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17mar02
Comienza el desenterramiento e identificación de los desaparecidos durante el régimen franquista.
16 de octubre de 1936.
El camión de gaseosas Olarte paró aquella noche a las puertas del hacinado calabozo del Ayuntamiento de Villafranca del Bierzo. La Guerra Civil devoraba a España desde hacía sólo tres meses y aunque la comarca leonesa no era zona de batalla entre los dos ejércitos, el bando nacional estaba ejerciendo una feroz represión sobre los «desafectos» al glorioso alzamiento.
Cuando el vehículo de la bebida burbujeante arrancó con el cargamento de hombres 15 en total,incluido el dueño del almacén La Preferida, Emilio Silva Faba, de 44 años una gran fosa les aguardaba a apenas 30 kilómetros, en un desvío de la carretera comarcal 536 a las afueras de Priaranza. Detrás del camión rodaba otro, también cubierto con lona, con cuatro hombres armados en sus asientos: los pistoleros. La luz de los faros penetraba a ráfagas dentro del remolque del primer camión y alumbraba levemente por momentos los apesadumbrados rostros de los 15 hombres que se sabían camino del matadero.
El reloj marcaba las dos de la madrugada cuando la serenidad de la noche quedó rota por el sonido de los disparos. Aquella noche de octubre de 1936 terminó al pie de la carretera, a la luz del coche de los verdugos, con una carnicería y un superviviente (Leopoldo Moreira, de Trabadelo, que echó a correr nada más abrirse las puertas de camión y esquivó en la oscuridad los proyectiles de 9 milímetros que destrozaron la nuca de sus 14 compañeros antes de caer en el agujero acribillados a balazos). Todos, salvo uno cuya familia se enteró de lo ocurrido y pagó 10 duros de entonces al enterrador para poder recuperar el cadáver quedaron sepultados en una fosa común. Con los años, un viejo nogal dio sombra y enterró sus raíces en aquella tierra olvidada.
28 de octubre de 2000 (64 años después).
Una excavadora abre zanjas en la cuneta del lugar que los más viejos paisanos conocían como el paseo del corro, el sitio que los niños de Priaranza temieron más aún que al hombre del saco y que por ello siempre pasaban corriendo, sin detenerse. Un conocido arqueólogo de León, Julio Vidal, dirige las excavaciones. A su lado, además de la antropóloga forense María Encina Prada, vivía el emocionante momento histórico el periodista Emilio Silva, nieto del Emilio Silva que regentaba el almacén de productos coloniales La Preferida en Villafranca del Bierzo, donde aún hoy un monolito rinde homenaje al comandante franquista Manso como el «libertador de la villa».
Por delante de la excavadora, un anciano de 85 años, Francisco Cubero, servía a todos de brújula para dar con el osario. El hombre esforzadamente desplegaba sobre el terreno la geografía de sus peores recuerdos. Hacía ya 64 años, siendo aún mozo, fue obligado a enterrar a los 14 fusilados. No le dieron opción.Hasta le advirtieron que aquello también a él, miembro de las Juventudes Socialistas, debía servir de escarmiento. «Ahí está la fosa, bajo esa nogal recrecida», confirmaba ahora el buen hombre las palabras de otro lugareño.
Al tercer día, la pala de la excavadora dejó asomar una suela y los huesos de un pie. Hallados los restos, incluyendo los de un veinteañero manco, comenzaba el laborioso trabajo de la identificación (asignar a cada cadáver una identidad) y se abría la posibilidad de que cada familia pudiera dar digna sepultura a su fusilado.Algunos objetos podían ayudar a completar la lista de
los 13.Eran pistas: monedas, unos gemelos, los broches de unos tirantes, la cremallera de un mono, un peine con la inscripción «New York, 1935». No estaban entre los hallazgos ni el reloj ni el anillo con sus iniciales que Emilio Silva Faba llevó consigo siempre en vida.
La víspera de su ejecución extrajudicial, en aquel lejano e ignominioso 16 de octubre de 1936, se los había entregado a Modesta Santín, la madre de sus seis hijos, en la última visita que la mujer le pudo realizar en el calabozo de Villafranca que fue antesala de la fosa común.
16 de marzo de 2002. Ayer mismo.
El profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada José Antonio Lorente comienza en el Ayuntamiento de Priaranza del Bierzo la primera identificación, mediante prueba de ADN, de huesos extraídos de una fosa común de la Guerra Civil. A cuatro de las 13 osamentas halladas bajo el nogal, en una cuneta de la carretera, acaban de tomárseles muestras que serán cotejadas con las de sus familiares vivos para poder confirmar si se trata de Emilio Silva Faba, Enrique González Miguel, Juan Francisco Falagán y Manuel Lago.
El valor histórico del acontecimiento, que desentierra la memoria de un pasado oculto durante más de medio siglo de silencio, corrió parejo al científico. La prueba del ADN mitocondrial (que se transmite por vía materna) a unos restos del año 36 es considerada por el departamento de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de Granada, que corre con los gastos de los costosos análisis, como una buena forma de testar un sistema que el profesor Lorente ya ha utilizado en países donde la represión y la guerra dejaron su reguero de desaparecidos (Chile, Perú, Colombia, El Salvador...).
También el director del laboratorio de identificación genética de la Universidad andaluza ha trabajado en España, donde colabora activamente en el programa Fénix para la identificación de restos humanos que la Guardia Civil y la Universidad de Granada pusieron en marcha en 1998 con el patrocinio del Ministerio del Interior. La Benemérita, por ello, es la única institución española que posee un banco de ADN de cadáveres sin identificar.
Ahora la ciencia llega para remover las fosas comunes del franquismo y desenterrar una parte olvidada de aquella macabra historia que quedó tapada a los ojos incluso de los historiadores. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, creada en diciembre de 2000 por el nieto de fusilado Emilio Silva junto con el joven de Ponferrada Santiago Macías (entregado desde hace años a rescatar la memoria de los guerrilleros antifranquistas del Bierzo), es la verdadera artífice, empeñada como está en recuperar de la tierra y del olvido los cadáveres de los fusilados.
Montes y cunetas.
Su labor consiste, según explican a CRONICA, en «devolver la identidad a aquellos hombres que fueron asesinados y desaparecidos por soñar un mundo más justo». Porque, agrega el periodista Silva, «yo soy nieto de un desaparecido. Primero de la Guerra Civil, después de la dictadura y hasta ahora de la democracia. Mi abuelo era un comerciante con recursos y su familia se quedó sin nada tras su muerte. Ahora, tras la apertura de la fosa, ha recuperado parte de la dignidad que merecía...
Lo que está ocurriendo es también un homenaje a los miles de hombres que, tras 25 años largos de democracia, permanecen enterrados en montes y cunetas, que fueron injustamente asesinados y que merecen un reconocimiento público de la sociedad española, puesto que con sus vidas muchos de ellos escribieron el código genético de nuestras libertades actuales».
Aún no se sabe con absoluta certeza la identidad de los 13 de Priaranza. Hasta ahora, dado que el expediente militar de la ejecución no ha sido localizado, sólo se conocen los supuestos nombres de nueve, quizás 10: los cuatro del ADN más Juan Francisco Palagán Alvarez, César Fernández Méndez, Blas Fernández Mauriz, Gaspar Uría Mauriz y su yerno Victoriano García Castaño. Existen dudas sobre Gregorio Villalibre Pérez.
La historia de lo ocurrido permanecería oculta de no haber sido por la fuga de Leopoldo Moreira, el pasajero número 15 del camión de gaseosas que pudo huir. Deambuló toda la noche, perdido, y al amanecer del frío 17 de octubre volvió a darse de bruces con sus compañeros de viaje. Durante el tiempo que sobrevivió, antes de ser abatido a tiros por la Guardia Civil en Sotogayoso seis meses después, no dejó nunca de contar de lo que se libró aquella terrible noche. También otros muchos ojos vieron los resultados de la matanza. Algunos eran niños a los que el maestro del pueblo había llevado hasta la cuneta de la carretera para mostrarles lo que les pasaba a hombres «como aquéllos».
Gente como Emilio Silva Faba. Tenía 44 años y seis hijos. Autodidacta y entusiasta de la enseñanza pública, había vivido unos años en Argentina. Cuando regresó a Villafranca del Bierzo abrió un almacén de productos coloniales y se casó con Modesta Santín.En 1936 era delegado en la zona de Izquierda Republicana, el partido de Manuel Azaña. Su hijo Ramón tenía ocho años cuando le acompañó hasta la puerta del Ayuntamiento. «Vete a tu casa que tu padre queda detenido», le dijeron. Fue la última vez que lo vio. «Había toque de queda», ha recordado recientemente el hijo, ya septuagenario, «así que a la mañana siguiente mi madre fue a llevarle el desayuno. El guardia le dijo que no estaba allí, que se había escapado por una ventana». Pero su cuerpo yacía ya abandonado en una cuneta, muy cerca de Priaranza. Y con él los de Juan Francisco Falagán, un ferroviario hijo de un guardia civil; Enrique González Miguel, zapatero de 25 años con una hija de uno; Manuel Lago González, jornalero de 23 años...La lista sigue incompleta.
Como en Priaranza, donde según los viejos del lugar «hay más muertos fuera del cementerio que dentro», España entera se llenó de fosas comunes, muchas aún por localizar. El periodista Emilio Silva, buscando la de su abuelo, recorrió más de 15 enterramientos sólo en los alrededores. Comenzaba una historia personal que empieza a ser alargada: «Rescatar a mi abuelo y a sus compañeros del olvido». En el Bierzo, en Asturias, en Aragón, en Andalucía, en Extremadura...
En su trasiego, el nieto de Silva ha descubierto, además, que muchas flores y cruces que siembran las carreteras de toda España no indican que allí hubo un accidente mortal de tráfico, como todos suponen, sino que marcan sobre el asfalto la existencia de una fosa de la guerra civil o la posguerra.
Nuevos desentierros.
La asociación de Silva y el ponferradino Santiago Macías planea nuevas exhumaciones de cadáveres. De hecho, el pasado 8 de septiembre procedieron a la que fue su segunda intervención sobre el terreno.En esta ocasión, abrieron una fosa de las ocho que tienen localizadas en el municipio Cubillos del Sil (León). Hallaron cuatro personas: tres hombres y una mujer que ha podido ser identificada como la madre de quien después sería un niño de la guerra en la Unión Soviética, Vicente Moreira. La tarea promete ser laboriosa: búsqueda de un viejo maestro republicano en una fosa de Toral de Merallo, exhumación de dos mineros en Prado de Pardiña... El calendario es para años.
En un futuro próximo no descartan desplazarse hasta Castuera, en la comarca pacense de La Serena, donde la investigación de varios historiadores empieza a sacar a la luz la existencia de lo que el catedrático de Historia sevillano Antonio Miguel Bernal ha llamado recientemente «un auténtico campo de exterminio».
Las bocas de antiguas minas de plomo y plata existentes junto al campo de concentración que levantaron los vencedores a principios de 1939 (fue clausurado en marzo del 40) sirvieron de sepultura a muchos de los más de 10.000 presos que se estima que pasaron por los 70 barracones rodeados por una doble alambrada de espino y vigilados por cuatro nidos de ametralladora. «Nos hemos ofrecido», explica Silva, «a que uno de nuestros forenses, que es espeleólogo, baje a la mina con una cámara y ver qué podemos hacer».
El campo de concentración de Castuera constituye uno de los episodios más infames de la represión franquista en la inmediata posguerra.Allí se ensayaron, explica el historiador y hoy director de la Biblioteca de Extremadura Justo Vila Izquierdo (también lo tiene escrito en su libro La guerrilla antifranquista en Extremadura), «métodos de exterminio masivo, utilizados y perfeccionados después por los nazis en sus campos de muerte durante la II Guerra Mundial.No me refiero a cámaras de gas, pero sí a prácticas como la llamada cuerda india o la visita de falangistas de los alrededores para elegir, entre los presos formados ante ellos, a quienes se llevaban para fusilar».
Lo que era la cueda india lo explicaron, antes de morir, supervivientes del campo como José Hernández Mulero o Valentín Jiménez Gallardo (fallecido, nonagenario ya, hace apenas tres semanas): «Próximas al campo había unas bocaminas y algunas noches sentíamos vibrar el terreno, como si hubiera explosiones cerca. Al principio creíamos que era el maquis, que venía. Pero luego supimos que con una cuerda amarraban a varios prisioneros y empujaban al primero dentro la mina. Unos arrastraban a otros y luego les arrojaban bombas de mano por si seguían vivos».
El pueblo, cuna en 1767 de Godoy (el llamado Príncipe de la Paz, primer ministro con Carlos IV) y que no fue ocupado por los nacionales hasta el 23 de julio de 1938, se había convertido en la capital de la Extremadura republicana (Miguel Hernández pasó en él dos meses en 1937) y ello le costó caro. Aún hoy, a más de 60 años del final de la guerra, nadie sabe con certeza cuántas personas fueron víctimas de la brutal represión.
Carlos Sánchez Manzano (superviviente aún vivo del campo, como Félix Morillo, Manuel Esperilla o Quico Fonteca) recuerda a sus 87 años cómo «muchos de los que estaban en los barracones eran llamados por los encargados del campo y ya no volvían jamás. Recuerdo a un muchacho que llamaban El Chulillo, una mañana me vino preguntando por sus dos hermanos y al día siguiente desapareció él también». Félix Morillo lo dice con otras palabras: «Había gente que moría de hambre y otros se fueron a la mina». Los que, confinados al barracón de aislamiento (el número 70), osaban asomar la cabeza se jugaban recibir un certero disparo de los vigilantes.
Esperilla vio caer muerto de una ráfaga a un muchacho que quiso tomar aire. Ninguno olvida la hora a la que pasaba, a pocos metros del campo, el tren Badajoz-Madrid: minutos después de la cinco de la mañana. Escuchar la locomotora alejarse era sinónimo de seguir vivo, pues todos sabían que se aprovechaba el estruendo de la máquina para arrojar a los condenados a las bocaminas.
Presos y esclavos
Después llegarían los campos de trabajos forzosos. El historiador W. Duhant, citado por el ex preso César Broto en su libro La gran trata de esclavos, explica cómo «un día los vencedores se dieron cuenta de que en la guerra el prisionero más preciado era el prisionero vivo. Desde entonces disminuyeron las masacres y se desarrolló la esclavitud». En el Valle de los Caídos o en los canales para convertir en regadío las tierras del Bajo Guadalquivir.Se ha estimado recientemente (Esclavos por la Patria, de Isaías Lafuente) que el Estado se embolsó con sus jornales impagados un botín de 130.000 millones de pesetas.
Y costoso es ahora, casi 65 años después, desenterrar e identificar a los arrojados a fosas. La Asociación para la Recuperación de la Memoria, sabedora de que la dictadura costeó la exhumación y traslado de los cadáveres de su bando (una orden de 1 de mayo de 1940 hablaba de «las justas aspiraciones de los familiares de aquellos que gloriosamente cayeron por Dios y España, víctimas de la barbarie roja» y «con deudos asesinados por la horda marxista») llevará al Congreso una proposición no de ley para que el Estado se haga cargo de los gastos. Entienden que se saldaría así una deuda histórica con los vencidos. Los olvidados, como sus muertos.
[Fuente: Ildefonso Olmedo, diario El Mundo, Madrid, 17mar02]
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Este documento ha sido publicado el 21mar02 por el Equipo Nizkor y Derechos Human Rights