EQUIPO NIZKOR |
|
15feb07
Sentencia del Tribunal Constitucional ignorando los derechos civiles de los trabajadores de religión en España.
STC 4831-2002
El Pleno del Tribunal Constitucional, compuesto por doña María Emilia Casas Baamonde, Presidenta, don Guillermo Jiménez Sánchez, don Vicente Conde Martín de Hijas, don Javier Delgado Barrio, doña Elisa Pérez Vera, don Roberto García-Calvo y Montiel, don Eugeni Gay Montalvo, don Jorge Rodríguez-Zapata Pérez, don Ramón Rodríguez Arribas, don Pascual Sala Sánchez, don Manuel Aragón Reyes y don Pablo Pérez Tremps, Magistrados, ha pronunciado
EN NOMBRE DEL REY la siguienteS E N T E N C I A
En la cuestión de inconstitucionalidad núm. 4831-2002, promovida por la Sección Primera de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, en relación con la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo (en cuanto al párrafo añadido por la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social), y de los artículos III, VI y VII del Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, suscrito el 3 de enero de 1979 entre el Estado español y la Santa Sede, ratificado por Instrumento de 4 de diciembre de 1979. Han sido parte el Fiscal General del Estado y el Abogado del Estado. Ha sido ponente la Presidenta doña María Emilia Casas Baamonde, quien expresa el parecer del Tribunal.I. Antecedentes
1. Con fecha 5 de agosto de 2002 se registró en este Tribunal escrito del Presidente de la Sección Primera de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Canarias al que se adjuntaba testimonio del rollo de suplicación núm. 419/2002 y Auto de 8 de julio de 2002, por el que se acuerda plantear cuestión de inconstitucionalidad en relación con la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo (en la redacción dada por la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social), y con los artículos III, VI y VII del Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, suscrito el 3 de enero de 1979 entre el Estado español y la Santa Sede, ratificado por Instrumento de 4 de diciembre de 1979, por posible infracción de los arts. 9.3, 14, 16.3, 23.2, 24.1 y 103.3 de la Constitución.
2. Del conjunto de las actuaciones remitidas por el órgano judicial proponente resulta que los hechos que dan lugar al planteamiento de la cuestión son, sucintamente expuestos, los que siguen:
a) Doña María del Carmen Galayo Macías había venido prestando servicios como profesora de religión (educación infantil y primaria), a propuesta del Obispo de Canarias, en diversos centros escolares públicos, desde el curso académico 1990/1991. En octubre del año 2000 se le comunicó que no se le formalizaría nuevo contrato, por mantener una relación afectiva con un hombre distinto de su esposo, del que se había separado.
b) La Sra. Galayo Macías interpuso ante el Juzgado de lo Social núm. 4 de Las Palmas de Gran Canaria demanda de tutela de derechos fundamentales contra el Ministerio de Educación y Ciencia, la Consejería de Educación de la Comunidad Autónoma de Canarias y el Obispado de Canarias. Se invocaba la lesión del principio de igualdad y del derecho a la intimidad personal, interesándose la nulidad de la propuesta del Obispado para la contratación de profesores de religión, así como la contratación de la demandante y el abono de indemnizaciones.
c) La demanda dio lugar a los autos núm. 127/01, que concluyeron por Sentencia desestimatoria de 6 de julio de 2001. El Juzgado hizo suya la fundamentación jurídica de la Sentencia dictada en un supuesto análogo por la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Murcia (de fecha 26 de febrero de 2001, rollo de suplicación núm. 158/01), reproduciendo literalmente su contenido. Con todo, el Juzgado sintetizó la ratio decisoria en los siguientes términos:
“[…] si el Obispado [retira] la propuesta de la actora por considerar que vive en pecado y que no es idónea para impartir clase de religión católica, está actuando dentro del área de su ministerio espiritual y conforme a las reglas de Acuerdo-Tratado con la Santa Sede, con el valor que el art. 96 de la Constitución le confiere, ejerciendo la facultad discrecional que le viene atribuida en el art. 3 del mismo y preceptos concordantes, y que no puede someterse a control jurisdiccional sino en sentido negativo […], y salvo que se desatiendan derechos fundamentales, pero con los condicionamientos, inflexiones y particularidades del área de la enseñanza de religión católica, que en este caso no se entienden violados por tener causa la decisión del Obispo en una razón de mera naturaleza religiosa o de moral católica, de acuerdo con los cánones de la Iglesia, por todo lo cual […] no puede prosperar la demanda[,] pues todos los pedimentos del suplico dependen de si se consideran o no lesionados los derechos fundamentales invocados” (FJ 4).
d) La actora interpuso recurso de suplicación ante la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Canarias (rollo núm. 419/2002), cuya Sección Primera ha elevado la presente cuestión de inconstitucionalidad. Previamente, y de conformidad con lo dispuesto en el art. 35.2 LOTC, dictó providencia, de 8 de mayo de 2002, por la que requirió a las partes para que alegaran lo que estimasen conveniente en relación con la pertinencia de cuestionar la constitucionalidad de la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990 (LOGSE), en la redacción dada por la Ley 50/1998, y de los artículos III y VI del Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales suscrito con la Santa Sede el 3 de enero de 1979. En dicho proveído se señalaban como supuestamente conculcados los arts. 9, 14, 16, 18, 20, 23, 24, 27 y 103.3 de la Constitución.
e) El Ministerio Fiscal consideró improcedente el planteamiento de la cuestión, por entender que “el art. 16 de la CE ofrece base suficiente para fundamentar un dictamen en el sentido de considerar ajustada al espíritu y a la letra del citado precepto la no proposición por el ordinario de la Iglesia Católica de la demandante para el ejercicio de la función docente en materia de religión […]”.
f) La demandante alegó no oponerse al planteamiento de la cuestión, si bien advirtió del retraso que ello supondría para la resolución de la causa e hizo notar que, a su juicio, la propia Sala podía aplicar directamente la Constitución (“digan lo que digan distintas normas de rango jerárquico inferior”) y solventar así la infracción de derechos denunciada.
g) Tanto el Obispado de Canarias como el Abogado del Estado y el Gobierno de Canarias se opusieron al planteamiento de la cuestión.
El Abogado del Estado se limitó a hacer suya la fundamentación jurídica de la Sentencia de instancia. Por su parte, el Obispado vino a sostener que los Acuerdos con la Santa Sede, en tanto que tratados, ocupan una posición jerárquica superior a la ley y, en cuanto postconstitucionales, su conformidad con la Constitución ha de darse por sentada a día de hoy, toda vez que su peculiar naturaleza jurídica hace desaconsejable someterlos a controles de constitucionalidad una vez incorporados al Derecho interno, siendo así que propiamente el examen de su constitucionalidad debe verificarse antes de su integración en el Ordenamiento. Finalmente, el Gobierno canario descartó cualquier infracción sustantiva de derechos fundamentales, resumiéndose su planteamiento en la idea de que, “[d]e la misma manera que dentro de la función pública o del Derecho del Trabajo existen cargos de confianza o de libre designación, en los que existe un amplio margen de discrecionalidad en el nombramiento y cese por la naturaleza de las funciones a desempeñar, la enseñanza de la religión exige también un cierto grado de identificación o de confianza entre el profesor y la autoridad eclesiástica, en cuanto aquél debe ser una prolongación de ésta”. El Gobierno canario no alberga dudas sobre la competencia exclusiva de la Iglesia Católica en punto a “la determinación de la idoneidad de las personas que han de ejercer” la enseñanza de la religión católica, sin que a este respecto pueda exigírsele que se ajuste a otras normas que no sean las propias de la Iglesia.
3. Mediante Auto de 8 de julio de 2002, la Sección acordó plantear cuestión de inconstitucionalidad en relación con la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo (en la redacción dada por la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social), y con los artículos III, VI y VII del Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, suscrito el 3 de enero de 1979 entre el Estado español y la Santa Sede, ratificado por Instrumento de 4 de diciembre de 1979, por posible infracción de los arts. 9.3, 14, 16.3, 23.2, 24.1 y 103.3 de la Constitución.
Tras exponer con detalle los avatares de la evolución del régimen normativo de la enseñanza de la religión católica en los centros públicos (FJ 1) y la disciplina canónica observada por la Iglesia en materia docente (FJ 2), el órgano judicial advierte de que “no es objeto de esta cuestión la constitucionalidad de la inserción de la religión y moral católica en el itinerario educativo de la enseñanza reglada […]. El objeto de la cuestión […] se limita a dos opciones normativas que constituyen un mero instrumento contingente de dicha enseñanza y que son, en primer lugar, el que se haya acudido a contratos de naturaleza laboral para cumplir la función de enseñar de la Iglesia y, en segundo lugar, que, además, los correspondientes trabajadores sean contratados por las Administraciones Públicas, configurando, en definitiva, supuestos de empleo público. Ambas opciones imponen determinadas exigencias desde el punto de vista de la constitucionalidad que parecen difícilmente compatibles con la regulación específica de los profesores de religión católica resultante de la normativa [vigente] y, en concreto, con la inmunidad frente al Derecho de las decisiones sobre la contratación y renovación de los profesores adoptadas por el Obispado y, en segundo lugar, con el condicionamiento del acceso y mantenimiento de empleos públicos a criterios de índole religiosa y confesional” (FJ 3).
A juicio de la Sección, la Declaración Eclesiástica de Idoneidad (DEI) necesaria para la contratación de los profesores de religión no puede concederse o denegarse sin otra referencia que la propia del Derecho Canónico, sino que debe ser compatible con los derechos fundamentales del trabajador, en cuyo respeto ha de encontrar un límite insuperable. Sin embargo, del artículo III del Acuerdo con la Santa Sede sobre Educación y Asuntos Culturales se desprende que la decisión eclesiástica sobre el particular únicamente debe ajustarse a la normativa canónica y que, además, el Estado no puede oponer a ello ninguna norma interna, ni someterla a control judicial, so pena de infringir el Derecho Internacional. Tal situación sería, para el órgano judicial, radicalmente contraria a la Constitución.
La Sección cuestiona asimismo la constitucionalidad de la condición de empleo público atribuida a los puestos de trabajo de los profesores de religión católica y resultante de la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990 (LOGSE), en la redacción dada por la Ley 50/1998, en conjunción con los artículos III, VI y VII del Acuerdo con la Santa Sede. Para la Sección, de esa conjunción se deriva que el acceso a empleos públicos y su mantenimiento sean determinados exclusivamente por un sujeto ajeno a la Administración Pública (el Obispado) y sometido únicamente a un Derecho externo e indisponible por los órganos judiciales nacionales (el Derecho Canónico).
4. Mediante providencia de 1 de octubre de 2002 la Sección Segunda acordó admitir a trámite la cuestión de inconstitucionalidad y dar traslado de las actuaciones recibidas, conforme establece el art. 37.2 LOTC, al Congreso de los Diputados y al Senado, por conducto de sus respectivos Presidentes, al Gobierno, por conducto del Ministro de Justicia, y al Fiscal General del Estado, al objeto de que, en el plazo de quince días, pudieran personarse en el proceso y formular alegaciones. Asimismo se acordó publicar la incoación del procedimiento en el Boletín Oficial del Estado, lo que se hizo en el núm. 247, de 15 de octubre de 2002.
5. Por escrito registrado en el Tribunal el 18 de octubre de 2002, la Presidenta del Congreso de los Diputados puso en conocimiento del Tribunal que la Cámara no se personaría en el procedimiento ni formularía alegaciones, remitiendo a la Dirección de Estudios y Documentación de su Secretaría General.
6. Mediante escrito registrado el 23 de octubre de 2002, la Presidenta del Senado comunicó que la Mesa de la Cámara había acordado darse por personada y por ofrecida su colaboración a los efectos del art. 88.1 LOTC.
7. El escrito de alegaciones del Abogado del Estado se registró en el Tribunal el 24 de octubre de 2002. El representante del Gobierno sostiene, en primer lugar, que no pueden considerarse relevantes para el fallo del pleito laboral todos los preceptos cuestionados y que, en realidad, el verdadero objeto de la cuestión son los dos primeros párrafos del artículo III del Acuerdo con la Santa Sede, si bien no tanto en sí mismos cuanto relacionados con ciertas normas canónicas, especialmente los cánones 804.2 y 805 del vigente Código de Derecho Canónico (1983). En cambio, la Sala no justifica debidamente, en opinión del Abogado del Estado, la relevancia del párrafo primero de la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990, ni, por lo que hace a los Acuerdos de 1979, la de los párrafos tercero y cuarto del artículo III y la de los artículos VI y VII.
En relación con el párrafo primero de la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990, alega el Abogado del Estado que se limita a ordenar que la enseñanza de la religión se ajuste a los Acuerdos con la Santa Sede y con otras confesiones, siendo de recordar que, además de los concluidos con la Iglesia, el Estado ha celebrado otros tres Acuerdos de cooperación con distintas confesiones y comunidades religiosas, tal y como prevé el art. 7.1 de la Ley Orgánica 7/1980, de Libertad Religiosa (LOLR): los Acuerdos de Cooperación del Estado con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (Ley 24/1992, de 10 de noviembre), con la Federación de Comunidades Israelitas de España (Ley 25/1992, de 10 de noviembre) y con la Comisión Islámica de España (Ley 26/1992, de 10 de noviembre). El párrafo primero de la Disposición examinada termina diciendo que, de conformidad con estos Acuerdos, la religión (cristiana católica, cristiana evangélica, judía y musulmana) se incluirá como área o materia en los niveles educativos que corresponda y será de oferta obligatoria para los centros, aunque de carácter voluntario para los alumnos. Nada hay en el Auto de planteamiento que exprese duda alguna sobre la constitucionalidad de este primer párrafo, cuya validez o nulidad carecería de trascendencia para el fallo a quo.
Los párrafos tercero y cuarto del artículo III del Acuerdo con la Santa Sede, por su parte, disponen que nadie estará obligado a impartir enseñanza religiosa y que los profesores de religión formarán parte del claustro de los respectivos centros docentes. Tampoco argumenta la Sala la inconstitucionalidad de estas previsiones, que, por lo demás, y para el Abogado del Estado, son claramente ajenas a lo debatido en el proceso laboral de origen.
En cuanto al párrafo primero del artículo VI, que establece que corresponde a la jerarquía eclesiástica señalar los contenidos de la enseñanza y formación católicas y proponer los libros de texto y el material didáctico pertinentes, es similar a las previsiones que sobre el particular se incluyen en los Acuerdos con otras confesiones, sin que el Auto de planteamiento diga nada sobre este concreto párrafo, por lo demás irrelevante para la solución del proceso judicial. Por su lado, el párrafo segundo atribuye a la jerarquía católica y a los órganos del Estado, “en el ámbito de sus respectivas competencias”, la facultad de velar por que la enseñanza y formación católicas se impartan adecuadamente, y también se trata de una previsión similar a las contenidas en otros Acuerdos. Nada se dice tampoco sobre la posible inconstitucionalidad de este párrafo, también ajeno a las posiciones del proceso a quo, como no quiera entenderse, lo que no es estrictamente necesario, que las facultades de control reconocidas a la jerarquía católica comprenden la negativa a proponer como profesor a quien hubiera dejado de reunir las condiciones de idoneidad señaladas en los cánones 804.2 y 805.
En fin, el artículo VII del Acuerdo se limita a prever que la situación económica de los profesores de religión católica se concertará entre la Administración y la Conferencia Episcopal Española, previsión sobre la que tampoco se argumenta en el Auto de planteamiento. De otro lado, el artículo VII no figuraba entre los mencionados en la providencia acordada ex art. 35 LOTC, de manera que nada pudieron alegar sobre él las partes y debe ser, por tanto, excluido de las consideraciones de fondo de este Tribunal también por esa causa.
Una vez delimitados los preceptos que constituyen el verdadero objeto de este procedimiento, entiende el Abogado del Estado que no es ocioso fijar su posición sobre el control de constitucionalidad de los tratados previsto en el art. 27.2 c) LOTC. Para el representante del Gobierno, es discutible, en abstracto, si una norma incluida en un tratado puede calificarse como “norma con rango de ley”, que es el objeto propio de la cuestión de inconstitucionalidad según los arts. 163 CE y 35.1 LOTC, pero la consideración conjunta de los arts. 27.2 c), 29.1 y 35.1 LOTC invita a entender que los tratados pueden ser objeto de declaración de inconstitucionalidad en cualquiera de las dos vías enunciadas en el art. 29.1 LOTC (recurso y cuestión), sin que le quepa ratione officii al Abogado del Estado, defensor de la ley ante este Tribunal, plantear siquiera una sombra de duda sobre el art. 27.2 c) LOTC, de cuya constitucionalidad ha de partir.
Tras afirmar que no le corresponde examinar los problemas que suscita el control de constitucionalidad de los tratados, más aún cuando, como es el caso, el que ahora se cuestiona lleva decenios cumpliéndose por quienes lo concertaron, el Abogado del Estado se detiene en una reflexión sobre el posible alcance de una Sentencia estimatoria, por más que se le antoje improbable. En esta línea, afirma que es dudoso que la declaración de inconstitucionalidad de un tratado pueda llevar consigo un pronunciamiento de nulidad, siendo de la competencia del Derecho internacional determinar la validez o nulidad de los tratados, tal y como presuponen los arts. 95.1 y 96 CE (siendo de atender al Convenio de Viena sobre Derecho de los Tratados, en vigor para España desde 1980). Lo razonable sería defender que la Sentencia estimatoria de una cuestión promovida respecto de un tratado ha de ser uno de aquellos supuestos en que este Tribunal debería, o bien limitarse a declarar meramente la inconstitucionalidad (SSTC 45/1989, de 20 de febrero, y 235/1999, de 16 de diciembre), o bien posponer la fecha inicial de la nulidad (SSTC 195/1998, de 1 de octubre, 208/1999, de 11 de noviembre) para que en un plazo razonable se proceda a una revisión constitucional o, por las vías propias del Derecho internacional (negociación, denuncia, etc.), se haga desaparecer la parte inconstitucional del tratado. Es digno de destacar, concluye el Abogado del Estado, que el canon 3 del Código de Derecho Canónico reconoce que los convenios de la Sede Apostólica con las naciones o con otras sociedades políticas prevalecen sobre el Derecho codicial.
El escrito de alegaciones se centra, a continuación, en el examen de la constitucionalidad de los dos primeros párrafos del artículo III del Acuerdo con la Santa Sede, destacando, en primer lugar, que ninguno de ellos dispone nada acerca de si la propuesta del Ordinario diocesano a la que debe atenerse la autoridad educativa es o no controlable por los Tribunales españoles. La Disposición Adicional Segunda se limita a puntualizar el régimen jurídico aplicable a los profesores de religión, no sólo católica. Por su lado, los dos primeros párrafos del artículo III del Acuerdo con la Santa Sede no pasan de atribuir un poder de propuesta al Ordinario diocesano. Ahora bien, éste sólo propone a quienes cuentan con una previa “declaración eclesiástica de idoneidad” (DEI), habilitación docente creada por la Conferencia Episcopal Española ―no por el artículo III del Acuerdo― y recogida hoy en la cláusula 4ª del convenio aprobado por Orden de 9 de abril de 1999. Con la DEI se acredita el cumplimiento de los “requisitos de formación teológica y pedagogía religiosa” necesarios para ejercer como profesor en determinados niveles, y puede ser revocada o retirada, según se desprende de lo afirmado por el Sr. Obispo de Canarias, caso en que el profesor se entiende eclesiásticamente inhabilitado para la docencia y no es incluido en la propuesta anual de designaciones.
El Abogado del Estado dice compartir la interpretación de la Sala conforme a la cual los dos primeros párrafos del artículo III del Acuerdo deben entenderse en indisociable relación con diversos cánones, y, sobre todo, con el parágrafo 2 del canon 804 y con el canon 805 del Código de Derecho Canónico, normas cuyo directo destinatario es el Ordinario diocesano, al que el artículo III del Acuerdo atribuye el poder de propuesta. Más aún: ese poder de propuesta reservado a la autoridad eclesiástica sólo se explica como vehículo para la aplicación de los cánones 804.2 y 805. El artículo III carecería, pues, de sentido sin su trasfondo canónico.
En efecto, continúa el Abogado del Estado, el canon 805 atribuye al Ordinario del lugar el derecho de nombrar o aprobar a los profesores de religión y le impone en términos absolutos el deber de removerlos o de exigir su remoción “si lo requiere una razón de religión o costumbres”. El canon 804.2 CIC precisa algo más en qué puede consistir esa “razón” para el Ordinario, cuando le exhorta a que procure solícitamente que los profesores “destaquen por su recta doctrina, testimonio de vida cristiana y aptitud pedagógica”. Es diáfano, pues, que la profesora implicada en el proceso a quo no fue propuesta para el curso 2000/2001 por motivos de religión o costumbre, y, concretamente, es razonable suponer que por no dar testimonio de vida cristiana al convivir con quien no era su marido. Es decir, no fue propuesta por no ajustar su vida a las exigencias de la moral cristiana católica.
Así centrada la cuestión, no puede entenderse que los párrafos examinados del artículo III sean contrarios al art. 24.1 CE porque impidan a los Tribunales españoles fiscalizar la decisión del Ordinario. Ciertamente, como sostiene la Sala, la apreciación del Ordinario acerca de si un profesor imparte o no recta doctrina y si da o no testimonio de vida cristiana es inmune, en su núcleo, al control de los Tribunales. Pero, lejos de ser inconstitucional, esa inmunidad es mera consecuencia del derecho fundamental de libertad religiosa y del principio de neutralidad religiosa del Estado.
Es patente, para el Abogado del Estado, que la libertad religiosa tiene, junto al individual, un aspecto comunitario o colectivo. En esta segunda dimensión, sus titulares son las Iglesias, confesiones y comunidades religiosas (art. 2.2 LORL, SSTC 64/1988, 46/2001 y 128/2001). En la dimensión individual, el art. 2.1 c) LOLR reconoce el derecho a recibir enseñanza religiosa y a elegir ―para sí y para los menores o dependientes, “dentro y fuera del ámbito escolar”― la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con las propias convicciones. En la faceta comunitaria, las Iglesias, confesiones y comunidades gozan del derecho fundamental a “designar y formar a sus ministros” y a “divulgar y propagar su propio credo” (art. 2.2 LOLR). La formación religiosa en los centros docentes públicos es, según el art. 2.3 LOLR, una medida “para la aplicación real y efectiva de estos derechos”, tanto los individuales como los colectivos. Por último, el art. 6.1 LOLR reconoce plena autonomía a las Iglesias, confesiones y comunidades, cuyas normas internas, como el Código de Derecho Canónico, “podrán incluir cláusulas de salvaguardia de su identidad religiosa y carácter propio, así como del debido respeto a sus creencias”, pero “sin perjuicio del respeto a los derechos y libertades reconocidos por la Constitución, y en especial los de libertad, igualdad y no discriminación”.
El art. 16.3 de la Constitución acoge el principio de neutralidad religiosa o aconfesionalidad del Estado, si bien se trata de una neutralidad complementada con dos mandatos a los poderes públicos: tener en cuenta “las creencias religiosas de la sociedad española” y mantener “relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. En este punto, el Abogado del Estado quiere llamar la atención sobre una exigencia directamente derivada de la neutralidad religiosa del Estado, como es el imperativo constitucional de que los órganos estatales (incluidos los Tribunales) no se inmiscuyan o entrometan en asuntos religiosos o puramente eclesiásticos, pues sería incompatible con la libertad religiosa, en sus dos dimensiones, que el Poder Judicial pudiera revisar, controlar o modificar la apreciación de un obispo católico o evangélico, de un rabino o de un imán acerca de lo que es o no la recta doctrina de sus respectivos credos o sobre lo que es o no testimonio de vida conforme a los mismos. De ello se sigue que la determinación por el Ordinario de si la enseñanza de un profesor de religión católica se ajusta o no a la recta doctrina es inmune a toda fiscalización jurisdiccional. Y lo mismo debe decirse respecto a si el profesor da o no el testimonio de vida cristiana que le es exigible con arreglo al canon 804.2 CIC; algo de lo que debe ser consciente quien aspira a enseñar religión y moral católicas.
Ahora bien, continúa el escrito de alegaciones, los profesores de religión católica son, de acuerdo con el párrafo segundo de la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990, trabajadores de la Administración educativa. En tal condición tienen todo el derecho a ampararse en la Constitución y en las leyes laborales españolas (art. 35 CE) y a que los Tribunales laborales nacionales les dispensen tutela. Por tanto, es menester encontrar criterios practicables que permitan concordar prácticamente las exigencias de la libertad religiosa (individual y colectiva) y el principio de neutralidad religiosa del Estado con la protección jurisdiccional de los derechos constitucionales y laborales de los profesores, atendida la modulación que los derechos fundamentales sufren en la relación de trabajo (SSTC 98/2000 y 20/2002). En el presente procedimiento, basta con razonar, a juicio del Abogado del Estado, que la decisión del Ordinario no es completamente inmune al control de los Tribunales españoles, decayendo así la tesis de que la normativa examinada infringe el art. 24.1 CE.
A este respecto alega el Abogado del Estado que una decisión eclesiástica contraria a la renovación de un contrato laboral sólo queda amparada por la libertad religiosa colectiva si está claramente justificada en motivos de carácter religioso, incluidos los principios morales aceptados por la religión de que se trate. Si en el proceso laboral queda probado que la decisión episcopal no se basa en motivos religiosos lato sensu, es claro que el órgano judicial deberá declarar que se ha constatado un mal uso o un uso desviado del poder de propuesta, que no puede encontrar amparo en el derecho fundamental de libertad religiosa ni en el artículo III del Acuerdo. Negando deferencia a los casos de mal uso del poder de propuesta, el Tribunal español no sólo protege los derechos de los trabajadores, sino que, indirectamente, impide abusos en perjuicio de la propia Iglesia, siendo de notar que el canon 804.2 CIC nunca puede amparar decisiones episcopales discriminatorias o contrarias a los derechos fundamentales, pues la doctrina de la Iglesia Católica condena, como “contraria al plan de Dios”, “toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona” y considera “lamentable” que “los derechos fundamentales no estén todavía bien protegidos en todas partes” (Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, núm. 29, párrafo segundo; en los mismos términos, Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1935). Las violaciones de los derechos fundamentales constituyen, por tanto, un mal uso de la potestad de propuesta y serán, por tanto, controlables por los Tribunales españoles. El orden público constitucional, a cuya defensa responde la cláusula sin perjuicio del art. 6.1 LOLR, representa un límite al poder de propuesta del Ordinario, incluso sin salir de la perspectiva intraeclesial católica.
Otras hipótesis de control jurisdiccional (así, control externo o control de razonabilidad) ofrecen mayor margen para la discusión, en la medida en que pudieran restringir excesivamente la libertad religiosa. Sin embargo, el Abogado del Estado afirma que no le corresponde examinar este punto con mayor profundidad, debiendo quedar remitido al saber, prudencia y rectitud de los Tribunales la determinación precisa del modo en que puede satisfacerse el derecho a la tutela judicial efectiva de los profesores de religión sin que padezcan innecesariamente la libertad religiosa colectiva y el principio de neutralidad. Lo que importa es que allí donde los Tribunales deben respetar la decisión de una autoridad religiosa, la deferencia se basa no sólo y no tanto en una norma internacional cuanto en fundamentos constitucionales (libertad religiosa y principio de neutralidad) a los que los Tribunales españoles están vinculados (arts. 9.1, 10.1 y 53.1 CE y 5.1 y 7.1 LOPJ). Las normas examinadas no impiden, por tanto, el control jurisdiccional del Estado, aunque exigen buscar un punto de equilibrio y concordancia práctica entre la libertad religiosa, el principio de neutralidad y la tutela judicial efectiva.
El escrito de alegaciones del Abogado del Estado desarrolla, seguidamente, las razones por las que tampoco puede compartirse la tesis defendida por la Sala en el sentido de que el régimen vigente constituye a la Administración en una empresa de tendencia. Con carácter previo, el representante del Gobierno recuerda que con arreglo a la doctrina constitucional que arranca en la STC 5/1981, de 13 de febrero, la neutralidad religiosa de los puestos docentes en los centros públicos tiene la excepción de las enseñanzas religiosas de “seguimiento libre”. En la enseñanza religiosa coinciden y se potencian recíprocamente varios derechos fundamentales (a recibir enseñanza religiosa, a educar a los hijos en determinadas creencias, a propagar el propio credo), si bien la Sala manifiesta una visión excesivamente individualista, olvidando que son las confesiones quienes, sobre todo, vienen consideradas por el art. 16.3 CE como idóneas receptoras de la cooperación de los poderes públicos. Y es que, desde el punto de vista estatal y constitucional, el hecho religioso es un importante fenómeno social y no puede ser más que esto; un fenómeno, por encima de todo, de grupos sociales organizados. Es lógico, por tanto, que el derecho de los padres a que sus hijos reciban formación religiosa haya de ejercitarse mediante la adscripción ―o no adscripción― a alguna de las creencias religiosas más extendidas.
La tesis de la Sala en el sentido de que el párrafo segundo de la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990 convierte a la Administración en una empresa de tendencia carece, para el Abogado del Estado, de fundamentos sólidos. La conversión de los profesores de religión en trabajadores de la Administración educativa no pretende contravenir el principio de neutralidad, como si el legislador hubiera querido proteger a las tres grandes religiones monoteístas y especialmente a la que cuenta con más profesores. Se trataba de dar protección laboral y social a los profesores en el contexto de una relación de trabajo objetivamente especial. Es verdad que podrían concebirse otros tipos de regímenes para los profesores de religión que tal vez conciliarían mejor su protección laboral y social con la neutralidad religiosa del Estado; pero aquí entran también en juego cuestiones de practicabilidad y de necesidad apremiante en la resolución de un problema laboral enconado. En todo caso, la norma examinada es un precepto neutral, por lo menos respecto a las organizaciones religiosas con las que el Estado ha concluido Acuerdos de cooperación.
No se convierte, por tanto, a la Administración en una empresa de tendencia. Lo que ocurre es que los puestos de profesores de religión requieren una determinada cualificación profesional, como la requieren otros tipos de puestos administrativos. En el caso de la religión católica, la DEI es simplemente un reconocimiento eclesiástico de esa cualificación. La exigencia de un título, requisito o cualificación puede considerarse como una limitación a la general capacidad para trabajar o como exigencia de una capacidad especial para acceder a determinados trabajos o puestos. Si sobrevenidamente se pierde la cualificación requerida, puede darse el supuesto de una ineptitud sobrevenida, que es causa objetiva de extinción de la relación laboral [art. 52 a) del Estatuto de los Trabajadores]. Exigir que los profesores de religión católica cuenten con una DEI y que ésta pueda ser retirada por razones religiosas o morales (canon 805 CIC) responde a la naturaleza del puesto mismo de trabajo. Los alumnos católicos [arts. 16.1 CE, 2.1 c) LORL y 6.1 c) LO 5/1985], los padres católicos [arts. 16.1 y 27.3 CE, 2.1 c) LORL y 4 c) LO 5/1985] y la propia Iglesia Católica (arts. 16.1 CE y 2.2 LOLR) tienen derecho a exigir que la enseñanza de la doctrina católica o la transmisión de los valores católicos se efectúen correctamente y sin perturbaciones. Respetar las exigencias propias de estos singulares puestos de trabajo no convierte a la Administración en una empresa de tendencia, sino que es una simple consecuencia de la libertad religiosa proyectada sobre la enseñanza (arts. 16.1 y 27.3 CE) y del mandato de cooperación contenido en el art. 16.3 CE.
El escrito de alegaciones concluye reiterando que el poder de propuesta reconocido en el artículo III del Acuerdo no puede hacerse discriminatoriamente, pues la propia normativa de la Iglesia es contraria a la discriminación. Ahora bien, no cabe confundir discriminación y cualificación necesaria para el desempeño de un puesto. Y no se puede sostener que sea lo primero requerir la DEI para ser profesor de religión católica o exigir que se ajuste a la recta doctrina y la moral católicas quien debe enseñar la primera y transmitir la segunda, pues el ejemplo de coherencia personal es de innegable importancia para que la enseñanza de cualquier religión merezca ese nombre. Ahora bien, aceptada esta exigencia de cualificación (que debe entenderse asumida por quien libre y voluntariamente pretende obtener la DEI y convertirse en profesor de religión católica), la autoridad eclesiástica proponente tiene prohibida toda discriminación contraria al art. 14 CE.
Expuesto lo anterior, es fácil de ver, para el representante del Gobierno, que las normas cuestionadas tampoco violan el principio de mérito y capacidad (art. 103.3 CE), pues la exigencia de la DEI responde, precisamente, a exigencias de la capacidad inherente al especialísimo puesto de trabajo “profesor de religión católica”, que sólo puede ser apreciada por la autoridad eclesiástica, pues de otra manera no se respetaría ni la libertad religiosa ni el principio de neutralidad.
En consecuencia, el Abogado del Estado suplica del Tribunal que dicte Sentencia por la que declare mal planteada e inadmisible la cuestión respecto al párrafo primero de la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, y a los párrafos tercero y cuarto del artículo III y a los artículos VI y VII del Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales entre el Estado español y la Santa Sede, de 3 de enero de 1979, ratificado por Instrumento de 4 de diciembre de 1979, y la desestime en relación con las demás normas cuestionadas. Subsidiariamente, interesa el representante del Gobierno que se desestime la cuestión en su integridad.
8. El Fiscal General del Estado presentó su escrito de alegaciones el 30 de octubre de 2002. Tras referir los pormenores del planteamiento de la cuestión y resumir los términos de la duda de constitucionalidad planteada por la Sala de lo Social, el Fiscal General del Estado se detiene en el examen de la relevancia de las normas cuestionadas por relación a la cuestión debatida en el proceso judicial, concluyendo que “de la constitucionalidad o no de todos o de algunos de los preceptos cuestionados depende la resolución final en forma de sentencia que ha de dictar la Sala de lo Social en este caso, quedando colmado […] el requisito previo de la relevancia en los términos exigidos por el Tribunal Constitucional”.
Con carácter previo al examen de fondo, el Fiscal General del Estado considera pertinente una primera reflexión sobre la contingencia de un pronunciamiento de este Tribunal por el que se pueda expulsar del Ordenamiento una norma contenida en un tratado internacional. Contra lo alegado por el Obispado de Canarias en el proceso a quo, entiende el Fiscal General que, atendidos los arts. 95.1 y 96 CE, el tratado “debe respetar necesariamente la Constitución, y en caso de que así no suceda, o bien el tratado no puede celebrarse, o bien será preciso revisarlo, una vez celebrado, a la luz de la Constitución, correspondiendo al Tribunal Constitucional pronunciarse al respecto”. Por lo que hace al control de constitucionalidad posterior a la integración del tratado, que el Obispado de Canarias no admite, alega el Fiscal General del Estado que el art. 27.2 c) LOTC lo hace posible y necesario en los términos de la Declaración del Tribunal Constitucional de 1 de julio de 1992.
En cuanto a las dudas de constitucionalidad suscitadas por la Sala, y comenzando por la referida a la posible infracción del art. 24.1 CE, alega el Fiscal General, con citas de las SSTC 1/1981 y 6/1997, que la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990 reconoce la naturaleza laboral del vínculo que une a los profesores de religión con el centro educativo publico así como su carácter temporal, sin impedir que las cuestiones litigiosas que puedan surgir entre empresarios y trabajadores como consecuencia del contrato de trabajo dejen de estar sujetas al conocimiento pleno de la jurisdicción social. De otro lado, el hecho de que se introduzca una nueva modalidad de contrato de duración determinada no contemplada en el Estatuto de los Trabajadores no es óbice al conocimiento de sus vicisitudes por la jurisdicción nacional y no tiene más trascendencia que la que pueda derivarse de su integración normativa, procurando su adaptación en el ámbito de las contrataciones temporales, lo que supone una labor de interpretación propia de los Juzgados de lo social.
En relación con los artículos III, VI y VII del Acuerdo con la Santa Sede, entiende el Fiscal General del Estado que, abstractamente considerados, no puede deducirse que ni la exclusiva capacidad de propuesta reconocida a la autoridad eclesiástica, ni la delimitación de los criterios determinantes de la idoneidad del profesorado de religión, ni, en fin, el señalamiento de los contenidos de la enseñanza religiosa y la retribución del profesorado supongan merma alguna a la plena vigencia del derecho a la tutela judicial efectiva, esto es, a la posibilidad de control judicial de la adecuación a la legalidad de los actos discrecionales de cualquier autoridad cuando éstos sean susceptibles de afectar a terceros.
En definitiva ―continúa el escrito de alegaciones― es difícil en extremo apreciar la existencia de un conflicto entre el art. 24.1 CE y las disposiciones normativas cuestionadas, pues no cabe extraer de las mismas la consecuencia de la inmunidad absoluta y en todo caso de los actos de la autoridad eclesiástica en la materia de que se trata.
Por lo que hace a la duda de inconstitucionalidad referida a la asunción por el Estado de determinadas normas canónicas como criterios rectores de un proceso selectivo, se sostiene en el escrito de alegaciones que las normas objeto de la presente cuestión, abstractamente consideradas en su contraste con el art. 9.1 CE, no parecen responder a una opción legislativa fruto del capricho o la inconsecuencia. Muy por el contrario, no cabe sino defender la razonabilidad de que los contenidos de la enseñanza de una confesión religiosa y la concreción de las cualidades personales de quien haya de ejercerla sean de la competencia de la jerarquía propia de aquélla, así como que, a su vez, el estatuto jurídico de la actividad educativa de los profesores se concrete en la creación de un vínculo laboral, que no es sino la forma más común de prestación de trabajo a favor de un tercero.
En relación con el hipotético conflicto con el art. 14 CE, y tras recordar los fundamentos de la jurisprudencia constitucional sobre el principio de igualdad, el Fiscal General afirma que los preceptos cuestionados no introducen diferencias entre situaciones que puedan considerarse iguales sin mediar una justificación objetiva y razonable. Sólo la aplicación de las previsiones normativas en un caso concreto podría, en su caso, derivar en una infracción del art. 14 CE, pero ello no sería consecuencia necesaria de la literalidad de las normas, sino de una aplicación indebida que habría de repararse mediante el recurso a la jurisdicción, incluida la de este Tribunal por medio del amparo constitucional.
Lo mismo cabe decir, concluye el Fiscal General, en relación con el art. 18.1 CE, que no puede entenderse comprometido por el tenor de los preceptos examinados, que sólo se refieren a la designación de genéricas cualidades o aptitudes del profesorado, sin hacer mención alguna de aspectos que integran su intimidad como factores que pudieran determinar su inclusión o exclusión de la propuesta para su nombramiento por la Administración.
Tampoco admite el Fiscal General del Estado que sea de advertir infracción alguna del art. 16.3 CE. A su juicio, la imposible confusión entre las funciones religiosas y las estatales no tiene por qué suponer la imposible colaboración entre el Estado y las confesiones religiosas, pues el art. 9.2 CE también impone a los poderes públicos una actuación favorecedora de la libertad del individuo y de los grupos en que se integra, a lo que se atiende, en este ámbito, con la previsión del art. 2.3 LOLR. Así entendidas las relaciones entre el Estado y las confesiones, el hecho de que aquél facilite la enseñanza de la religión no puede determinar una lesión constitucional, sino que, por el contrario, contribuye a hacer efectivo el disfrute del derecho a la libertad religiosa, siendo, por lo demás, libres los ciudadanos para aceptar o rechazar la prestación que se les ofrece. Además, y aun cuando pudiera sostenerse en este caso la realidad de una indirecta asunción por la Administración de normas de Derecho Canónico, no es menos cierto que ello no afectaría al Estado en sí, sino sólo, y provisionalmente, a los órganos de la Administración con competencias en materia educativa, pues siempre quedaría a salvo la posterior acción revisora de otro componente del Estado, como es la jurisdicción.
Por último, el escrito de alegaciones se detiene en la posible vulneración de los arts. 23.2 y 103.3 CE, señalando que la doctrina de este Tribunal viene siendo la de que el primero de ambos preceptos no extiende su garantía al personal contratado al servicio de la Administración (SSTC 281/1993 y 186/1996). Del mismo modo, el art. 103.3 CE se refiere al estatuto de los funcionarios públicos, sin extenderse a la contratación laboral.
En virtud de lo expuesto, el Fiscal General del Estado interesa del Tribunal que dicte Sentencia desestimatoria de la presente cuestión de inconstitucionalidad.
9. Mediante providencia de 13 de febrero de 2007 se acordó señalar el siguiente día 15 para la deliberación y votación de la presente Sentencia, quedando conclusa con esta fecha.
II. Fundamentos jurídicos
1. La Sección Primera de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Canarias cuestiona en este procedimiento la constitucionalidad de varias normas. De un lado, tres preceptos incluidos en el Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, de 3 de enero de 1979, ratificado por Instrumento de 4 de diciembre de 1979 (BOE núm. 300, de 15 de diciembre), y cuyo tenor es el que sigue:
Artículo III
“En los niveles educativos a los que se refiere el artículo anterior, la enseñanza religiosa será impartida por las personas que, para cada año escolar, sean designadas por la autoridad académica entre aquéllas que el Ordinario diocesano proponga para ejercer esta enseñanza. Con antelación suficiente, el Ordinario diocesano comunicará los nombres de los Profesores y personas que sean consideradas competentes para dicha enseñanza.
En los centros públicos de Educación Preescolar, de Educación General Básica y de Formación Profesional de primer grado, la designación, en la forma antes señalada, recaerá con preferencia en los profesores de EGB que así lo soliciten.
Nadie estará obligado a impartir enseñanza religiosa.
Los Profesores de religión formarán parte, a todos los efectos, del Claustro de Profesores de los respectivos Centros”.
Artículo VI
“A la jerarquía eclesiástica corresponde señalar los contenidos de la enseñanza y formación religiosa católica, así como proponer los libros de texto y material didáctico relativos a dicha enseñanza y formación.
La jerarquía eclesiástica y los órganos del Estado, en el ámbito de sus respectivas competencias, velarán por que esta enseñanza y formación sean impartidas adecuadamente, quedando sometido el profesorado de religión al régimen general disciplinario de los Centros”.
Artículo VII
“La situación económica de los Profesores de religión católica, en los distintos niveles educativos que no pertenezcan a los Cuerpos docentes del Estado, se concertará entre la Administración Central y la Conferencia Episcopal Española, con objeto de que sea de aplicación a partir de la entrada en vigor del presente Acuerdo”.
De otro lado, se cuestiona la Disposición Adicional segunda de la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo, en la redacción dada a la misma por el art. 93 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, que establece lo siguiente:
“La enseñanza de la religión se ajustará a lo establecido en el Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales suscrito entre la Santa Sede y el Estado Español y, en su caso, a lo dispuesto en aquellos otros que pudieran suscribirse con otras confesiones religiosas. A tal fin, y de conformidad con lo que dispongan dichos acuerdos, se incluirá la religión como área o materia en los niveles educativos que corresponda, que será de oferta obligatoria para los centros y de carácter voluntario para los alumnos.
Los profesores que, no perteneciendo a los Cuerpos de funcionarios docentes, impartan enseñanzas de religión en los centros públicos en los que se desarrollan las enseñanzas reguladas en la presente Ley, lo harán en régimen de contratación laboral, de duración determinada y coincidente con el curso escolar, a tiempo completo o parcial. Estos profesores percibirán las retribuciones que correspondan en el respectivo nivel educativo a los profesores interinos, debiendo alcanzarse la equiparación retributiva en cuatro ejercicios presupuestarios a partir de 1999”.
El Abogado del Estado, sin embargo, circunscribe el objeto de la cuestión a este segundo párrafo de la Disposición Adicional segunda de la Ley Orgánica 1/1990, añadido por el art. 93 de la Ley 50/1998, y a los dos primeros párrafos del artículo III del Acuerdo con la Santa Sede, pues en su opinión, y por las razones que se han recogido en los antecedentes de esta Sentencia, no todos los preceptos cuestionados por el órgano judicial son relevantes para el fallo del proceso a quo. Como es natural, es ésta una objeción a la que ha de responderse con carácter previo, sin que sea de citar, por sobradamente conocida, la copiosa jurisprudencia que insiste en la necesidad de ceñir este específico proceso constitucional al control de las normas con valor de ley de las que dependa, de manera ineluctable, el sentido de un pronunciamiento judicial necesario para la resolución de una controversia singular y concreta.
2. A los fines de la delimitación del objeto de este proceso constitucional es preciso atenerse a los exactos términos de la cuestión debatida en el proceso a quo, que, como se advierte en el propio Auto de planteamiento, no es otra que la posible infracción de derechos fundamentales en un procedimiento de selección de profesores de religión católica. Esto supone la completa irrelevancia, por razón de su imposible aplicación al caso, de los párrafos tercero y cuarto del artículo III del Acuerdo con la Santa Sede, pues si aquél dispone que nadie está obligado a impartir enseñanza religiosa, éste prescribe que los profesores de religión han de formar parte del Claustro de los respectivos centros, cuestiones ambas que nada tienen que ver con la cuestión litigiosa a la que ha de dar respuesta el Tribunal Superior de Justicia, cifrada en la posible inconstitucionalidad de un régimen de contratación pública del profesorado de religión católica que confiere a un sujeto ajeno al Estado y sometido a otro ordenamiento la facultad de decidir sobre el acceso a empleos públicos y sobre la continuidad en los mismos con arreglo a criterios que pueden ser incompatibles con los derechos fundamentales garantizados por la Constitución.
No menos irrelevante resulta ser el primer párrafo del artículo VI del Acuerdo con la Santa Sede, en cuya virtud se atribuye a la jerarquía eclesiástica la competencia para señalar los contenidos de la enseñanza de su doctrina y para proponer los libros de texto y el material didáctico pertinentes. Y lo mismo cabe señalar de su párrafo segundo, toda vez que, si bien la previsión de que la jerarquía eclesiástica habrá de velar, en el ámbito de sus competencias, por la ortodoxia de la enseñanza de la religión católica puede constituirse en fundamento de facultades de control como las que en el supuesto debatido en el proceso judicial a quo han llevado a la negativa de la jerarquía eclesiástica a proponer como profesora de religión a quien, en su criterio, ha dejado de reunir las condiciones personales necesarias para impartir adecuadamente la enseñanza de la religión católica, es lo cierto que es esta facultad de propuesta recogida en los párrafos primero y segundo del art. III la que materializa la decisión del Ordinario diocesano, refiriéndose a la misma, y no a las previas facultades de control, la duda de constitucionalidad a cuya validez supedita el órgano judicial la resolución del proceso.
Igualmente, y sin necesidad de detenerse en el examen de la aplicabilidad al caso del artículo VII del Acuerdo con la Santa Sede, es obvio que dicha norma ha de quedar necesariamente al margen de este procedimiento, pues, como advierte el Abogado del Estado, el Tribunal Superior de Justicia no requirió el parecer de las partes sobre la pertinencia de su cuestionamiento, tal y como exige el art. 35.2 de nuestra Ley Orgánica. En efecto, si bien el Auto de planteamiento identifica como cuestionados, entre otros, el citado artículo VII del Acuerdo, en la providencia de 8 de mayo de 2002, dictada ex art. 35.2 LOTC, no se incluye ese concreto precepto entre aquéllos sobre cuya posible inconstitucionalidad se requería el parecer de las partes del proceso a quo. Así las cosas, no cabe sino traer a colación nuestra doctrina (por todos, ATC 164/2006, de 9 de mayo) sobre la inexcusabilidad del trámite de audiencia previsto en el art. 35.2 LOTC y subrayar su eficacia constitutiva del objeto de este proceso constitucional, que sólo puede definirse a partir de aquellas dudas de constitucionalidad sobre las que hayan tenido ocasión de pronunciarse las partes del proceso a quo, que encuentran así una vía de participación indirecta en el procedimiento que ante nosotros se sustancia y de cuya decisión ha de depender la suerte del litigio que en aquel proceso tan directamente les concierne.
Por último, es también exacta la alegación del Abogado del Estado de que nada en el Auto de planteamiento de la cuestión permite apreciar la existencia de ninguna duda sobre la constitucionalidad del primer párrafo de la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990.
En definitiva, por ser los únicos relevantes para el fallo del proceso laboral, los preceptos que conforman el verdadero objeto de esta cuestión de inconstitucionalidad son los dos primeros párrafos del artículo III del Acuerdo con la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, suscrito el 3 de enero de 1979, y el párrafo añadido por el art. 93 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, a la Disposición Adicional segunda de la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo, derogada por la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación, pero aplicable al proceso del que trae causa este procedimiento y, por ello, de conformidad con nuestra reiterada doctrina sobre la continuidad de los procesos constitucionales tras la derogación de las normas cuestionadas (por todas, STC 178/2004, de 21 de octubre), objeto vivo de este proceso. En efecto, la resolución del problema objeto de debate en el proceso judicial pendiente pasa por la aplicación de estas concretas normas, que confían al Obispado la propuesta de contratación de profesorado y descartan, en una primera interpretación, la posibilidad de que la Administración Pública haga otra cosa que asumir acríticamente esa propuesta. Este modelo de contratación sería, para el órgano judicial, contrario a los arts. 9.3, 14, 16.3, 23.2, 24.1 y 103.3 de la Constitución.
3. Delimitados así los preceptos que son objeto de esta cuestión, procede disipar toda sombra de duda sobre la idoneidad de las normas de un tratado para constituirse en objeto de un proceso de control de constitucionalidad. Esa idoneidad, aceptada sin reservas por el Fiscal General del Estado, no es, en cambio, indiscutible para el Abogado del Estado, quien sostiene que cabe cuestionar, en abstracto, si tales normas se ajustan al concepto de “normas con rango ley” utilizado por los arts. 165 CE y 35.1 LOTC para delimitar el objeto posible de este proceso. El propio Abogado del Estado afirma, no obstante y a renglón seguido, que la consideración conjunta de los arts. 27.2.c), 29.1 y 25.1 LOTC permite concluir que los tratados internacionales pueden ser objeto de declaración de inconstitucionalidad en cualquiera de las dos vías enunciadas en el art. 29.1 LOTC (recurso y cuestión). Con todo, no deja de referirse al art. 27.2.c) LOTC en términos que pueden hacerlo sospechoso de una inconstitucionalidad en la que si el Abogado del Estado dice no querer entrar es sólo ratione officii.
No nos corresponde enjuiciar aquí la constitucionalidad de un precepto de nuestra Ley Orgánica que nadie ha puesto formalmente en cuestión; ni nos cabe siquiera pronunciarnos in abstracto sobre la viabilidad procesal de un tal cuestionamiento. Importa sólo decir que si las dudas abrigadas por el Abogado del Estado respecto de la ortodoxia constitucional del art. 27.2.c) LOTC derivan únicamente del hecho de que, a su juicio, los tratados internacionales no pueden ser formalmente considerados como leyes, tales dudas habrían de extenderse a los apartados del art. 27.2 LOTC que también incluyen entre las normas sometidas a nuestra jurisdicción a los Reglamentos parlamentarios, es decir, normas que, tampoco son formalmente leyes, pero que por su inmediata vinculación a la Constitución, como ocurre también con los Tratados (art. 95.1 CE), aparecen cualificadas como normas primarias, siendo justamente esa específica cualificación la que, de acuerdo con nuestra jurisprudencia, confiere su cabal sentido, en este contexto, a la expresión “norma con rango de ley” (por todas, SSTC 118/1988, de 20 de junio, y 139/1988, de 8 de julio). De otro lado, la eventual declaración de inconstitucionalidad de un tratado presupone, obviamente, el enjuiciamiento material de su contenido a la luz de las disposiciones constitucionales, pero no necesariamente que los efectos invalidantes asociados a un juicio negativo lleven aparejada de manera inmediata la nulidad del tratado mismo (art. 96.1 CE). Esta última consideración no debe ser objeto ahora de un mayor desarrollo, como tampoco es pertinente que entremos a considerar las soluciones propuestas por el Abogado del Estado para concretar los efectos y el alcance de una eventual declaración de inconstitucionalidad de los preceptos del Acuerdo con la Santa Sede que aquí se han cuestionado. Sólo si esa declaración efectivamente se produce tendrá sentido que pasemos a precisar sus consecuencias, si es que éstas, por algún motivo, no pudieran ser estrictamente las que en principio se desprenden de las previsiones literales de nuestra Ley Orgánica.
4. Para el mejor encuadramiento del problema constitucional planteado es conveniente examinar los avatares del régimen normativo regulador del profesorado de religión católica desde el momento de la entrada en vigor de la Constitución. Dicho régimen arranca con el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, de 3 de enero de 1979, ratificado por Instrumento de 4 de diciembre de 1979, cuyo artículo III, ahora cuestionado, dispone que en los niveles educativos de Educación Preescolar, de Educación General Básica (EGB) y de Bachillerato Unificado Polivalente (BUP) y en los Grados de Formación Profesional correspondientes a los alumnos de las mismas edades “la enseñanza religiosa será impartida por las personas que, para cada año escolar, sean designadas por la autoridad académica entre aquéllas que el Ordinario diocesano proponga para ejercer esta enseñanza. Con antelación suficiente, el Ordinario diocesano comunicará los nombres de los Profesores y personas que sean consideradas competentes para dicha enseñanza”. A diferencia del modelo vigente bajo el Concordato de 1953, el nuevo régimen se fundamenta expresamente en el respeto a la libertad de conciencia para disponer que la enseñanza de la religión católica “no tendrá carácter obligatorio para los alumnos” ―a los que, sin embargo, se garantiza “el derecho a recibirla” (art. II) ― y que, además, nadie estará obligado a impartirla (art. III).
Las previsiones del Acuerdo fueron objeto de un primer desarrollo por Orden de 28 de julio de 1979 (BOE núm. 184, de 2 de agosto), que, para el ámbito de la Educación Preescolar y la Educación General Básica, encomendaba la enseñanza de la religión católica “preferentemente” a los Profesores del Centro que voluntariamente la asumieran y que fueran considerados competentes por la jerarquía eclesiástica (art. 3.1 y 2). Para el caso de que no fuera posible contar con Profesores del Centro, se preveía la posibilidad de hacerlo “con las personas declaradas competentes por la jerarquía eclesiástica y que, en cualquier caso, sean propuestos por la misma” (art. 3.2). Para este específico supuesto, la posterior Orden de 16 de julio de 1980 (BOE núm. 173, de 19 de julio), dictada ya tras la ratificación del Acuerdo con la Santa Sede, dispondría que “[r]especto a estos Profesores, el Ministerio de Educación no contraerá ninguna relación de servicios, sin perjuicio de lo que resulte en aplicación del artículo VII del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede” (art. 3.5). En todos los casos quedaba asegurado que si “la jerarquía eclesiástica estim[ase] procedente el cese de algún Profesor de Religión, el Ordinario diocesano propondrá tal medida al Delegado provincial del Ministerio de Educación o, por lo que se refiere a la enseñanza no estatal, al Director del Centro o a la Entidad titular del mismo” (art. 3.7, OO.MM. de 28 de julio de 1979 y 16 de julio de 1980).
La situación económica de aquellas personas que, no siendo personal docente de la Administración, eran propuestas cada año escolar por la jerarquía eclesiástica y designadas por la autoridad académica para la enseñanza de la religión católica en los Centros públicos de Educación Primaria y de Educación General Básica fue objeto de un Convenio con la Conferencia Episcopal Española publicado como anexo a la Orden del Ministerio de la Presidencia de 9 de septiembre de 1993 (BOE núm. 219, de 13 de septiembre). En su virtud, el Estado asumía la financiación de la enseñanza de la religión católica transfiriendo “mensualmente a la Conferencia Episcopal las cantidades globales correspondientes al coste íntegro de la actividad prestada por [aquellas] personas […]” (cláusula segunda), disponiéndose asimismo que, “[h]abida cuenta del carácter específico de la actividad prestada por las personas que imparten la enseñanza religiosa, el Gobierno adoptará las medidas oportunas para su inclusión en el régimen especial de la Seguridad Social de los trabajadores por cuenta propia o autónomos, siempre que no estuvieran o debieran estar ya afiliados a la Seguridad Social en cualquiera de sus regímenes” (cláusula cuarta).
Por lo que hace al ámbito del Bachillerato y la Formación Profesional, la enseñanza de la religión católica tras el Acuerdo de 1979 vino condicionada por la Ley de Ordenación de la Enseñanza Media, de 26 de febrero de 1953, que preveía la existencia de profesores de religión, nombrados por el Ministerio de Educación y Ciencia a propuesta de la Iglesia y remunerados por la Administración con el sueldo de ingreso de los catedráticos numerarios. Dichos profesores debían ser sacerdotes o religiosos y, subsidiariamente, seglares a los que se exigía la superación de determinadas pruebas, procediendo su remoción cuando así lo requiriera el Ordinario, según disponía el Concordato de 1953. Su relación de servicios con la Administración educativa era la propia de los funcionarios interinos ex art. 5.2 de la Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964. Tanto la Orden de 28 de julio de 1979 como la de 16 de julio de 1980 asumieron esta situación de partida de los profesores de religión de enseñanza media, a saber: equiparación retributiva con los profesores funcionarios interinos, remuneración a cargo del Estado y nombramiento y cese a propuesta y requerimiento de la Iglesia. La posterior Orden de 11 de octubre de 1982 (BOE núm. 248, de 16 de octubre) determinaría que el nombramiento de estos profesores “tendrá carácter anual y se renovará automáticamente, salvo propuesta en contra del mencionado Ordinario efectuada antes del comienzo de cada curso, o salvo que la Administración, por graves razones académicas y de disciplina, considere necesaria la cancelación del nombramiento, previa audiencia de la autoridad eclesiástica que hizo la propuesta […]”.
Finalmente, y a partir de un cambio de doctrina verificado en 1996, el Tribunal Supremo consideró que la relación de servicios de los profesores de religión en el nivel de la enseñanza media era de carácter laboral. La indeterminación de la situación jurídica en la que quedaban, por contraste, quienes, no siendo funcionarios, eran propuestos por la Iglesia y designados por la Administración para la enseñanza de la religión católica en los niveles de las educaciones preescolar y primaria fue resuelta por el art. 93 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, que añadió un nuevo párrafo a la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo, en cuya virtud dichos profesores desempeñan su actividad docente “en régimen de contratación laboral, de duración determinada y coincidente con el curso escolar, a tiempo completo o parcial”, percibiendo “las retribuciones que correspondan en el respectivo nivel educativo a los profesores interinos, debiendo alcanzarse la equiparación retributiva en cuatro ejercicios presupuestarios a partir de 1999”. Por tanto, a partir de 1998, bien por disposición legislativa, bien por vía jurisprudencial, la situación de todos los profesores de religión católica en centros públicos que no sean funcionarios es, para todos los niveles de enseñanza, la de personal laboral contratado por la Administración, a propuesta de la Iglesia y en régimen temporal.
Con posterioridad, pero sin relevancia ―según se ha dicho ya― para este proceso, la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación, disciplina el régimen del profesorado de religión en los términos que se desprenden de su Disposición Adicional tercera, a saber: “1. Los profesores que impartan la enseñanza de las religiones deberán cumplir los requisitos de titulación establecidos para las distintas enseñanzas reguladas en la presente Ley, así como los establecidos en los acuerdos suscritos entre el Estado Español y las diferentes confesiones religiosas; 2. Los profesores que, no perteneciendo a los cuerpos de funcionarios docentes, impartan la enseñanza de las religiones en los centros públicos lo harán en régimen de contratación laboral, de conformidad con el Estatuto de los Trabajadores, con las respectivas Administraciones competentes. La regulación de su régimen laboral se hará con la participación de los representantes del profesorado. Se accederá al destino mediante criterios objetivos de igualdad, mérito y capacidad. Estos profesores percibirán las retribuciones que correspondan en el respectivo nivel educativo a los profesores interinos; 3. En todo caso, la propuesta para la docencia corresponderá a las entidades religiosas y se renovará automáticamente cada año. La determinación del contrato, a tiempo completo o a tiempo parcial según lo que requieran las necesidades de los centros, corresponderá a las Administraciones competentes. La remoción, en su caso, se ajustará a derecho”.
5. Si bien la duda de constitucionalidad a la que hemos de dar respuesta en este procedimiento tiene que ver con la posible infracción de varios preceptos constitucionales, son los derechos y principios reconocidos en el art. 16 de la Constitución los que determinan la entidad y el alcance de la posible afección de los demás preceptos invocados en su Auto de planteamiento por la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Canarias. En efecto, el problema suscitado por la Sala no es otro que la constitucionalidad del vigente sistema de contratación de profesores de religión, cuya compatibilidad con la aconfesionalidad del Estado resulta problemática, en su criterio, aun en los márgenes del deber de cooperación impuesto al Estado en relación con la Iglesia Católica y las demás confesiones religiosas (art. 16.3 CE). Ese deber de cooperación exige de los poderes públicos una actitud positiva respecto del ejercicio colectivo de la libertad religiosa (STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 4), que en su dimensión individual comporta el derecho a recibir la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con las propias convicciones. Inevitablemente, la definición del contenido y ámbito propios de los derechos y principios establecidos en el art. 16 CE ―tanto en sus dimensiones interna y externa como en la individual y en la colectiva― pasa por su ponderación con el contenido y alcance de otros derechos y principios constitucionales que, convergiendo en la delimitación de su sentido, ven así matizada su propia condición de límites del derecho definido, precisamente, con su concurso.
Centrados, pues, en la perspectiva de los derechos y principios del art. 16 CE, es de advertir que ni el órgano judicial ni quienes han sido parte en este proceso hacen cuestión de la inserción de la enseñanza de la religión católica en el sistema educativo. Dicha inserción ―que sólo puede ser, evidentemente, en régimen de seguimiento libre (STC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 9)― hace posible tanto el ejercicio del derecho de los padres de los menores a que éstos reciban la enseñanza religiosa y moral acorde con las convicciones de sus padres (art. 27.3 CE), como la efectividad del derecho de las Iglesias y confesiones a la divulgación y expresión públicas de su credo religioso, contenido nuclear de la libertad religiosa en su dimensión comunitaria o colectiva (art. 16.1 CE). El deber de cooperación establecido en el art. 16.3 CE encuentra en la inserción de la religión en el itinerario educativo un cauce posible para la realización de la libertad religiosa en concurrencia con el ejercicio del derecho a una educación conforme con las propias convicciones religiosas y morales. En este punto es de recordar que el contenido del derecho a la libertad religiosa no se agota en la protección frente a injerencias externas de una esfera de libertad individual o colectiva que permite a los ciudadanos actuar con arreglo al credo que profesen (SSTC 19/1985, de 13 de febrero, 120/1990, de 27 de junio, y 63/1994, de 28 de febrero, entre otras), pues también comporta una dimensión externa que se traduce en la posibilidad de ejercicio, inmune a toda coacción de los poderes públicos, de aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso, asumido en este caso por el sujeto colectivo o comunidades, tales como las que enuncia el art. 2 LOLR y respecto de las que se exige a los poderes públicos una actitud positiva, de naturaleza asistencial o prestacional, conforme a lo que dispone el apartado 3 del art. 2 LOLR, según el cual “[p]ara la aplicación real y efectiva de estos derechos [los que se enumeran en los dos anteriores apartados del precepto legal], los poderes públicos adoptarán las medidas necesarias para facilitar […] la formación religiosa en centros docentes públicos”.
La cuestión, no es, por tanto, si resulta o no constitucionalmente aceptable la enseñanza de la religión católica en los centros escolares. Tampoco si la competencia para la definición del credo religioso objeto de enseñanza ha de corresponder a las Iglesias y confesiones o a la autoridad educativa estatal, pues es evidente que el principio de neutralidad del art. 16.3 CE, como se declaró en las SSTC 24/1982, de 13 de mayo, y 340/1993, de 16 de noviembre, “veda cualquier tipo de confusión entre funciones religiosas y estatales” en el desarrollo de las relaciones de cooperación del Estado con la Iglesia Católica y las demás confesiones, antes bien sirve, precisamente, a la garantía de su separación, “introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva” (STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 4). El credo religioso objeto de enseñanza ha de ser, por tanto, el definido por cada Iglesia, comunidad o confesión, no cumpliéndole al Estado otro cometido que el que se corresponda con las obligaciones asumidas en el marco de las relaciones de cooperación a las que se refiere el art. 16.3 CE.
Se sigue de lo anterior que también ha de corresponder a las confesiones la competencia para el juicio sobre la idoneidad de las personas que hayan de impartir la enseñanza de su respectivo credo. Un juicio que la Constitución permite que no se limite a la estricta consideración de los conocimientos dogmáticos o de las aptitudes pedagógicas del personal docente, siendo también posible que se extienda a los extremos de la propia conducta en la medida en que el testimonio personal constituya para la comunidad religiosa un componente definitorio de su credo, hasta el punto de ser determinante de la aptitud o cualificación para la docencia, entendida en último término, sobre todo, como vía e instrumento para la transmisión de determinados valores. Una transmisión que encuentra en el ejemplo y el testimonio personales un instrumento que las Iglesias pueden legítimamente estimar irrenunciable.
6. Señalado lo anterior, corresponde ya analizar las dudas de constitucionalidad que al órgano judicial que promueve la cuestión suscita el concreto sistema establecido en el Acuerdo sobre la Enseñanza y los Asuntos Culturales suscrito entre el Estado Español y la Santa Sede el 3 de enero de 1979 y en el párrafo segundo de la Disposición Adicional segunda de la Ley Orgánica 1/1990. A juicio del órgano judicial las dudas se plantean en relación con dos de las concretas opciones normativas seguidas en la configuración de dicho sistema: el recurso a la contratación laboral y el que esta contratación se lleve a cabo por las Administraciones educativas, constituyendo así empleo público, lo que, a su juicio, determinaría la inmunidad frente al Derecho estatal de las decisiones sobre contratación y renovación adoptadas por el Obispado y condicionaría el acceso al empleo público y el mantenimiento en el mismo en base a criterios de índole religiosa o confesional, vulnerándose con ello los arts. 9.3, 14, 16.3, 23.2, 24.1 y 103.3 de la Constitución.
7. Por lo que se refiere al pretendido obstáculo a la revisión judicial de las decisiones de contratación adoptadas en ejecución del sistema, que derivaría de la consideración de que se trata de decisiones que, en aplicación del Acuerdo de 1979, no proceden directamente de un órgano del Estado, sino de una autoridad ajena al mismo y, en concreto, de una autoridad eclesiástica, lo que determinaría la inmunidad frente a los órganos judiciales de tales decisiones, vulnerando con ello el derecho a la tutela judicial efectiva reconocido en el art. 24.1 CE, no podemos sino rechazar tajantemente su concurrencia.
Como recuerda el Fiscal General del Estado en sus alegaciones, este Tribunal declaró ya en su STC 1/1981 la plenitud jurisdiccional de los Jueces y Tribunales en el orden civil, en cuanto exigencia derivada del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE), derecho “que se califica por la nota de la efectividad” (STC 1/1981, de 26 de enero, FJ 11). Posteriormente el Tribunal ha vuelto a abordar esta cuestión en su STC 6/1997, reiterando en ella que los efectos civiles de las resoluciones eclesiásticas, regulados por la ley civil, son de la exclusiva competencia de los Jueces y Tribunales civiles, como consecuencia de los principios de aconfesionalidad del Estado (art. 16.3 CE) y de exclusividad jurisdiccional (art. 117.3 CE) (STC 6/1997, de 13 de enero, FJ 6).
No cabe, por lo tanto, aceptar que los efectos civiles de una decisión eclesiástica puedan resultar inmunes a la tutela jurisdiccional de los órganos del Estado. Siendo ello así, habrá de analizarse si la regulación cuestionada conduce necesariamente a tal conclusión.
Por lo que se refiere al párrafo segundo de la disposición adicional segunda de la Ley Orgánica 1/1990, es lo cierto que nada de lo establecido en la misma conlleva exclusión alguna del orden jurisdiccional. En lo que aquí interesa, la disposición se limita a establecer la naturaleza "laboral" de la relación establecida entre los profesores de religión y la Administración educativa, lo que, lejos de determinar cualquier exclusión, implica la plena competencia del orden jurisdiccional social, ex arts. 1 y 2 Ley de Procedimiento Laboral, en relación con las cuestiones litigiosas que se promuevan “entre empresarios y trabajadores como consecuencia del contrato de trabajo”, despejando con ello cualquier duda que a este respecto pudiera generar otra hipotética opción calificativa de la naturaleza jurídica de la prestación de dichos profesores. Los profesores de religión son, por disposición de los preceptos legales cuestionados, trabajadores de la Administración Pública educativa y, en condición de tales, reciben el amparo de la Constitución y de las leyes laborales españolas y tienen asimismo el derecho a recabar la tutela de los órganos jurisdiccionales españoles.
Por lo que se refiere al Acuerdo de 1979 tampoco en el mismo se contiene exclusión alguna de la potestad jurisdiccional de los órganos del Estado, limitándose a señalar en su art. III, nuevamente por lo que aquí interesa, que la enseñanza religiosa será impartida por las personas que, para cada año escolar, sean designadas por la autoridad académica “entre aquéllas que el Ordinario diocesano proponga para ejercer esta enseñanza”. Es, no obstante, de esta formulación de la que extrae el órgano judicial proponente su duda de constitucionalidad, al estimar que la exclusiva y vinculante potestad de propuesta atribuida al Ordinario diocesano determina la adopción de decisiones de contratación que a su vez se sustentan en criterios de idoneidad de índole religiosa y confesional, definidos por un ordenamiento distinto al estatal –el Derecho canónico-, que resultarían inatacables ante los órganos del Estado.
Sin embargo, que la designación de los profesores de religión deba recaer en personas que hayan sido previamente propuestas por el Ordinario diocesano, y que dicha propuesta implique la previa declaración de su idoneidad basada en consideraciones de índole moral y religiosa, no implica en modo alguno que tal designación no pueda ser objeto de control por los órganos judiciales del Estado, a fin de determinar su adecuación a la legalidad, como sucede con todos los actos discrecionales de cualquier autoridad cuando producen efectos en terceros, según hemos afirmado en otros supuestos, bien en relación con la denominada “discrecionalidad técnica” (STC 86/2004, de 10 de mayo, FJ 3), bien en el caso de los nombramientos efectuados por el sistema de “libre designación” (STC 235/2000, de 5 de octubre, FFJJ 12 y 13).
El derecho de libertad religiosa y el principio de neutralidad religiosa del Estado implican que la impartición de la enseñanza religiosa asumida por el Estado en el marco de su deber de cooperación con las confesiones religiosas se realice por las personas que las confesiones consideren cualificadas para ello y con el contenido dogmático por ellas decidido. Sin embargo, por más que haya de respetarse la libertad de criterio de las confesiones a la hora de establecer los contenidos de las enseñanzas religiosas y los criterios con arreglo a los cuales determinen la concurrencia de la cualificación necesaria para la contratación de una persona como profesor de su doctrina, tal libertad no es en modo alguno absoluta, como tampoco lo son los derechos reconocidos en el art. 16 CE ni en ningún otro precepto de la Constitución, pues en todo caso han de operar las exigencias inexcusables de indemnidad del orden constitucional de valores y principios cifrado en la cláusula del orden público constitucional.
En consecuencia, ni las normas legales cuestionadas excluyen la competencia de los órganos jurisdiccionales del Estado ni tal exclusión resultaría posible. Antes al contrario son, precisamente, los órganos jurisdiccionales los que deben ponderar los diversos derechos fundamentales en juego. Como pone de relieve el Abogado del Estado en sus alegaciones, en el ejercicio de este control los órganos judiciales y, en su caso, este Tribunal Constitucional habrán de encontrar criterios practicables que permitan conciliar en el caso concreto las exigencias de la libertad religiosa (individual y colectiva) y el principio de neutralidad religiosa del Estado con la protección jurisdiccional de los derechos fundamentales y laborales de los profesores.
Así, y sin pretensión de ser exhaustivos, resulta claro que, en primer lugar, los órganos judiciales habrán de controlar si la decisión administrativa se ha adoptado con sujeción a las previsiones legales a las que se acaba de hacer referencia, es decir, en lo esencial, si la designación se ha realizado entre las personas que el Diocesano ordinario ha propuesto para ejercer esta enseñanza y, dentro de las personas propuestas, en condiciones de igualdad y con respeto a los principios de mérito y capacidad. O, en sentido negativo, y por ajustarse más a las circunstancias del caso analizado en el proceso a quo, habrán de analizar las razones de la falta de designación de una determinada persona y, en concreto, si ésta responde al hecho de no encontrarse la persona en cuestión incluida en la relación de las propuestas a tal fin por la autoridad eclesiástica, o a otros motivos igualmente controlables. Mas allá de este control de la actuación de la autoridad educativa, los órganos judiciales competentes habrán de analizar también si la falta de propuesta por parte del Ordinario del lugar responde a criterios de índole religiosa o moral determinantes de la inidoneidad de la persona en cuestión para impartir la enseñanza religiosa, criterios cuya definición corresponde a las autoridades religiosas en virtud del derecho de libertad religiosa y del principio de neutralidad religiosa del Estado, o si, por el contrario, se basa en otros motivos ajenos al derecho fundamental de libertad religiosa y no amparados por el mismo. En fin, una vez garantizada la motivación estrictamente “religiosa” de la decisión, el órgano judicial habrá de ponderar los eventuales derechos fundamentales en conflicto a fin de determinar cuál sea la modulación que el derecho de libertad religiosa que se ejerce a través de la enseñanza de la religión en los centros escolares pueda ocasionar en los propios derechos fundamentales de los trabajadores en su relación de trabajo.
A los efectos del control abstracto de constitucionalidad que ahora nos corresponde baste concluir de lo señalado que ni el art. III del Acuerdo sobre la Enseñanza y Asuntos Culturales suscrito el 3 de enero de 1979 entre el Estado Español y la Santa Sede, ni el párrafo segundo de la disposición adicional segunda de la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, excluyen el control jurisdiccional de las decisiones de contratación de los profesores de religión ni vulneran, por tanto, el derecho a la tutela judicial efectiva del art. 24.1 CE.
8. Una vez declarada la compatibilidad del sistema establecido en las normas legales cuestionadas con el art. 24.1 CE, al no concurrir la alegada inmunidad frente al Derecho de las decisiones que en ejecución de las mismas puedan adoptarse, habremos de centrar ya nuestro análisis en el contenido del párrafo segundo de la Disposición Adicional segunda de la Ley Orgánica 1/1990, a la que se imputa la vulneración de diversos preceptos constitucionales como consecuencia de la pretendida vinculación de la contratación laboral en el sector público a criterios religiosos o confesionales.
En realidad el eventual conflicto con la Constitución del sistema considerado se produciría por la vulneración únicamente del art. 14 CE, en relación con los arts. 9.3 y 103.3 CE, al tratarse de contratos laborales, en los que, como ha declarado en diversas ocasiones este Tribunal, no se aplica el art. 23.2 CE (por todas, SSTC 86/2004, de 10 de mayo, FJ 4; y 132/2005, de 23 de mayo, FJ 2), y constituir la religión uno de los motivos de discriminación expresamente vedados por el art. 14 CE. Por ello, el análisis de la cuestión planteada habrá de llevarse a cabo conforme a los criterios que se derivan del derecho a la igualdad garantizado en el art. 14 CE, recordando a este respecto que su vulneración "la produce sólo aquella desigualdad que introduce una diferencia entre situaciones que pueden considerarse iguales y que carece de una justificación objetiva y razonable, es decir, el principio de igualdad exige que a iguales supuestos de hecho se apliquen iguales consecuencias jurídicas, debiendo considerarse iguales dos supuestos de hecho cuando la utilización o introducción de elementos diferenciadores sea arbitraria o carezca de fundamento racional (por todas, SSTC 134/1996, de 22 de julio, FJ 5; 117/1998, de 2 de junio, FJ 8; 46/1999, de 22 de marzo, FJ 2; 200/1999, de 8 de noviembre, FJ 3; y 200/2001, de 4 de octubre, FJ 4)" (STC 34/2004, de 8 de marzo, FJ 3).
Se trataría así de determinar si la contratación laboral por las Administraciones educativas de los profesores de religión, al venir condicionada por la previa declaración eclesiástica de idoneidad, vulneraría el derecho de acceso al empleo público en condiciones de igualdad y de acuerdo con los principios de mérito y capacidad, discriminando a los posibles candidatos en función de criterios religiosos.
Sin embargo, la cuestión a la que debemos dar respuesta no es, en realidad, la de si las Administraciones públicas pueden o no contratar trabajadores sino la más específica de determinar si las personas designadas por las autoridades eclesiásticas para impartir enseñanza religiosa en las escuelas pueden vincularse mediante un contrato laboral con las Administraciones educativas titulares de los centros en los que han de impartir su enseñanza o si, por el contrario, se oponen a ello razones relacionadas con el respeto de los preceptos constitucionales citados en el Auto de planteamiento de la Cuestión. Y, desde esta perspectiva, lo cierto es que, sean cuales fueren las razones de política legislativa que apoyen esta opción de contratación, respecto de las que este Tribunal no tiene porqué pronunciarse, no se aprecia que la misma pueda vulnerar los arts. 9.3, 14, 16.3 o 103.3 CE.
9. En efecto, no apreciamos que la opción legislativa de que los profesores que hayan de impartir la enseñanza de la religión católica en los centros escolares lo hagan suscribiendo un contrato de trabajo con la correspondiente Administración Pública educativa pueda afectar al derecho a la igualdad y no discriminación del art. 14 CE. Como ha señalado este Tribunal en relación con la aplicación a la función pública del derecho reconocido en el art. 23.2 CE, en términos que resultan igualmente predicables de la aplicación del art. 14 CE en el caso de los contratados laborales, este derecho garantiza a los ciudadanos una situación jurídica de igualdad en el acceso a las funciones públicas, con la consiguiente imposibilidad de establecer requisitos para acceder a las mismas que tengan carácter discriminatorio (SSTC 193/1987, de 9 de diciembre, FJ 5; 47/1990, de 20 de marzo, FJ 6; 166/2001, de 16 de julio, FJ 2) o de referencias individualizadas y concretas (SSTC 50/1986, de 23 de abril, FJ 4; 67/1989, de 18 de abril, FJ 2; 27/1991, de 14 de febrero, FJ 4; 353/1993, de 29 de noviembre, FJ 6; 73/1998, de 31 de marzo, FJ 3; 138/2000, de 29 de mayo, FJ 5). Como señalamos en la STC 96/2002, de 25 de abril, FJ 7, la valoración que se realice en cada caso del principio de igualdad en la Ley “ha de tener en cuenta el régimen jurídico sustantivo del ámbito de relaciones en que se proyecte”. En lo que afecta al derecho a la igualdad en el acceso al empleo público, ha de recordarse que la propia Constitución dispone, en su art. 103.3, que dicho acceso debe atenerse a los principios de mérito y capacidad, de manera que las condiciones y requisitos exigidos sean referibles a los citados principios, pudiendo considerarse también lesivos del principio de igualdad todos aquellos que, sin esa referencia, establezcan una diferencia entre españoles (SSTC 50/1986, de 23 de abril, FJ 4; 73/1998, de 31 de marzo, FJ 3; 138/2000, de 29 de mayo, FJ 5).
Como se desprende de nuestra reiterada doctrina, el derecho de acceso en condiciones de igualdad a las funciones y empleos públicos no priva al legislador de un amplio margen de libertad en la regulación de las pruebas de selección y en la determinación de los méritos y capacidades que se tomarán en consideración, pero establece límites positivos y negativos a dicha libertad que resultan infranqueables. En positivo se obliga al legislador a implantar requisitos de acceso que, establecidos en términos de igualdad, respondan única y exclusivamente a los principios de mérito y capacidad (SSTC 27/1991, de 14 de febrero, FJ 4; 293/1993, de 18 de octubre FJ 4; y 185/1994, de 20 de junio, FJ 3, entre otras); como consecuencia de ello, desde una perspectiva negativa, se proscribe que dicha regulación de las condiciones de acceso se haga en términos concretos e individualizados, que equivalgan a una verdadera y propia acepción de personas (SSTC 269/1994, de 3 de octubre, FJ 5; 11/1996, de 29 de enero, FJ 4; y 37/2004, de 11 de marzo, FJ 4), evitando cuidadosamente cualquier sombra de arbitrariedad, que existe ”cuando falta la razón o el sentido de la regulación” (STC 11/1996, de 29 de enero, FJ 4).
En definitiva, hemos afirmado que se infringe el principio de igualdad si la diferencia de trato carece de una justificación objetiva y razonable a la luz de las condiciones de mérito y capacidad o, dicho en otros términos, cuando el elemento diferenciador sea arbitrario o carezca de fundamento racional (SSTC 185/1994, de 20 de junio, FJ 3; 48/1998, de 2 de marzo, FJ 7; y 202/2003, de 17 de noviembre, FJ 12). Pues bien, en el caso ahora analizado la exigencia para la contratación de estos profesores del requisito de hallarse en posesión de la cualificación acreditada mediante la Declaración Eclesiástica de Idoneidad no puede considerarse arbitraria o irrazonable ni ajena a los principios de mérito y capacidad y, desde luego, no implica una discriminación por motivos religiosos, dado que se trata de contratos de trabajo que se celebran única y exclusivamente para la impartición, durante el curso escolar, de la enseñanza de la religión católica.
La facultad reconocida a las autoridades eclesiásticas para determinar quiénes sean las personas cualificadas para la enseñanza de su credo religioso constituye una garantía de libertad de las Iglesias para la impartición de su doctrina sin injerencias del poder público. Siendo ello así, y articulada la correspondiente cooperación a este respecto (art. 16.3 CE) mediante la contratación por las Administraciones públicas de los profesores correspondientes, habremos de concluir que la declaración de idoneidad no constituye sino uno de los requisitos de capacidad necesarios para poder ser contratado a tal efecto, siendo su exigencia conforme al derecho a la igualdad de trato y no discriminación (art. 14 CE) y a los principios que rigen el acceso al empleo público (art. 103.3 CE).
En efecto, a partir del reconocimiento de la garantía del derecho de libertad religiosa de los individuos y las comunidades del art. 16.1 CE no resultaría imaginable que las Administraciones públicas educativas pudieran encomendar la impartición de la enseñanza religiosa en los centros educativos a personas que no sean consideradas idóneas por las respectivas autoridades religiosas para ello. Son únicamente las Iglesias, y no el Estado, las que pueden determinar el contenido de la enseñanza religiosa a impartir y los requisitos de las personas capacitadas para impartirla dentro de la observancia, como hemos dicho, de los derechos fundamentales y libertades públicas y del sistema de valores y principios constitucionales. En consecuencia, si el Estado, en ejecución de la obligación de cooperación establecida en el art. 16.3 CE, acuerda con las correspondientes comunidades religiosas impartir dicha enseñanza en los centros educativos, deberá hacerlo con los contenidos que las autoridades religiosas determinen y de entre las personas habilitadas por ellas al efecto dentro del necesario respeto a la Constitución que venimos señalando.
Ha de tenerse en cuenta, además, que el art. III del Acuerdo de 1979 no atribuye a la autoridad eclesiástica la facultad de “designar” a las personas que hayan de impartir la enseñanza religiosa, limitándose a señalar que éstas serán designadas por la autoridad académica ”entre aquéllas que el Ordinario diocesano proponga”, lo que permite que, concurrente el requisito de capacidad que, a través de la previa Declaración Eclesiástica de Idoneidad, conduce a la propuesta de la autoridad eclesiástica, continúe rigiendo plenamente en el proceso de designación el derecho de los ciudadanos a la igualdad en el acceso al empleo público en base a criterios de mérito y capacidad.
En definitiva, la función específica a la que se han de dedicar los trabajadores contratados para esta finalidad constituye un hecho distintivo que determina que la diferencia de trato que se denuncia, materializada en la exigencia de idoneidad, posea una justificación objetiva y razonable y resulte proporcionada y adecuada a los fines perseguidos por el legislador -que poseen igual relevancia constitucional-, sin que pueda, por tanto, ser tachada de discriminatoria.
10. Relacionado con lo anterior, debemos descartar también que pueda oponerse a la regulación legal cuestionada la pretendida imposibilidad para las Administraciones Públicas de actuar como una empresa de tendencia, que derivaría del hecho de que los fines a los que éstas han de servir, y hacerlo con objetividad, son sólo los generales (art. 103.1 CE), argumento al que se alude en el Auto de planteamiento de la cuestión y en algunas de las alegaciones presentadas.
En primer término resulta preciso constatar que las interrelaciones existentes entre los profesores de religión y la Iglesia no son estrictamente las propias de una empresa de tendencia, tal y como han sido analizadas en diversas ocasiones por este Tribunal, sino que configuran una categoría específica y singular, que presenta algunas similitudes pero también diferencias respecto de aquélla. La doctrina referente a las empresas de tendencia despliega toda su virtualidad en el ámbito de las relaciones laborales privadas y, por lo que hace en particular a la enseñanza, permite la modulación de los derechos del profesorado en consonancia con el ideario educativo de los centros privados (STC 47/1985, de 27 de marzo), cuya libertad de creación comporta la posibilidad de dotarlos de un carácter u orientación propios (STC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 8) como instrumento que son al servicio de las libertades individuales y colectivas garantizadas por los arts. 16 y 27 CE. Sin embargo, la condición que deriva de la exigencia de la Declaración Eclesiástica de Idoneidad no consiste en la mera obligación de abstenerse de actuar en contra del ideario religioso, sino que alcanza, de manera más intensa, a la determinación de la propia capacidad para impartir la doctrina católica, entendida como un conjunto de convicciones religiosas fundadas en la fe. El que el objeto de la enseñanza religiosa lo constituya la transmisión no sólo de unos determinados conocimientos sino de la fe religiosa de quien la transmite, puede, con toda probabilidad, implicar un conjunto de exigencias que desbordan las limitaciones propias de una empresa de tendencia, comenzando por la implícita de que quien pretenda transmitir la fe religiosa profese él mismo dicha fe.
No es momento de analizar aquí, en el control abstracto de constitucionalidad que corresponde efectuar a este Tribunal en el marco de la presente cuestión, cuáles hayan de ser los límites a los que, en garantía de los derechos fundamentales de los profesores de religión, deban someterse las actuaciones concretas desarrolladas en ejecución de tales exigencias, pero sí de dejar constancia de que, en su análisis, no habrá de tenerse únicamente en cuenta la doctrina ya sentada por este Tribunal en materia de empresas de tendencia, sino que habrá de atenderse igualmente a las consideraciones que se deriven de la afectación del derecho de libertad religiosa (art. 16.1 CE) y de la doble exigencia que dicho derecho comporta en su dimensión objetiva (STC 101/2004, de 23 de junio, FJ 3): la neutralidad de los poderes públicos, insita en la aconfesionalidad del Estado, y el mantenimiento de relaciones de cooperación de los poderes públicos con las diversas iglesias (art. 16.3 CE).
Pero en cualquier caso, es lo cierto que el sistema de contratación establecido por la disposición legal cuestionada no implica la conversión de las Administraciones públicas en una empresa de tendencia, lo que, efectivamente, resultaría incompatible con el art. 103.1 CE. A través de la contratación de los profesores de religión las Administraciones públicas no desarrollan tendencia ni ideario ideológico alguno, sino que ejecutan la cooperación con las Iglesias en materia de enseñanza religiosa en los términos establecidos en los acuerdos que la regulan y en las normas que la desarrollan, contratando para ello a personas que han sido previamente declaradas idóneas por las autoridades religiosas respectivas, que son las únicas que, desde el principio de aconfesionalidad del Estado, pueden valorar las exigencias de índole estrictamente religiosa de tal idoneidad.
11. Por ello mismo, la exigencia de la idoneidad eclesiástica como requisito de capacidad para el acceso a los puestos de trabajo de profesor de religión en los centros de enseñanza pública no vulnera tampoco el art. 9.3 CE. Como ha señalado este Tribunal, no puede tacharse de arbitraria una norma que persigue una finalidad razonable y que no se muestra desprovista de todo fundamento, aunque pueda legítimamente discreparse de la concreta solución adoptada, pues entrar en el enjuiciamiento de cuál haya de ser su medida justa supone debatir una opción tomada por el legislador que, aun cuando pueda ser discutible, no tiene que ser necesariamente arbitraria ni irracional (por todas, STC 149/2006, de 11 de mayo, FJ 6, y las en ella citadas). De manera que, al enjuiciar un precepto legal al que se tacha de arbitrario, nuestro examen ha de centrarse en determinar si dicho precepto establece una arbitrariedad, o bien si, aun no estableciéndola, carece de toda explicación racional, sin que sea pertinente un análisis a fondo de todas las motivaciones posibles de la norma y de todas sus eventuales consecuencias (SSTC 96/2002, de 25 de abril, FJ 6; 242/2004, de 16 de diciembre, FJ 7; y 47/2005, de 3 de marzo, FJ 7). De acuerdo con lo anteriormente señalado, la exigencia de la Declaración Eclesiástica de Idoneidad para poder impartir enseñanzas de religión en los centros educativos no puede estimarse irracional o arbitraria, respondiendo a una justificación objetiva y razonable coherente con los principios de aconfesionalidad y neutralidad religiosa del Estado.
12. En fin, esta exigencia no puede entenderse que vulnere el derecho individual a la libertad religiosa (art. 16.1 CE) de los profesores de religión, ni la prohibición de toda obligación de declarar sobre su religión (art. 16.2 CE), principios que sólo se ven afectados en la estricta medida necesaria para hacerlos compatibles con el derecho de las iglesias a la impartición de su doctrina en el marco del sistema de educación pública (arts. 16.1 y 16.3 CE) y con el derecho de los padres a la educación religiosa de sus hijos (art. 27.3 CE). Resultaría sencillamente irrazonable que la enseñanza religiosa en los centros escolares se llevase a cabo sin tomar en consideración como criterio de selección del profesorado las convicciones religiosas de las personas que libremente deciden concurrir a los puestos de trabajo correspondientes, y ello, precisamente, en garantía del propio derecho de libertad religiosa en su dimensión externa y colectiva.
13. Parece oportuno señalar que lo que resulta realmente relevante en relación con la cuestión que se analiza es el acuerdo en virtud del cual el Estado asume la impartición de la enseñanza religiosa en los centros educativos y su financiación, y no la forma en que, con base a consideraciones de diversa índole, se articule técnicamente la ejecución del acuerdo.
Es cierto que el Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales de 3 de enero de 1979 no exige necesariamente que la enseñanza haya de ser impartida por profesores contratados por las Administraciones públicas; prueba de ello es que hasta 1998 el conjunto del profesorado de religión católica no dependía laboralmente de la Administración, sino de la Iglesia Católica. Los compromisos establecidos en el Acuerdo, en el marco del deber de cooperación con las confesiones religiosas proclamado en el art. 16.3 CE, pueden darse por satisfechos con la integración de la enseñanza de los credos religiosos en el itinerario educativo público, en régimen de seguimiento libre, con la incorporación al claustro docente de las personas designadas por las respectivas confesiones en función de criterios respecto de los cuales no cabe la injerencia del poder público, pero frente a los que operan las exigencias inexcusables de indemnidad del orden constitucional de valores y principios cifrado en la cláusula del orden público constitucional, y concertando con la Conferencia Episcopal las condiciones relativas a la situación económica de los profesores.
De esta forma, es claro que el cumplimiento de los compromisos de incorporación del profesorado al claustro docente de los centros de enseñanza y de atención a su sostenimiento financiero podría lograrse mediante otros procedimientos distintos al de la contratación del profesorado en régimen laboral por las Administraciones, como los que se aplicaron en el pasado en los primeros años de vigencia del Acuerdo sobre Enseñanzas y Asuntos Culturales u otros posibles. Sin embargo, no cabe negar que la contratación laboral constituya igualmente un método constitucionalmente válido de cumplimiento de los compromisos alcanzados con base en el precepto constitucional, siendo por lo demás claro que, por principio, constituye una opción que persigue lograr la máxima equiparación posible en el estatuto jurídico y económico de los profesores de religión con respecto al resto de los profesores, sin perjuicio de sus singularidades específicas. De este modo, el Estado cumple también con su deber de cooperación y la Iglesia Católica ve igualmente asegurada la impartición de su doctrina en el marco del sistema de educación pública, garantizándose con ello el derecho de los padres a la educación religiosa de sus hijos. Los profesores de religión, por su parte, disfrutarán de los derechos fundamentales y legales que como trabajadores tienen reconocidos en nuestro Ordenamiento de manera irrenunciable, desde un criterio de máxima equiparación, bien que con las modulaciones que resultan de la singularidad de la enseñanza religiosa, sobre cuyo alcance e intensidad nada nos cumple decir ahora, salvo para recordar una vez más que las mismas no pueden hacer ablación de los derechos, principios y valores constitucionales.
En todo caso, la opción por una u otra solución instrumentadora del acuerdo de cooperación no altera en modo alguno la realidad subyacente a la cuestión ni su problemática constitucional. Y ésta no es otra que la que determina la impartición en los centros educativos de enseñanza religiosa con los contenidos y con los requisitos de idoneidad personal establecidos por las autoridades religiosas. Que ello se articule o no mediante contratos laborales y que tales contratos, en su caso, se celebren por las autoridades eclesiásticas o se realicen directamente por las Administraciones públicas pagadoras, constituyen decisiones de política legislativa relevantes a diferentes efectos, entre ellos, y muy significativamente, al del reconocimiento y la mejor protección de los derechos económicos y sociales de los profesores, pero que, en principio, resultan irrelevantes en términos de constitucionalidad del sistema.
A lo anterior habría de añadirse aún una última consideración. Si la impartición en los centros educativos de una determinada enseñanza religiosa pudiera eventualmente resultar contraria a la Constitución, ya fuere por los contenidos de dicha enseñanza o por los requisitos exigidos a las personas encargadas de impartirla, lo que habría de cuestionarse es el acuerdo en virtud del cual la enseñanza religiosa se imparte, no la forma elegida para instrumentarlo. En este punto, no discutiéndose en absoluto la conformidad con la Constitución del Acuerdo en virtud del cual se imparte enseñanza católica en los centros educativos, no parece cuestionable ni que dicha enseñanza se imparta por profesores que hayan sido declarados idóneos para ello por el Ordinario diocesano ni que los profesores sean contratados mediante contratos laborales por la Administración educativa correspondiente. 14. Por todo ello, han de rechazarse los motivos de inconstitucionalidad opuestos a los párrafos primero y segundo del art. III del Acuerdo sobre la Enseñanza y los Asuntos Culturales suscrito el 3 de enero de 1979 entre el Estado Español y la Santa Sede, ratificado por Instrumento de 4 de diciembre de 1979, únicos considerados admisibles y relevantes de los que respecto del Acuerdo citado se incluyen en el Auto de planteamiento de la cuestión, y al párrafo segundo de la Disposición Adicional segunda de la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo, en la redacción dada a la misma por la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social, concluyendo que los preceptos legales cuestionados no vulneran los arts. 9.3, 14, 16.3, 23.2, 24.1 y 103.3 de la Constitución. No está de más recordar que todo ello debe entenderse, lógicamente, referido al análisis del contraste entre las normas legales cuestionadas y las disposiciones constitucionales supuestamente infringidas, como corresponde al objetivo de control abstracto de constitucionalidad que reviste, en su resolución, el presente proceso constitucional (por todas, SSTC 238/1992, de 17 de diciembre, FJ 1; y 161/1997, de 2 de octubre, FJ 2), y sin tomar en consideración, salvo para determinar la viabilidad de la cuestión, las concretas circunstancias del supuesto planteado en el proceso del que aquélla deriva, sobre las que nada podemos decir. El control concreto de los actos de aplicación de estas disposiciones legales y de su conformidad con los derechos fundamentales corresponde, según ya se ha señalado, a los órganos judiciales y, en su caso, a este Tribunal Constitucional en el marco del recurso de amparo.
F A L L O
En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA,
Ha decidido1º. Inadmitir la cuestión de inconstitucionalidad respecto de los párrafos tercero y cuarto del art. III, el art. VI y el art. VII del Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, suscrito el 3 de enero de 1979 entre el Estado español y la Santa Sede, ratificado por Instrumento de 4 de diciembre de 1979, así como respecto del párrafo primero de la Disposición Adicional Segunda de la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo, en la redacción dada por la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social.
2º. Desestimar la cuestión de inconstitucionalidad en todo lo demás.
Publíquese esta Sentencia en el “Boletín Oficial del Estado”.
Dada en Madrid, a quince de febrero de dos mil siete.
Conflicto enseñanza religiosa - DDHH en España
| Este documento ha sido publicado el 28Feb07 por el Equipo Nizkor y Derechos Human Rights - In accordance with Title 17 U.S.C. Section 107, this material is distributed without profit to those who have expressed a prior interest in receiving the included information for research and educational purposes. |