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06jul14


El suicidio de Romero-Candau un ejemplo de la corrupción estructural


En aquellos años la notaría era un hervidero. Pedro Romero-Candau, poco más de 40 años, iba de sala en sala estampando su firma en la documentación preparada diligentemente por sus empleados. Cuando todas estaban ocupadas, despachaba los asuntos menores en el mostrador de la recepción. Años de vacas gordas, de mucho dinero circulante, y él, notario de referencia para buena parte de los bancos y las inmobiliarias de Sevilla.

Pedro no lo sabía, pero su suerte era caduca, y la apretada agenda de su vida tenía marcada una última página, la del 3 de marzo de 2014. Ese día, ahogado por las deudas, cogería el coche, lo aparcaría bajo un puente y se pegaría un tiro. Un suicidio que conmocionó a la sociedad sevillana, que no se explicaba el por qué de su decisión. Luego se supo: al día siguiente Romero-Candau debía entregar a la Universidad de Sevilla los 5,5 millones de euros que había depositado en su notaria. Y a día de hoy el recuento de sus deudas asciende ya a 50 millones.

Nada que ver con su situación en el tránsito de milenio, cuando el despacho, en pleno centro de la ciudad, era una máquina bien engrasada. Y Pedro Romero-Candau, el profesional brillante que sabía hacerla funcionar. «Gano más dinero del que puedo gastarme», le había confesado a un amigo ya en los tiempos de la notaría de Cazalla de la Sierra, su primer destino tras aprobar oposiciones.

Había crecido en una familia acomodada pero exigente. Hijo de Santiago Romero de Bustillo, magistrado del TSJA, y de la catedrática de Botánica Pilar Candau, se había ganado su posición a base de estudio y trabajo. Propietario de una memoria privilegiada para el Derecho, resolvía de inmediato cualquier duda legal que surgiera a su alrededor. Su palabra era poco menos que ley.

Se había casado en la capilla de la Real Maestranza de Sevilla en febrero de 1987 con Ángeles Guajardo-Fajardo, hija del XI marqués de la Peña de los Enamorados y maestrante. Pedro no era aristócrata. Descendía de un largo linaje de bodegueros de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz).

Tras pasar por Cazalla y Arahal, Romero-Candau hizo la oposición restringida y sacó el número 1. La plaza de Sevilla era suya y, con ella, las posibilidades de ampliar sus negocios se multiplicaban. Era sólo el primer escalón.

El mejor sitio para iniciar la aventura empresarial era la sociedad familiar. El joven notario se hizo con el control de la bodega y afrontó una expansión que dio fruto en poco tiempo. En 2006, la bodega facturó siete millones de euros, el doble que el año anterior, y en 2007 alcanzó los nueve millones. Ese mismo año compró otra bodega sanluqueña en crisis, Gaspar Florido, por 6,5 millones, y la empresa familiar se situó entre las primeras del Marco de Jerez. Sus manzanillas y olorosos recibían premios internacionales. El sueño se estaba cumpliendo.

Pero sólo aparentemente. «Mientras más vendía, más dinero perdía», explica el abogado Ramón Dávila, uno de los administradores concursales que ahora se encarga de liquidar las deudas -22 millones de euros- y vender la bodega. Los costes financieros eran insoportables pese al aumento de las ventas.

A esas alturas, Pedro estaba ya lanzado al mundo de los negocios. El mercado inmobiliario, donde tenía buenos contactos, como Bernardo Martín, fundador de la inmobiliaria Somersen, fue el siguiente paso. Para él era fácil obtener un préstamo. Llegó a tener intereses económicos en tres continentes, y en ámbitos tan diversos como el agrícola, el hotelero y el energético.

Aficionado a la caza, compró una finca en Badajoz para explotarla como coto de caza menor. «No era un gran tirador, pero sí un buen aficionado, con buenas escopetas», recuerda uno de sus habituales compañeros de montería en la finca de Upa, en Cazalla. Le gustaban las armas. Un abogado sevillano encontró en ellas un buen tema de conversación cuando acudía a firmar algún protocolo. «Hablaba de armas con conocimiento: de cañones, de armas largas y cortas», explica.

Pero el sueño se quebró por todos lados y al mismo tiempo cuando los bancos empezaron a negarle la refinanciación de las deudas. Las promociones inmobiliarias se pararon y la notaría ya no era la máquina de hacer dinero de antes. Dejó de hacer frente a los pagos con regularidad, incluso a las nóminas de sus empleados. Los pocos que conocían -o intuían- el estado de las cosas le aconsejaron una retirada, pero él se mantuvo firme en su huida hacia adelante, saliendo del paso, avalando con sus propiedades y las de algunos familiares.

Quejas y demandas

Al Colegio de Notarios empezaron a llegar quejas y demandas de supuestas irregularidades, pero logró sortearlas. Ocultó la situación, siguió jugando al fútbol semanalmente y participando en un club gourmet de amigos. En la última cena a la que asistió, a finales de enero, ofreció una charla sobre sus vinos. «Tan lúcido y tan agradable como siempre», dice uno de los comensales de esa noche.

Lo que no sabía la mayoría de ellos era que ya no seguía al frente de la bodega y que estaba en concurso de acreedores. En su afán por garantizarle un futuro, aún buscaba desesperadamente un comprador. Tenía negociaciones con vinateros del norte de España.

Pero tampoco esto funcionó. Después de seis generaciones, Bodegas Pedro Romero estaba condenada. Tampoco sabían sus amigos que sus deudas personales y societarias rondaban ya los 50 millones de euros, que dos días después la Agencia Tributaria sacaba a subasta uno de sus pisos y que, según se ha conocido posteriormente, había hecho uso de depósitos y provisiones de fondos de unos 160 clientes de la notaría.

La fecha de su muerte estaba escrita en un protocolo firmado en su despacho. El que fijaba el momento en el que la Universidad de Sevilla entregaría a una constructora los 5,5 millones de euros que había depositado en la notaría. Dinero que se había ido por el sumidero de su desesperación. El día anterior al fijado para la entrega, Romero-Candau condujo su coche a un lugar apartado, a orillas del río Guadalquivir. Llevaba una de sus armas. Su cadáver fue hallado a mediodía. Tenía 52 años.

Tras su muerte, en Sevilla, un manto de silencio. A muchos aún les cuesta vincular la figura del brillante y triunfador notario con la sombra del desfalco. A ellos parece dirigida la declaración del Consejo General del Notariado, que confirma las «irregularidades descubiertas» y lamenta «los daños causados a las personas que confiaron en él...». Sentencia: «Se aprovechó de la confianza de la sociedad en la figura del notario para fines personales».

[Fuente: Por Javier Recio, Sevilla, El Mundo, Madrid, 06jul14]

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