Por María Urruzola
- Si usted me pregunta si es posible que una turba los corra a ustedes por la calle, yo le diría que no lo creo -comenzó el prisionero-.
- Si lo que quiere saber es si alguna vez les pedirán cuentas, mi opinión es que sí.
-Qué clase de cuentas? -insistió Rolón.
- No sé. Nosotros hemos metido mucho la pata, pero ustedes han hecho barbaridades y tendrán que explicarlas -arriesgó el prisionero. (...)
- Usted diría que no me gusta torturar?
- Sí, porque es la verdad.
- Diría que cuando estoy de guardia de inteligencia me encierro en mi camarote y apago la luz (...), que no contesto cuando me llaman para que crean que no estoy y que otro interrogue a los prisioneros recién llegados?
- Lo diría porque es la verdad. Pero también contaría a quienes sí torturó - concluyó el prisionero.
Este relato figura en el libro El vuelo, de Horacio Verbitsky. Es el diálogo que mantuvo un prisionero, en plena dictadura, con el capitán de fragata Juan Carlos Rolón, cuyo ascenso denegado en 1994 por el Senado argentino fue la gota que desbordó el vaso del capitán Francisco Scilingo y lo llevó a contar públicamente cómo se tiraba al mar a los prisioneros. La anécdota no es sin embargo una excepción, ni sucedió sólo en Argentina. Hay muchas similares, que ocurrieron en Uruguay.
Era un intelectual, psicoanalista, "amigo de ruta" -como dicen los franceses- de los comunistas. Lo detuvieron y lo torturaron, como a todos. Pero en algún momento sospecharon que podía ser algo más; algo así como un "pesado" encubierto.
Lo aislaron. Durante una semana su vida fue una celdade dos por dos y la angustia de no saber qué le esperaba. Qué cosa peor podía existir. Una noche, cuando el horror se daba algunas horas de sueño, la celda se abrió. "Llegó el momento", se dijo. Entró uno de los tantos oficiales que lo había torturado y sin preaviso le devolvió la categoría de ser humano: "Disculpe; pensé que podíamos hablar. Si sigo así me voy a volver loco. No soporto más lo que nos hacen vivir".
Pese a la situación, se confesó. Sus angustias, su horror, su miedo al futuro. "Algún día nos van a pedir cuentas y yo no voy a saber qué decir." Me lo contó recientemente el ex preso. "Nunca supe si lo que buscaba era mi perdón a priori."
Era un viejo. Casi el "abuelo" del Penal. Estaba enfermo y por eso tenía un régimen especial de comidas. Un día lo sancionaron, porque sí, y le quitaron el régimen de comidas. Cuando el oficial "sancionador" se fue, entró a la celda otro, más joven. El viejo era alto; este oficial era casi tan alto como él. "Por qué está preso?", le preguntó. "Por comunista", contestó el viejo. "Hace mucho que es comunista?" El viejo lo miró a los ojos: "Desde antes que vos nacieras". El oficial no resistió la mirada. "Yo le arreglo lo de la comida. Pero algún día... acuérdese de que yo no era injusto." Me lo contó el viejo, que era mi padre.
Han pasado 20 años. La marca de Caín no se percibe a simple vista, pero seguramente quema por debajo de la piel. Tal vez no a todos, pero sí a muchos. "Lo que les pido encarecidamente es que no escuchen a Torquemada, él no quiere que nuestros hijos jueguen juntos ni que ustedes y yo empecemos un diálogo, aunque sea con caras de malo", escribió en su carta el capitán de navío Jorge Tróccoli.
Un diálogo? Sí, ciertamente la sociedad lo necesita. Pero para dialogar hay que reconocerle autoridad moral al interlocutor. Y ése es el problema del presente. Las Fuerzas Armadas saben que no arriesgan el ser medidas por la vara del Código Penal, porque la ley de caducidad inhabilitó esa vara. Aun así no se sienten tranquilas. Las palabras verdad, memoria, revisionismo, las ponen muy nerviosas. También saben que ninguna "turba" los correrá por las calles. La comunidad uruguaya y las propias víctimas han dado muestras de sobra de poder convivir en el mismo país, en las mismas ciudades, con sus verdugos sin apelar a ninguna forma de violencia para saldar el pasado. Pero tampoco les resulta suficiente. Las Fuerzas Armadas no quieren abrir la caja de Pandora del pasado porque hacerlo significa mirarse en el espejo del horror que practicaron. Hacerlo, relatar la verdad, significa mirarse como institución en los ojos de la sociedad. Y ante esos ojos explicar en nombre de qué patria torturaban, en nombre de qué orientalidad mataban, en nombre de qué paz robaban niños.
Significa someterse al único tribunal de ética habilitado auténticamente para parir el futuro: no el de sus pares, sino el de sus conciudadanos. Mirar a los ojos a Matilde, Elisa y Sara, por ejemplo, y explicarles en nombre de qué patria y qué instituciones mataron a sus maridos y robaron a su hijo. Explicarles quién dio la orden, por qué, quién la ejecutó, cómo, quién desvió la mirada para sentir menos peso en su conciencia.
"Las Fuerzas Armadas tendrán la total confianza popular en materia de moral el día que proscriban definitivamente y para siempre toda clase de excesos, torturas, vejámenes y arbitrariedades, y tengan la valentía y la honradez de sancionar a los culpables que dentro de sus filas escribieron (...) las páginas más tristes de la degradación humana."
Lo dijo Zelmar Michelini en 1972 en el Senado uruguayo. Aunque lo sospechaba, todavía no podía saber que esos "excesos" y "arbitrariedades" se volverían sistema, y que ese sistema lo asesinaría.
El lunes 20 se cumplen 20 años de ese asesinato y las palabras de Michelini mantienen una vigencia a la que todavía nadie respondió: las Fuerzas Armadas, como institución, continúan sin gozar de la confianza moral de la sociedad. Para conquistarla deberán mirarse en los ojos de la ciudadanía y de las víctimas, espejo del horror, y decir la verdad sobre el pasado, sobre los desaparecidos y sobre el destino de los niños robados.
"Y después qué?", es la pregunta que quita el sueño a muchos jerarcas militares y hasta al propio presidente de la República, según las fuentes castrenses de BRECHA. Al parecer hay jerarcas militares que estarían dispuestos a abrir la caja de Pandora del pasado de las Fuerzas Armadas, pero aun ellos intentan encuadrar la peor tragedia de la historia moderna del Uruguay en un tablero de ajedrez y prever la sucesión de movidas de cada uno de los protagonistas. Nadie se anima a poner en juego su propio pellejo por convicción, sin otro juez que sus conciudadanos y la historia. Le tienen miedo a un tribunal de ética de la ciudadanía, que como un espejo les devuelva una imagen que nada tiene que ver con el honor y la lealtad a la patria, pero también le tienen miedo a los Gavazzo, los Cordero y un buen número más, porque la verticalidad y la cadena de mandos hace rato que saltó en pedazos a fuerza de bombas incruentas, comunicados anónimos, logias autónomas y descaecimiento moral de una "profesión de armas" que acumula preguntas sin encontrar respuestas.
Para protegerse de la condena moral de la sociedad las Fuerzas Armadas habilitaron la existencia en su seno de "intocables", protagonistas de una barbarie que sigue pendiendo sobre las cabezas de los antiguos mandos como una bomba de tiempo. Acorraladas entre dos miedos, las Fuerzas Armadas sólo han sabido apostar a un inmovilismo suicida. Entre tanto, la gangrena va por dentro.
De los 30.000 efectivos que aproximadamente las integran, más de la mitad desarrolla una actividad privada, según estimaciones de los altos mandos. Sobrevivirá el "sentimiento de cuerpo" a esa realidad? El militar profesional puede ser simultáneamente carpintero, comerciante o, en el peor de los casos, traficante de alguno de los muchos tráficos?
"Quiero una nueva vida", dice en su carta el capitán Jorge Tróccoli. No es nada difícil de entender. Todos queremos una nueva vida. "En América Latina, como en otros lados, sólo las víctimas directas, aquellas que han sido marcadas en la dignidad de su carne, podrán tal vez un día perdonar. La clemencia del corazón no puede ser sino el fruto fecundo de la lenta maduración de la historia de un pueblo." Lo escribió Louis Joinet, magistrado francés especialista de las Naciones Unidas en derechos humanos.
Pero para que los corazones puedan iniciar el camino de la clemencia, necesitan la verdad. De la caja de Pandora del pasado de las Fuerzas Armadas saldrá, como en el mito griego, una avalancha de males. No hay tablero de ajedrez que permita prever cómo reaccionará la ciudadanía ante la verdad contada por la institución responsable del horror, y ésta deberá aceptar que ninguna ley y ninguna componenda política la salvará del tribunal de ética de su comunidad. A él deberá someterse, ahora o después. El mito también enseña que en la caja de Pandora quedó, por último, la esperanza. Y esa esperanza puede ser portadora de una reconciliación en igualdad de condiciones. Pero eso sólo será posible después de la verdad.