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31ago13


Revisando la historia polaca y sus páginas ocultas


Hubo una película en el festival de cine Ventana a Europa, celebrado en las afueras de San Petersburgo en la ciudad de Víborg, que por desgracia pasó casi completamente desapercibida para el público.

Es 'Espigas', del director polaco Vladislav Pasikovski, proyectada en una sala semivacía, mientras que si alguna película merecía ser premiada por extraordinaria, es ésta.

Antes de hablar de 'Espigas' y explicar por qué merece tanta atención y respeto, deberíamos acordarnos de la repercusión que ha tenido en la sociedad rusa la proyección por alguna de las cadenas televisivas de la obra clásica del cine mundial, 'Katýn', de Andrzej Wajda.

En vísperas de la proyección estallaron acalorados debates sobre si merecía la pena hurgar en aquellas heridas que tanto habían tardado en cicatrizar y volver a sacar a la luz la delicada historia del fusilamiento de oficiales del Ejército polaco por la policía secreta soviética. Y después de la proyección los debates se volvieron todavía más apasionados, sobre todo en Internet.

En resumidas cuentas, la polémica fluyó por tres cauces. El primero era el más antiguo y ya reseco: todo era mentira y calumnias, porque los autores de la masacre habían sido los de la Gestapo. El segundo grupo de participantes en la discusión pecaba de hipocresía, señalando que no eran los polacos los más indicados para acusar a nuestro país de acciones antihumanas, después de la forma en la que trataron en 1920 a los soldados del Ejército Rojo hechos prisioneros.

Y hubo quienes defendían que nunca se juzga a los ganadores. El director de cine Nikita Mijalkov se mostró en los debates marcadamente condescendiente. Expresó su opinión de una forma muy escueta: "Es una obra creada por un hombre ofendido". Habría querido decir que Wajda hizo la película, para vengarse por la muerte de su padre fusilado por la policía secreta rusa en las afueras de Járkov, Ucrania, o directamente en Katýn.

Un gran artista dio una explicación demasiado superflua a los motivos por los que se había guiado otro gran artista. Suele ocurrir en el mundo de personas creativas que los complejos de uno le impidan ver con claridad.

Mijalkov, al igual que muchos otros críticos de Wajda, no se dio cuenta de que el director polaco no sólo clamaba ante la URSS, sino también ante su propio país y ante sí mismo. Porque encima de la fosa común de Katýn se elevó una colina de calumnias propagandísticas. La verdad, en su momento por todos conocida, fue condenada a vivir en la más profunda clandestinidad. Ni siquiera se la mencionaba ya. Por lo tanto, lo más impactante de la película de Wajda es esta vida, no con la mentira, sino al lado de ella y en paz con ella.

En la Polonia de posguerra el régimen distaba de ser tan hermético ante la verdad como en la Unión Soviética, pero sí muy celoso con su pueblo. Y por esta razón la existencia de una lápida con el nombre de un oficial polaco, víctima de Katýn, le provoca al poder una resistencia callada e incesante. Estaba prohibido acordarse de aquel crimen. Pero la prohibición llevaba a otro crimen, la traición a la memoria de los muertos. Los armarios permanecían bien cerrados con sus esqueletos dentro.

Sin embargo, el pasado seguía emergiendo con insistencia a través de la espesa capa de obligado olvido. He aquí la historia de un granjero polaco, llamado Josef Kalina, y su campo de trigo literalmente sembrado de lápidas. ¿Qué se le habrá metido en la cabeza? ¿O quizás en el corazón? Ocurrió que sintió pena por aquellos judíos que desconocían la ubicación de las tumbas de sus familiares y empezó a colocar las lápidas, que abundaban en las sendas de los alrededores en su campo de trigo, limpiando el lodo de los nombre de los muertos. Las lápidas hacían montones entre las espigas. Sus vecinos llegaron a odiarle. La mujer lo dejó y se llevó a los hijos. Él siguió con la causa. Su hermano mayor Frantisek vino a verle en vacaciones y siguieron juntos.

Pero el hermano empezó a cavar más hondo y descubrió en el archivo municipal documentos que demostraban que antes de la guerra en las casas del pueblo, en la suya inclusive, habían residido familias judías. Pero no era esa la revelación más terrible: los judíos, todos, empezando por los niños y acabando por los ancianos, fueron agrupados en una de las casas y quemados vivos. No lo hicieron los nazis, sino los vecinos del pueblo. Y el padre de los hermanos Kalina era uno de aquellos que prendieron fuego a la casa con gente dentro.

Los protagonistas acabaron descubriendo los restos mortales en el sótano de la casa quemada. La verdad resultó ser una carga demasiado pesada. Josef deseó volver a enterrar los esqueletos de la terrible vergüenza familiar y nacional, mientras que el hermano mayor estuvo en contra. Se pelearon. Camino al aeropuerto Frantisek se enteró de que su hermano había sido asesinado. Lo encontró crucificado y con una inscripción al lado. Una única palabra: "Judas".

Esta historia hiela la sangre todavía más que la de Katýn. Fue un acto de genocidio local y el enemigo no tuvo nada que ver. No fue culpa del Gobierno ni de las calumnias propagandísticas, fue la elección consciente del pueblo. Tanto más respeto merece la valentía de los cineastas polacos, autores de 'Espigas'.0

Sería impensable que en nuestro país alguien se atreviera a sacar alguno de nuestros numerosos esqueletos históricos de su armario lleno de polvo. La vida nos enseña, no obstante, que por muchos candados que se pongan a estos armarios, la verdad acabará emergiendo. Sólo que será más traumático conocerla…

[Fuente: Por Yuri Bogomólov, RIA Novosti, Moscú, 31ago13]

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Caso SS Totenkopf
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