Zelmar Michelini fue uno de los precursores de la denuncia de la aplicación sistemática de la tortura por los militares uruguayos. Lo hizo desde antes del golpe, en innumerables ocasiones, en el Senado y, ante el mundo entero, en su memorable discurso ante el Tribunal Russell, reunido en Roma en marzo de 1974.
Desde aquel entonces, los testimonios se han ido acumulando y han constituido una verdad histórica que todavía, es cierto, falta completar, pero que ya nadie se atreve a desmentir.
En 1978 la historia oficial registraba pasajes como éste, cuya redacción parece pedir a gritos el acompañamiento de una marcha militar. "El Uruguay no tortura, no veja, no maltrata, no humilla ni al más abyecto de los criminales. No conoce ni sabe de esas prácticas de horror que, en cambio,
son moneda corriente en los países comunistas, que es de donde sale el aliento que insufla las campañas de desprestigio internacional como las que actualmente se inventan contra él y otros países militar o económicamente débiles, o no estratégicos." (Las Fuerzas Armadas al pueblo oriental, tomo II, página 408.)
Las montañas de testimonios que se siguieron juntando a lo largo de la dictadura, en el país y en el exterior, condujeron a una verdad en la que coincidieron, entre tantos otros, todos los organismos no gubernamentales de defensa de los derechos humanos del mundo, las iglesias, las Naciones Unidas, el Departamento de Estado de Estados Unidos, todos los partidos políticos uruguayos, la Conapro y hasta aquel estrado tan variopinto que llegó a reunirse al pie del Obelisco en noviembre de 1983. Debe haber sido por aquel entonces que las Fuerzas Armadas dejaron de negar que habían recurrido a aquellas "prácticas de horror" y comenzaron a argumentar que se había tratado de una guerra, que para obtener ciertas informaciones todos los procedimientos son válidos y que, en definitiva, el fin justifica los medios. Hablaban en general, usaban términos como "combates" y "enfrentamientos", abarcaban un período que había comenzado en 1972 y terminaría en febrero de 1985, e incluían, entre los subversivos, a Michelini, a Gutiérrez Ruiz, a Julio Castro o a Vladimir Roslik, y entre los métodos válidos para lograr información, el submarino, la picana, el plantón, la violación, el caballete, el colgamiento y la muerte.
El debate parlamentario de 1986 sobre la ley de caducidad no versó, precisamente, sobre la inocencia o la culpabilidad de aquellos a los que se habría de exonerar de responsabilidad penal. Eso estaba fuera de toda duda. Sólo se trataba de un problema de relación de fuerzas: los militares escondían citaciones judiciales y mostraban dientes. Y el mismo dilema se trasladó a la ciudadanía en abril de 1989, cuando el plebiscito confirmó una ley que, como tal, puede consagrar o anular obligaciones y derechos, pero no imponer silencios ni esconder verdades históricas. No hay, en Uruguay ni en el mundo, una norma capaz de impedir que, más tarde o más temprano, la verdad sea conocida. Pero además la propia ley de caducidad obliga a investigar qué pasó con los desaparecidos e informar a sus familiares.
Y no prohíbe exigir a aquellos que fueron eximidos de toda responsabilidad penal a asumir compromisos con respecto al futuro.
La carta del capitán de navío (retirado) Jorge Tróccoli es, sin duda, una contribución en la búsqueda de la verdad pendiente. Permite llegar, por lo pronto, a su propio nombre, que no figuraba en las listas de torturadores identificados. No surgió porque sí; es respuesta a una alusión -incluso anónima- y seguramente por alguna razón debieron pasar veinte años para que su autor se animara a escribirla. Impresiona, como dice el doctor Alberto Volonté, que alguien pueda asumir que torturó y no manifestar arrepentimiento alguno; pero ése es, en definitiva, un problema de Tróccoli.
El arrepentimiento que la sociedad uruguaya necesita para empezar a recorrer el camino de la reconciliación no es personal sino institucional: es una autocrítica de las Fuerzas Armadas sobre su actuación durante la dictadura y un compromiso de que en adelante se atendrán a los Convenios de Ginebra y sus protocolos adicionales, que también rigen para los conflictos internos.
Esos documentos evitan disquisiciones como las que ayer hacía el teniente general Hugo Medina y hoy repite el vicealmirante Raúl Risso, de que, en determinadas circunstancias es lícito aplicar ciertos rigores y apremios en los interrogatorios. En aquellos documentos, que Uruguay ratificó y está obligado a cumplir, se prohíben lisa y llanamente los delitos de lesa humanidad que aquí se cometieron y que todavía pretenden justificar muchos de los jefes militares que actúan en democracia y que entonces ya ocupaban puestos de responsabilidad.
Lo que todavía hace falta en Uruguay es, para decirlo con las palabras del jefe del Estado Mayor del Ejército argentino, un compromiso de que sus mandos nunca más volverán a impartir órdenes inmorales, ni sus integrantes a cumplir órdenes inmorales, ni -para cumplir un fin que crean justo-, emplear medios injustos o inmorales (véase BRECHA, 28-IV-95, página 31).
Hay un punto de la carta de Tróccoli sobre el cual vale la pena detenerse. Los desaparecidos, dice él, están muertos. Se equivoca: no todos lo están. También hubo niños desaparecidos, y ésos -que hoy tienen 18, 20 o 22 años- sólo están civilmente muertos, reencarnados en otra persona y en otra cédula de identidad, porque fueron robados cuando eran recién nacidos y vendidos o cedidos a personas que los inscribieron como hijos propios.
Pero Tróccoli se equivoca también con los desaparecidos adultos. Ellos sí están muertos, pero es correcto llamarlos "desaparecidos". Porque son muertos sin sepultura conocida, cuyos hijos, padres, cónyuges y hermanos no tienen un lugar dónde ir a llorarlos. Porque son muertos a los que, en vida, se les robó parte de su historia; nadie, salvo sus asesinos, la conocen. Porque son, en definitiva, muertos cuya muerte todavía nadie ha tenido el coraje de asumir.
El vigésimo aniversario de los asesinatos de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz ha colocado nuevamente la cuestión de los derechos humanos durante la dictadura en el primer plano del interés público. Pero el problema de la búsqueda de la verdad, de la exigencia de la autocrítica y del compromiso de las Fuerzas Armadas volverá a instalarse una y otra vez mientras no se resuelva definitivamente, más allá de las resistencias de algunos y las reticencias de otros. El presidente de la República que, antes de serlo, tuvo un activo papel en las negociaciones del Club Naval y que durante su primer gobierno fue uno de los artífices de la ley de caducidad, sabe muy bien que las reconciliaciones no se decretan. La sociedad uruguaya -este resurgimiento de la preocupación por las cuentas pendientes de la dictadura lo confirma- todavía no ha dado el primer paso recomendado por el teniente general Balza "para dejar atrás el pasado, para ayudar a construir (el país) del futuro, madurado en el dolor, que pueda llegar algún día al abrazo fraterno. Si no logramos elaborar el duelo y cerrar las heridas no tendremos futuro. No debemos negar más el horror vivido y así poder pensar en nuestra vida como sociedad hacia adelante, superando la pena y el sufrimiento".