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29oct10
La historia de un niño sin futuro
Deambula por las concurridas calles de esta ciudad dominicana, con un cajón de lustrar zapatos en la mano y un recuerdo de su hogar --un emblema de su artista haitiano favorito-- al cuello.
A sus 12 años, no sabe en qué día nació y nunca ha celebrado su cumpleaños. Sólo sabe su edad, dijo, porque eso fue todo lo que sus padres le informaron antes de entregarlo en enero a un desconocido.
Diez días después de que la devastada Haití comenzara a excavar los escombros del horrendo terremoto del 12 de enero, Luckner llegó a Santiago de los Caballeros como un pequeño extranjero pasado de contrabando a través de la frontera. El viaje de tres días, casi todo a pie, costó $40. Luckner es uno de miles de niños haitianos que han entrado de contrabando a República Dominicana desde que ocurrió el sismo. Algunos han sido forzados a hacer labores serviles, o cosas peores.
"Yo vine para poder ir a la escuela'', dijo, sentado en un centro comunitario, en medio de las risas de unos niños pequeños. ''Cuando pienso en eso lloro, al ver que no estoy en la escuela. No hay escuela''.
Para Luckner y otros innumerables niños haitianos que se ven en las calles y parques de esta ciudad, no hay más que trabajo.
"Yo lustro zapatos'', dijo. ''Algunos días puede que gane $1 ó $2. Algunos días no gano nada''.
Con sólo tres meses en República Dominicana, su español es limitado. El vocabulario de creole de los trabajadores sociales que ayudan a los niños limpiabotas es también limitado. Hay un solo trabajador en el centro que conoce el idioma.
Sentado en un cuarto trasero de la organización Acción Callejera Fundación Educativa, su rostro, con sus largas pestañas y su expresión seria, expresa inocencia.
Con cada centavo que él gana aquí, planea su regreso a Mapou, una aldea separada por un río en Plaisance, en el norte de Haití.
"Yo me siento mucho más cómodo en Haití'', dijo.
Por sólo mencionar una cosa, nunca había tenido que caminar tanto.
"A mí me mintieron sobre la vida aquí'', dijo, refiriéndose a su hermano mayor y a sus padres, quienes lo animaron a que se fuera.
El padre de Luckner no quiso hablar con los reporteros de The Miami Herald y El Nuevo Herald, y no se pudo encontrar a su madre.
Los trabajadores sociales de Acción Callejera no habían oído la historia de Luckner hasta que él se la contó a The Miami Herald y El Nuevo Herald. Se presentó un día por su cuenta, y se unió a decenas de otros niños limpiabotas que acuden a este centro atraídos a las comidas que dan dos veces al día por unos centavos de dólar. Las comidas son la atracción, dijeron los activistas, pero hay otras oportunidades si los niños las piden, tales como exámenes médicos y escuela, con el permiso de sus guardianes.
Además, allí tienen la oportunidad de ser simplemente niños.
"Si los niños no trabajan, no comen'', dijo Cynthia Lora, una de las coordinadoras de Acción Callejera. "Estos niños, ¿cuál es su realidad? No lo sabemos a ciencia cierta. ¿Qué es lo que tienen que hacer para sobrevivir? Y las niñas, ellas son mucho más vulnerables que los niños. Ellas son explotadas con diversos fines. En otras palabras: ¿quién protege a estos niños?"
Innumerables e invisibles, están presentes en todos los semáforos, los hoteles de turistas y las aceras. Vestidos con harapos, a veces de sólo 3 años, se ven forzados a ganarse el pan mendigando centavos o lustrando zapatos.
Casi todos han sido introducidos en el país de contrabando. Lora dijo que están llegando niños de 9 años o menos. Viajan con adultos, y a veces con otros niños que les sirven de guías. De ser capturados, nunca dan sus verdaderos nombres. Un ejemplo es el supuesto traficante de 17 años que trajo varias niñas, una de las cuales admitió haber sido violada.
Desde el terremoto, el número de niños haitianos que llega a República Dominicana ha aumentado, según organizaciones no gubernamentales. Más de 7,300 menores han sido traídos de contrabando a República Dominicana. En el 2009, la cifra fue de 950, de acuerdo con la Red Fronteriza de Solidaridad Jeannot Succès (RFJS), una organización no gubernamental que da seguimiento a los abusos de derechos humanos a lo largo de 10 puntos fronterizos y mantiene un censo mensual de los casos.
Cada mañana, Luckner despierta dentro de la choza de madera que comparte con su hermano Nelson, de 19 años, y la novia embarazada de éste. La casa está dentro del polvoriento patio de una carnicería frente a una de las calles principales. Es aquí donde su hermano sugirió que debía trabajar, dijo Luckner, poco después de su llegada.
"Yo le dije: 'No, no puedo aguantar ver la sangre' '', confesó.
Ocho días después, Nelson entró en la casa y le entregó artículos de limpiar zapatos y madera con un patrón para hacer la caja de limpiabotas.
"El dijo: 'Vas a limpiar zapatos' '', recordó Luckner. Posteriormente, Nelson lo llevó al centro de la ciudad.
"Me mostró lugares donde podía estar para limpiar zapatos, donde podría obtener clientes''.
Sus otros consejos:
"Que anduviera solo y sin hacer amigos'', dijo Luckner, las palabras de su hermano como un eco de las que su madre, Eliana, repiten en sus semanales conversaciones por teléfono.
En los días que llega a casa con dinero, se lo da a Nelson, dijo Luckner, para que lo guarde. Sueña con ganar suficiente como para regresar a Haití, pagar las cuotas de su escuela y comprar una chiva para sustituir a su ternerito que murió sólo unos pocos días después que dejó su casa. Estima que la chiva costaría $50.
El desayuno y el almuerzo se hacen a menudo en Acción Callejera, donde los limpiapotas dejan sus cajones en la puerta, y por un momento los niños pueden convertirse en niños mientras corren y retozan, pintan cajas y conversan.
Sin embargo, ésa no es la vida que Luckner se imaginaba.
La vida en Haití era más sencilla, pero llena de sufrimiento, comentó.
El era el mayor de siete niños que vivían en casa. Su madre vivía en Cabo Haitiano, donde vendía espaguetis y otros alimentos básicos, enviándole dinero a Luckner, su padre y sus dos hermanas, de 10 y 8 años, cuando ella podía.
"Podíamos pasarnos dos días sin comida'', dijo.
Nelson arregló el viaje y contactó al contrabandista. El primer pago de $15 se hizo tan pronto como Luckner llegó a Cabo Haitiano. Los $25 restantes fueron pagados por Nelson cuando los recogió.
La mañana en que dejó su casa, Luckner colocó una camisa y un par de pantalones en una bolsa de plástico y salió por la puerta. Sus ropas, a su espalda y en su bolsa, y el collar de imitación de piel con un retrato de Gracia Delva, su música favorita de konpa haitiana, eran sus únicas posesiones.
El collar le costó 50 centavos y fue el constante recuerdo de su casa hasta que se rompió unos meses después.
Durante los días siguientes, Luckner, el más joven del grupo, caminaría sin detenerse, la mayor parte del tiempo en silencio para no alarmar a los guardias dominicanos que patrullan con linternas.
"Nunca nos cruzamos con ningún militar dominicano'', recordó Luckner. "No los vimos para nada''.
Hace nueve meses que Luckner llegó a Santiago de los Caballeros y su vida no ha cambiado mucho. Envía dinero a casa para ayudar a sus padres y ya no le da dinero a su hermano para que se lo guarde.
Al preguntarle qué lo motivó a venir a Santiago, hace una pausa: "Vine en busca de vida''.
[Fuente: Jacqueline Charles y Gerardo Reyes, El Nuevo Herald, Miami, 29oct10]
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