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01ene20
Los pactos destituyentes
Pedro Sánchez es un político pequeño de ambición desmedida. Pero siendo esa mezcla el motor subjetivo de su acción, sus efectos sobre la realidad van mucho más allá de la satisfacción táctica de una pulsión de poder. La naturaleza de origen de los aliados elegidos para sostener a su gobierno es inquietante de por sí. Siete de los diez partidos que respaldarán su investidura y formarán su mayoría parlamentaria mantienen una relación problemática, cuando no abiertamente impugnatoria, con los fundamentos de nuestro orden constitucional (los otros tres son fuerzas provinciales de voto clientelar).
La difusión simultánea de los compromisos adquiridos con los socios más importantes (UP, ERC y PNV) aumenta la preocupación. Leídos los documentos y escuchada la interpretación auténtica de sus firmantes, no es posible eludir el temor distópico de que se estén sentando las bases de un proceso destituyente en España. Un proceso encabezado, paradójicamente, por el partido más constituyente de todos, sometido por voluntad propia a una mutación dramática.
No se trata sólo de coleccionar sin distingos votos para una investidura. Todo apunta a un designio estratégico que, probablemente, está más claro en la mente de Iglesias que en la de Sánchez: la convergencia estable de la izquierda con los nacionalismos -con todos ellos- para formar un bloque de poder que imponga su hegemonía en todos los niveles de gobierno, cerrando el paso duraderamente a la derecha y, sobre todo, impidiendo cualquier fórmula de cooperación transversal entre los espacios ideológicos. El 7 de enero nacerá el primer gobierno claramente frentista de la democracia del 78, esa que se construyó precisamente para dejar atrás el frentismo que durante dos siglos fue la maldición histórica de España.
El precio que la izquierda paga por esta alianza no es sólo su renuncia al consenso nacional. Además, incorpora y hace suya la visión de sus compañeros de viaje: la de un Estado sin nación (porque la gestión de las identidades nacionales se traslada a los territorios), basado en la excepcionalidad política (el "hecho diferencial" como dogma), en la subsidiariedad del Estado frente a los poderes territoriales y en la bilateralidad selectiva: relaciones bilaterales de poder para algunos, amontonamiento multilateral para los demás.
Semejante modelo probablemente no suponga un gran sacrificio conceptual para Podemos, que jamás creyó en España como comunidad. Pero es ideológicamente destituyente para el PSOE. Atrás queda una larga trayectoria de defensa de un desarrollo federal del Estado autonómico. No hay nada tan antifederal como el modelo disgregador e insolidario del PNV, ERC, Bildu o el BNG; y nadie detesta tanto al federalismo -y al propio Estado autonómico- como los nacionalistas.
Hay un efecto aún más corrosivo para los fundamentos del sistema: la asunción -al principio sugerida, pero cada vez más explícita- de que la política está por encima de la ley. Convertir la "razón política" en coartada que justifica cualquier quiebra del principio de legalidad. El mero hecho de admitir la contraposición entre política democrática y legalidad es aberrante; pero dar el paso de usar la primera para enervar la segunda supone colocar una bomba de relojería en los pilares del edificio. Supone, también, pasarse con armas y bagajes a la cultura política del populismo.
Toda la negociación del PSOE con ERC ha girado sobre tres puntos: primero, cómo desactivar de hecho la sentencia del Tribunal Supremo por el golpe institucional en Cataluña. Segundo, cómo bloquear para el futuro el recurso del Gobierno a los cauces judiciales frente a las actuaciones ilegales de la Generalitat (ese punto también aparece en el pacto con el PNV). Tercero, cómo construir un mecanismo de negociación intergubernamental extramuros del Estado de las Autonomías. En realidad, son tres vías para regatear al ordenamiento jurídico, y hacerlo en el nombre de la política constituye sacrilegio. El éxito del partido independentista es lograr que el PSOE compre el producto entero… por trece monedas de plata.
La democracia española sufre en nuestro tiempo las mismas amenazas que todas, más dos que son congénitas y específicas:
Una es la aparente imposibilidad de que la derecha y la izquierda compartan un proyecto de gobierno a cualquier nivel. La gran mayoría de los gobiernos de coalición existentes en Europa son transideológicos: en ellos colaboran partidos conservadores y progresistas, que se unen para hacer frente al desafío nacionalpopulista o, simplemente, para dar estabilidad a sus países.
En las instituciones europeas funciona una concertación de conservadores, socialdemócratas, liberales y verdes en la que participan sin ningún problema el PSOE, el PP y Ciudadanos. Pero en la política doméstica, ambos bandos prefieren apoyarse en sus propios extremos nacionalpopulistas que dar un paso para entenderse entre sí. Algo hay en nuestra herencia histórica que provoca un foso emocional insalvable para hacer normal lo que en cualquier otro país es normal.
La otra es la crisis crónica de la identidad nacional, secuestrada durante décadas por una dictadura centralista y que sigue obstaculizando la reconciliación de los herederos de los perdedores de la guerra civil con la idea de España. De ello se aprovecha el nacionalismo para su chantaje.
Nadie hizo tanto por superar esos dos demonios familiares como el Partido Socialista que Felipe González se reinventó en 1975. Su compromiso con el consenso transversal para las grandes decisiones y con la rehabilitación cultural de la unidad de España fue tan meritorio como el de la derecha política al secularizarse y abrazar sinceramente y sin reservas el juego democrático. En ambos casos, contribuciones decisivas a la convivencia.
Pues bien, lo peor de la mutación sanchista, lo que la hace objetivamente maligna, es que fundamenta su carrera hacia el poder precisamente en la profundización de ambos fosos históricos: el que enfrenta irreversiblemente a la izquierda y la derecha y el que fomenta todo lo que es centrífugo en la complicada realidad territorial de España.
Con estos pactos de Gobierno, la izquierda rompe el contrato del 78, se arroga el derecho a transformar unilateralmente la arquitectura jurídica e institucional del país y promueve una reforma constitucional de hecho: una que no tocará la letra de la Constitución porque es aritméticamente imposible, pero que subvierte su espíritu. A la vez, el PSOE se desliga de su propia tradición de partido de Estado; y lo que es peor, dimite de su misión de defender la Constitución de sus enemigos. Lo que es tanto como dilapidar su propia herencia.
Un nuevo régimen
Si el experimento que se inicia el día 7 triunfa, asistiremos al nacimiento de un nuevo régimen político en España, basado en una nueva hegemonía. Será la victoria del proyecto de Pablo Iglesias por partido y persona interpuestos (en lugar de suplantar al PSOE, cabalgar sobre él). Si el experimento fracasa, la derecha tendrá asegurado el poder para un par de décadas y al PSOE -o a lo que quede de él- le esperará una larga travesía del desierto.
Frente a la vanidosa tesis zapateril de que el PSOE es el partido que más se parece a España, Rafa Latorre, siempre perspicaz, sostiene que más bien España termina siempre pareciéndose al PSOE. Habiéndose transformado en un partido unipersonal, ello abre la perspectiva de una España que cada día se parezca más a Sánchez. Feliz año nuevo.
[Fuente: Por Ignacio Varela, El Confidencial, Madrid, 01en20]
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