte del siglo pasado. Metodología que, nos hemos repetido, nos han repetido, incesantemente en tiempos recientes, no podía regresar.
Sin embargo, la estamos mirando a los ojos otra vez. ¿Son necesarias más comparaciones para apreciar esta tautología que se ofrece en Venezuela? Las hay a montones: en 1992, Alberto Fujimori --civil-- se encaramó sobre los militares de su país para llevar adelante una década de ruina política, económica y social de la que Perú ni siquiera ha comenzado a reponerse. Terminó huyendo al Japón, cuando ni las armas del Estado podían defenderlo ya. A comienzos de los años 70, Juan María Bordaberry sirvió en Uruguay como sombrilla política de los uniformes y se llevó consigo el dudoso honor de haber sido la fachada en pulcro traje civil de las mayores violaciones a los derechos humanos que conoció ese país. Como en esas experiencias, los militares venezolanos que se sublevaron contra Chávez volvieron a agitar el fantasma del comunismo --reprochándole al ex presidente su relación con Fidel Castro y presuntos vínculos con la insurgencia colombiana--, hecho que tiene también sobretonos de una época en la que el maniqueísmo tenía en América latina el sobrenombre de "doctrina de la seguridad nacional" y servía para intentar justificar cualquier desaguisado del poder.
La desprolijidad torpe de aquellas épocas también estuvo presente en Caracas. Convertido en un preso en el palacio presidencial de Miraflores, los sublevados le exigieron a Chávez la formalidad de una renuncia escrita. Aparentemente --porque aún no se conoce-- la obtuvieron.
Para nada, porque según la Constitución la dimisión debió haber sido presentada ante la Asamblea Nacional y aceptada por este cuerpo para tener siquiera un viso de legalidad. Esto no representa la ausencia de un mero trámite: hace a la naturaleza misma de la legalidad posterior.
Si Carmona Estanga es exitoso en su proyecto; si tiene las respuestas para una economía devastada y con más del 80% de su población en estado de carencia y si consigue devolverle la política a una nación que pareció repudiarla con la elección masiva de Chávez hace tres años; es posible que su origen termine siendo disimulado. Con mucho menos, Fujimori gozó de ese privilegio durante un largo, inexplicable, tiempo.
Pero ni ese éxito --de futuro incierto, por lo demás-- eliminará el hecho de que, junto a los generales, decidió estampar una sonora patada en el trasero de la democracia latinoamericana y empujarla hacia atrás en el tiempo. Nada de esto invalida el hecho de que la crisis de la democracia venezolana tiene explicaciones varias, muchas de las cuales resultan imposibles de desarrollar en forma inmediata a la consumación del recambio en el poder.
Hay una parte sustancial de la génesis de las horas de ira colectiva, fuego, sangre y golpe militar en Caracas que sólo se develará --si lo hace-- con el correr de los días. Por si esta complejidad fuese poca, la personalidad del actor central de ese drama latinoamericano, Chávez, está repleta de contradicciones y claroscuros.
Sería más que una simple paradoja que este antiguo teniente coronel de paracaidistas haya salido del escenario histórico de su país del mismo modo en el que ingresó: con las manos manchadas de sangre. En una suerte de espejo posible, la docena de muertos de la protesta popular que terminó con su derrocamiento trae a la memoria a las víctimas inocentes de la sublevación que el propio Chávez lideró en 1992 contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, cuya muerte también buscaron los rebeldes.
Pero hay que tener cuidado con los juicios apresurados. Todo régimen político de excepción --como es el nuevo poder venezolano-- precisa construir su mito sobre el escarnio de aquello que lo precedió. Es un dato comprensible, pero no justificable y conviene tener siempre presente que --con todo lo estrambótico de su gestión-- Chávez nunca fue en los tres años de gobierno el ogro dictatorial que la oposición doméstica y algunos críticos extranjeros gustaban pintar.
Hay ya suficientes datos, sin embargo, para poner la experiencia de la inconclusa "revolución bolivariana" con la que soñó Chávez en la perspectiva de los riesgos que supone recorrer caminos paralelos a los de la política democrática a la hora de consagrar liderazgos. En este caso Chávez se asocia inevitable --y desagradablemente-- con Fujimori, con el brasileño Fernando Collor de Melo y con el ecuatoriano Abdala Bucaram, entre otras figuras posibles y diversas, que condujeron en la pasada década experimentos políticos que culminaron en alguna forma de desastre institucional y, por extensión, también de la democracia que pretendieron utilizar.
Un militar, un empresario sin "cursus honorum" alguno en esa política democrática --sin la contención que sus mecanismos brindan aun de modo imperfecto-- pueden parecer opciones atractivas a sociedades agotadas por la ineficiencia y la corrupción de sus políticos. Pero, con frecuencia, aquellos sólo ofrecen esperpentos detrás de sus promesas.
Chávez puede citarse como un ejemplo clásico: dilapidó un consenso abrumador, confundió lo importante con lo accesorio, no supo qué erigir en los vacíos dejados por el desprestigio de los partidos tradicionales --la centroderecha del COPEI y el centroizquierda de AD-- y ante el primer asomo de crítica optó por refugiarse en el costado mesiánico de su propio proyecto.
Desde la primera huelga contundente de sus adversarios --el 10 de diciembre pasado-- sólo pudo huir hacia adelante profetizando una improbable dimensión continentalista para un esquema que hacía agua en lo interno. Ni a su propia base respetó, hostigando hasta al mismo Movimiento Bolivariano que había nacido sólo para encumbrarlo, con actos de clientelismo político de infinita torpeza.
Carente de las habilidades políticas más elementales perdió la brújula de toda negociación y pretendió imponer un consenso imposible no como un estadista sino como el oficial tropero que es. Alguien que fatigaba infatigablemente las páginas de la literatura, la historia y el ensayo y era capaz de citar páginas enteras de autores como Gabriel García Márquez y Eduardo Galeano; Chávez perdió la oportunidad de reflexionar sobre aquel monarca creado por Antoine de Saint Exupery en "El Principito" al que obsesionaba desde su poder absoluto no ordenar nada en lo que no estuviera, de antemano, seguro de ser obedecido.
Memoria y comprensión son, está claro, facultades distintas y a la confusión entre ambas hay que imputar el fracaso de mucho de lo mejor del intento chavista: el intento por refundar Venezuela y las hoy demonizadas "49 leyes" algunas de las cuales proponían --sin duda-- una sociedad más justa, donde casi no hay justicia ya. Pero en ese paquete convivieron proyectos como el de una reforma agraria con la obsesión de Chávez de irradiarse a todos los niveles de la vida de su país. La búsqueda de la gloria personal y el culto a sí mismo no se llevan bien con los esfuerzos modernizadores.
Ninguno de los errores de Chávez alcanza, sin embargo, siquiera para justificar el golpe que lo derrocó. La herida que este desarrollo le infligió a la democracia tiene otra dimensión no menos compleja: el fenómeno Chávez fue también el resultado de una reacción venezolana contra el agobio neoliberal y "globalizador". Este no ha desaparecido pero la capacidad de resistencia latinoamericana a ese modelo ha resultado tan golpeada como la estabilidad institucional. No habrá que esperar mucho para escuchar la advertencias contra cualquier ensayo de oposición al cuento de hadas del capitalismo global que, sin duda, esgrimirán la experiencia chavista como espantapájaros.
Hay también urgencia por saber si habrá que considerar este golpe no sólo como el nuevo hito que es, sino también como augurio certero del futuro. Es difícil imaginar, por ejemplo, tristeza en Washington por la suerte de este militar por el que nunca tuvo estima y de cuyas excentricidades políticas --como la visita al proscripto Saddam Hussein en Bagdad-- siempre aborreció.
¿Hay en marcha un proceso de reversión continental de la fórmula "democracia más mercado" que es la norma desde fines de los años 70? No es posible responder hoy de modo taxativo, pero algo es cierto: la tensión entre democracia y proceso económico que produce el modelo neoliberal parece comenzar a resolverse en perjuicio de los valores democráticos. Otra escena que evoca aquella misma vieja película que América Latina no quiere volver a ver.
[Fuente: Oscar Raúl Cardoso del diario Clarin, Buenos Aires, Arg, 13abr02]
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Este documento ha sido publicado el 17abr02 por el Equipo Nizkor y Derechos Human Rights