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12ago06


Regreso sin gloria.


Tres días de espanto. Tres días de combate. Tres días disparando casi sin parar, sin dormir. Hasta que por fin llegaron los refuerzos. Podían regresar al campamento para descansar por 24 horas. Estaban contentos, volvían casi intactos, apenas tres heridos y no de gravedad. La misión de este pelotón de la Primera División de los Marines de Estados Unidos era perseguir a los insurgentes que escapaban del tercer intento por retomar el control de la rebelde ciudad de Fallujah, a unos 100 kilómetros al norte de Bagdad. Habían logrado cortar la ruta de escape de los muyahaidines (combatientes de Dios) y ahora el otro pelotón los tenía que perseguir hasta sus refugios, cerca de la frontera con Siria. A pesar del esfuerzo, Alejandro Cruz, un hispano de San Antonio, Texas, hijo de una puertorriqueña y un mexicano, de 25 años, regresaba "feliz". "Había matado como a cinco o seis 'insurgents' y cubrí a dos de mis compañeros cuando les disparaban de atrás. Los había salvado. Me sentía bien. Había hecho muy bien mi trabajo", cuenta en un retorcido español.

La "felicidad" no le duró mucho a Alejandro. No habían recorrido más de 20 kilómetros cuando vio el fogonazo. Brrrooooooooommm. Escuchó la explosión. Y la onda expansiva lo levantó de su asiento. "Dicen que volé casi cinco metros por arriba del humvee (un jeep moderno)", explica. Cuando cayó, su cuerpo quedó entre los restos de su mejor amigo y otros dos compañeros heridos. El vehículo, enorme y reforzado con chapas de acero para evitar estos ataques, quedo retorcido como una lata de arvejas en la basura. Alrededor, sólo se escuchaban los gritos desesperados de los militares.

Pero no había enemigo a combatir. Sólo desierto. Había sido una de las bombas antitanques sembradas por todas las carreteras de Irak. Esta vez, colocada entre las entrañas podridas de un perro muerto al costado de la ruta.

Un año más tarde, Alejandro está aquí frente mío en una enorme camilla de rehabilitación del Centro Médico Militar Brooke de Fort Sam Houston, en San Antonio, Texas, contando la historia mientras se pasa la mano por lo que quedó de sus piernas, apenas unos muñones donde puede colocar las prótesis con las que va a tener que caminar el resto de su vida. Y con esa cara triste y su cuerpo lleno de heridas, toma aire, me mira y me dice convencido: "Si, volvería pa' atrás, pa' Irak. Allá quedaron mis compañeros y mi misión es la de protegerlos como ellos me tienen que proteger a mí. Por ellos iría aún sin piernas. Pero sólo por ellos. Por nadie más".

Detrás de Alejandro, hace bicicleta Darren Scout Griffith Jr., un mulato californiano que también perdió una pierna. Domingo Soto Santana, puertorriqueño de 23 años, trata de levantar una pesa con el único brazo que le quedó. Alex Morales, también de Puerto Rico, se coloca las prótesis para poder caminar. Manuel del Río, un mexicano de apenas 19 años, está en una sesión de ultrasonido para cicatrizar las heridas en lo que le quedó de sus piernas. Más allá hay otros cinco o seis mutilados de la guerra en Irak, pero prefieren que sus nombres no aparezcan, "todavía no estoy preparado para hablar de lo que me pasó", me dice uno de ellos.

Están en el mejor instituto de rehabilitación de Estados Unidos al oeste del río Mississipi. Hasta aquí llegan los soldados que perdieron parte de sus cuerpos, más de 400 están en tratamiento en este lugar y en el hospital Walter Reed de Washington. Tienen un regreso sin gloria. Son apenas una punta del iceberg de los casi 20.000 heridos registrados en Irak desde la invasión hace tres años. No hay una cifra oficial pero se calcula que la menos el 10% de los heridos de guerra sufre mutilaciones graves. Y por primera vez, esto también afecta a las reclutas mujeres. Hay 47 mujeres incapacitadas por heridas recibidas en Irak y Afganistán.

"Me desperté en Alemania y ya no tenía las piernas", me cuenta Alejandro mientras revolea los ojos para evitar la mirada. "Después estuve tres meses en Washington entre la vida y la muerte. Mi madre, que es una enfermera puertorriqueña, estuvo a mi lado todo el tiempo y dice que morí dos veces, pero que Dios me trajo otra vez a la vida. Ella está muy triste. Creo que hubiera preferido que estuviera muerto antes de verme así, inválido", sigue.

"Yo estaba enojado. Muy enojado, y no sabía porqué. Hasta que un médico me dijo que lo que sentía era culpa. Y es así. Yo no tengo piernas, pero la familia de mi amigo no tiene hijo, y los otros del pelotón que quedaron en Irak, no se lo que les está pasando. Por ahí están muriendo y yo acá tirado en una cama para que me hagan masajes. Y no estoy ahí para tirar y protegerlos del fuego enemigo", sigue contando Alejandro hasta que se aproxima un capitán que enviaron los Marines para ver cómo está y en un segundo se convierte en el soldado que tiene el deber de ocultar sus sentimientos. Se le vuelve a poner dura la cara. Su vulnerabilidad aparece nuevamente cuando me dice que estaba casado, pero que cuando su mujer lo vio en la condición en la que regresó, lo dejó. "Es una mexicana. Pero de eso no hablo", dice y baja la vista hasta sus piernas ortopédicas.

Detrás de Alejandro, Domingo Soto Santana, nacido en San Germán, Puerto Rico, y enrolado a los 17 años en el ejército, estira hasta el grito una cuerda que arrastra una pesa de 30 kilos. Suelta y vuelve a estirar el brazo derecho mientras la cara se le llena de gotas de sudor. Tiene que darle toda la fuerza posible a ese brazo, es el único que le queda, el otro lo perdió en Mosul. Estaba en el medio de un combate, disparando una ametralladora pesada 249 cuando una granada le voló el brazo. "Los paramédicos me querían sacar del lugar en el que estaba, pero yo tenía tanta adrenalina que quería seguir disparando con el brazo que me había quedado. Me tuvieron que sacar a los empujones", describe Domingo, un chico de cara dulce que parece tener menos de los 23 años que indican los documentos. "Estuve unas horas en el hospital de la base y me metieron en un avión hacia Alemania y de ahí, al otro día, me llevaron a Washington, pero estuve también unas horas, hasta que me volvieron a poner en un avión y me desperté aquí, en San Antonio. Ahí fue cuando recién me di cuenta que no tenía el brazo", dice. Era el 30 de mayo del 2005, apenas dos días después de que la granada estallara sobre su cuerpo en el norte de Irak.

Y estos muchachos tuvieron suerte. La gran mayoría de los evacuados de Irak sufrió heridas en la cabeza y quedó con algún tipo de invalidez psicomotriz. El dato oficial dice que 13.000 soldados fueron alcanzados por las bombas y que el 68% de ellos tuvieron "heridas cerebrales". Todo esto, sin contar con los daños sicológicos. Las clínicas del Veterans Affairs Department (el ministerio que atiende los asuntos de los que pelearon en las guerras) atendieron a 50.000 veteranos de Irak. Los diferentes estudios oficiales que se conocieron hasta ahora coinciden en que un 20% de estos soldados sufre de estrés post traumático (PTSD, en su sigla en inglés).

El doctor Charles Hoge, del Walter Reed Army Institute of Research, de Silver Spring, en Maryland, dirigió un estudio sobre 303.905 soldados que habían servido en Irak y Afganistán desde mayo del 2003 hasta abril del 2004 y descubrió que en el primer reporte que presentaron al Pentágono apenas llegaron, el 19 por ciento admitió que sufría "dificultades emocionales". "Suponemos que esto es sólo una muy pequeña referencia de lo que vamos a ir viendo en los próximos meses, porque los síntomas del estrés post traumático comienzan a evidenciarse claramente recién después de los seis meses de ocurrido el hecho y muchas veces pasan años antes de que la persona lo manifieste", explica.

En el caso de los veteranos de Vietnam, las consecuencias del PTSD comenzaron a ser consideradas muchos años después de su regreso. En 1995, la enfermedad había sido diagnosticada al 60% de los que pelearon en los 60 y 70 en ese país asiático. El estado paga actualmente 4.300 millones de dólares al año a los veteranos de Vietnam afectados por el síndrome, que reciben pensiones por invalidez de hasta 2.300 dólares al mes. "Pero no crea que les regalan nada", dice Sally Satel, una siquiatra especialista en el tema del American Enterprise Institute de Washington. "Estos hombres padecieron por años todo tipo de enfermedades. El PTSD provoca, entre muchas otras cosas, ansiedad, alcoholismo, violencia doméstica, empleo errático, intentos de suicidio y, por supuesto, el uso de todo tipo de drogas".

Unos 450.000 hombres y mujeres sirvieron en Irak desde la invasión en abril del 2003 y permanecen acantonados en ese país unos 140.000 soldados. Es estos, el 35% pertenece a la Nacional Guard (Guardia Nacional) un cuerpo de reserva que son soldados part-time. En general, lo integran ex soldados o policías que dejaron de estar activos hace muchos años pero que se enrolan para seguir recibiendo un cheque cada mes. En tiempos de paz, los integrantes de la reserva sólo tienen la obligación de ir a un entrenamiento una vez por mes. "Es divertido, es como estar en los boy scouts de por vida", me cuenta Mick Killeywron, un ex reservista. "Hasta que te llaman. Ahí se acabó la diversión. Un día estabas trabajando tranquilamente en tu oficina y al otro, te vas a combatir a Irak". Y esa es la gente que más traumas está sufriendo. "No estamos preparados para el combate, apenas si podemos ayudar en una inundación, pero te necesitan y tienes la obligación de ir. En Irak hay muchas madres jóvenes que están dejando muchos huérfanos", sigue Mick.

David H. Marlowe, el ex jefe de la división de siquiatría militar en el hospital Walter Reed de Washington me da una explicación de lo que puede suceder con estos cientos de miles de veteranos en los próximos años. "El ser humano necesita tener un justificativo para sus acciones.

Cuando los soldados de la Segunda Guerra Mundial vieron los campos de concentración en Alemania, dijeron: 'Ah, por esto me sacrifiqué y combatí'. Encontraron una justificación a sus acciones. En cambio, los de Vietnam, no tuvieron esa respuesta y vimos que las consecuencias fueron graves. Tendremos que esperar para saber si los veteranos de Irak encuentran algún justificativo".

Alejandro Cruz, el chico sin piernas que está frente mío, asegura que la causa que lo llevó a Irak "es justa". "Creo que estamos haciendo lo que había que hacer pero, tal vez, no en la manera correcta. Hubo muchos errores. Hay que corregirlos", dice. Alex Morales, un puertorriqueño que ya puede saltar y hasta correr con sus piernas ortopédicas de última generación, está cerca y cuando le pregunto asiente. "Hay muchos errores, hay pocos soldados para algunas misiones y hay que intentar separar las acciones contra los insurgentes y los civiles", dice en voz baja. Cuando le pregunto a los otros, todos me contestan lo mismo: "de eso no quiero hablar".

Entonces, me acerco nuevamente a Alejandro y le hago la pregunta que me estuve aguantando desde que entré a esta enorme sala de rehabilitación.

--¿Valió la pena perder las piernas por esta guerra? ¿Valió la pena perder las piernas por Bush?

--Eso me lo pregunto desde que me desperté y no tenía las piernas. Es lo que nos preguntamos todos. Espero que el tiempo nos de una respuesta.

[Fuente: Por Gustavo Sierra, San Antonio, Texas, en Clarin, Bs As, 12ago06]

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