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DERECHOS


16ene07


La inejecución de una sentencia.


La ejecución de una sentencia es el ámbito en el cual la jurisdicción se encuentra con la realidad. Horas de angustia, escritos firmados, legalizaciones, audiencias y otras especies aterrizan en un mandato inmutable de que algo ocurra, no ocurra o se entregue. Es decir, que la vida se altere según lo decidido.

Un proceso nace de una anormalidad jurídica: no pago, no devuelvo la casa, quiero adueñarme de bienes ajenos, es decir, incumplo un mandato o, por lo menos, eso cree quien me demanda. Su trámite coloca al derecho discutido y a sus protagonistas al filo de la cornisa por mucho tiempo. Por eso, cuando acaba, es imprescindible que lo resuelto se cumpla. Si no fuera así, el proceso --desgastante y neurótico-- se convertiría en una ópera bufa.

Cuando hace un tiempo el gobierno de turno nos apartó de la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), se le acusó, con razón, de obedecer a razones de cobertura delictiva. Entonces, quedó claro que solo es posible aspirar a un estado democrático de derecho formando parte de las instituciones internacionales que lo promueven. Por lo demás, es obvio que solo un imperio puede aspirar a estar fuera del control internacional de los derechos fundamentales. Por eso Estados Unidos apoya económicamente a la OEA (y con ello a la corte) pero no se somete a sus mandatos, ni a los del Tribunal Penal Internacional de Roma y tampoco al Protocolo de Kioto sobre medio ambiente. La historia le ha enseñado que los imperios se construyen con el dolor y la sangre de los siervos, y que por eso la tortura y el asesinato no pueden ni deben prohibirse.

Nosotros no solo no somos un imperio, sino somos tierra de servicio ajeno. En ese escenario, un grupo de herederos del jacobinismo, aquellos que creen que una idea política se practica como una pasión ("revolucionarios por compasión" los llama Arendt), empezó en los años 80 una secuela de terror tan exótica como estúpida. Produjeron mucha desgracia, pero su peor creación fue persuadir al Gobierno de que solo podía derrotarlos usando sus mismos medios. Y ya se sabe, quien claudica en los métodos, tarde o temprano claudicará en los fines. Y eso pasó.

En la sentencia sobre lo ocurrido en el penal Castro Castro, el Estado no solo se ha allanado sino que ha hecho reconocimiento. Esto técnicamente significa que no solo ha admitido los pedidos, sino que ha reconocido los hechos (punto 56 de la sentencia). Como es obvio, se trata del Estado no del Gobierno; en consecuencia, cualquier investigación sobre el reconocimiento no tiene nada que ver con el indefectible cumplimiento de la sentencia.

Nadie duda de que Sendero inauguró este baño de sangre, pero el imperativo moral ordenaba al Estado Peruano no igualarse; no descender al noveno círculo del infierno. Lamentablemente, la sentencia de la CIDH ha confirmado que lo hizo. Frente a esta tragedia, si queremos persistir en el sueño colectivo de ser una sociedad democrática, debemos asumir nuestra responsabilidad. Es difícil admitirlo, pero cumplir con una sentencia de un tribunal internacional nos dignifica. Nos convierte en un país aún posible.

Finalmente, resulta imprescindible que nuestros gobernantes adviertan que tienen con sus gobernados el deber de ser su paradigma cívico. Si anuncian que no cumplirán la sentencia, ¿por qué se deben cumplir las decenas de sentencias que expiden diariamente los jueces peruanos? ¿Se sabe el perjuicio que soporta el Poder Judicial cuando desde el gobierno se declara que las sentencias no se cumplen cuando son contrarias? A nuestro servicio de justicia se le exige que sea otro pero, lamentablemente, quienes deben dar el ejemplo siguen siendo los mismos.

[Fuente: El Comercio, Lima, Per, 16ene07]

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