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02jun16


¿Sin Juan Carlos I vivimos mejor?


Se cumplen dos años de la abdicación de Juan Carlos I y este querido país llamado España sigue en la estacada. Tal podría ser el resumen de un bienio desaprovechado por mor de muchas cosas, entre ellas y quizá la más importante, de la existencia de una clase política que se aferra a sus posiciones de privilegio como una lapa y que tendría que haberse jubilado al mismo tiempo que el Monarca, porque su tiempo ya ha pasado. Un bienio en el que este querido país llamado España ha desaprovechado el influjo reformador y de cambio, siquiera indirecto, que la llegada al trono de un rey como Felipe VI, aparentemente no contaminado por la corrupción, pudiera haber supuesto en la tarea de abordar esas reformas de fondo que tantos españoles están demandando y que se resumen en la necesidad imperiosa de mejorar radicalmente la calidad de nuestra democracia y acabar con la corrupción. Tiempo perdido.

Es evidente que la de Juan Carlos I fue una monarquía cuasi patrimonial acostumbrada, sobre todo después del 23-F, a hacer su real voluntad por culpa del comportamiento de los sucesivos Gobiernos y sus Parlamentos, que optaron por rehuir su responsabilidad en el control de las actividades del titular de la Corona, al permitir en la práctica su funcionamiento como un poder autónomo, alejado del control democrático y envuelto en un velo de espesa opacidad. Los sucesivos presidentes del Gobierno -en particular Felipe González y José María Aznar, porque los que vinieron después no eran sino simples piezas de un engranaje que no controlaban- se comportaron como auténticos alcahuetes dispuestos a mirar hacia otro lado, como si los españoles que han venido votando a lo largo de estas décadas a los partidos que representan, los partidos del turno, estuvieran condenados a asistir en silencio a las tropelías del titular de la Corona, agradecidos todos como teníamos que estar por el hecho de que hubiera decidido traicionar un día los Principios Fundamentales del Movimiento que juró defender ante Franco, y eso le otorgara patente de corso para hacer de su capa un sayo.

Uno de los mayores éxitos del juancarlismo, si no el que más, consistió en mantener los escándalos de la Corona encerrados bajo siete llaves, lejos de la opinión pública, gracias a ese pacto no escrito con los medios de comunicación que hasta el accidente de Botswana funcionó como una ley de hierro, según el cual lo que ocurría en la casa real era, y en parte sigue siendo, tema tabú, un asunto del que no había que hablar. La cortina de silencio, con todo, se hubiera rasgado más pronto que tarde de no ser por los efectos anestésicos que el crecimiento económico experimentado por el país en estas décadas surtió sobre el inconsciente colectivo. Al españolito de a pie no le importaba demasiado que el Rey se estuviera enriqueciendo de manera nada ortodoxa siempre y cuando él y los suyos pudieran participar del creciente bienestar colectivo proporcionado por el desarrollo, la sanidad universal, la educación gratuita, el consumo, las vacaciones para todos… Todo se vino abajo con el mencionado accidente de caza ("Lo siendo, me he equivocado. No volverá a ocurrir") junto a lady Corinna, y con la crisis económica que de forma abrupta ha obligado a tantos españolitos que un día se creyeron ricos a echar pie a tierra de una realidad mucho más dura de la que nunca imaginaron.

Una Institución Monárquica muy dañada

Hace dos años, Felipe VI ocupó la cabecera de una Institución Monárquica muy dañada, muy desprestigiada fuera de los ambientes de la derecha tradicional, particularmente entre las generaciones jóvenes, y en medio de una crisis política e institucional de caballo, aderezado todo ello por su correlato de crisis económica, la mayor que España haya conocido en muchas décadas. Siempre hemos sostenido aquí que, situado en el vértice de la pirámide institucional, la responsabilidad de Juan Carlos I en ese Estado de Corrupción en que parece haber devenido nuestro sistema político es inmensa, porque a él competía por encima de todo y de todos el haber sido ejemplo de honradez y probidad no ya en los temas de equilibrio familiar, en los escándalos de faldas, más bien de bragas, que han jalonado su reinado, sino sobre todo en los casos de corrupción que le han convertido en una de la grandes fortunas españolas. Manga el rey, manguemos todos.

En estos últimos dos años, en estos primeros meses de 2016, España y los españoles vivimos nadando asqueados en un mar de corrupción que no parece tener fin. Es verdad que todos, o casi, son casos viejos, y que la Justicia, mal que bien, parece ir ajustando cuentas con los trapaceros, pero la pura y dura realidad es que la corrupción se ha instalado firmemente entre nosotros, ha echado raíces muy profundas en nuestra sociedad, hasta el punto de que hoy parece muy difícil imaginar una sola operación del sector público donde no se hayan trajinado comisiones, donde no se haya vulnerado la ley, donde el político de turno no se haya enriquecido ilícitamente. Y la corrupción, además de ser una ofensa moral a los millones de españoles capaces de hacer honradamente su trabajo, es un robo al patrimonio colectivo en tanto en cuanto limita el crecimiento económico, resta oportunidades a la libre competencia y esquilma los impuestos que pagamos todos.

En contra de lo que afirmaba algún palanganero disfrazado de predicador de aldea, partidario de que "un rey tenía que morir en la cama" porque lo decía él, aquí nos manifestamos desde la fundación de este diario a favor de la abdicación de Juan Carlos I porque nos parecía decisión lógica y llena de sentido común, conditio sine qua non para, a partir de esa piedra miliar, intentar restañar la moral pública y abordar la recuperación del prestigio perdido de las instituciones. El ciclo político que se inició con la muerte de Franco ha durado casi 43 años y ha venido a morir un mes de junio de 2014 con la abdicación de su principal protagonista. Es obvio que España y los españoles están obligados a intentar diseñar otro nuevo ciclo capaz de transportar en paz y en prosperidad a las nuevas generaciones durante otros 40 años, más o menos hasta el 2050, lo cual significa seguramente abrir la Constitución y, sin la menor duda, arreglar los desperfectos de todo orden que se han ido adhiriendo a las ruedas del sistema, regenerarlo, mejorarlo, limpiarlo de mierda, ennoblecerlo y hacerlo digno de un proyecto capaz de embarcar en su seno a todos los españoles de buena voluntad.

¿Hasta cuándo abusaréis de nuestra paciencia?

Pero esa cuestión no está hoy en el frontispicio de las preocupaciones de nuestra clase política. A poco más de cuatro semanas de unas nuevas elecciones que se adivinan trascendentales, ningún político responde a la pregunta clave de ¿Qué demonios quiere usted hacer con España? ¿Cómo le gustaría a usted que fuera España en el año 2050? ¿Qué decisiones adoptaría usted para hacer de esta España arruinada por una panda de corruptos un país más libre (más liberal), más justo, más respetado, más competitivo, más rico, un país digno de ser vivido, un país del que uno pudiera sentirse razonada, apacible y democráticamente orgulloso? No hay proyecto ninguno de los discursos inanes, en las declaraciones estúpidas, que escuchamos a diario. No hay ideología. No hay deseo de cambio serio alguno. Porque nuestra clase política no quiere cambiar, porque sólo aspira a exprimir las ubres de la vaca hasta que el pobre animal no pueda más, y/o, a lo sumo, a un lampedusiano lavado de fachada que salvaguarde el dorado statu quo.

Mariano Rajoy ya ha anunciado que si es elegido presidente del Gobierno hará exactamente lo mismo que ha venido haciendo desde Noviembre de 2011, es decir, nada o casi nada. Rajoy y este Partido Popular anquilosado, apolillado, podrido, se han convertido en un riesgo serio que amenaza la prosperidad de los españoles; un líder y un partido que tienen como rehenes a 7/8 millones de ciudadanos obligados a votarles asustados ante la atroz alternativa de las ofertas bolivarianas que ven en frente. Y otro tanto ocurre en un PSOE desnortado, que dirige un galán aventurero a quien se le llena la boca reclamando un "cambio" que no significa otra cosa que el viejo "quítate tú para ponerme yo". Dos años perdidos por culpa de una clase política inane. Dos años con España estancada, sin proyecto de futuro, convertida en un erial donde reina la corrupción y no deja de crecer la amargura y el resentimiento de las oportunidades perdidas. ¿Hasta cuándo seguiréis abusando de nuestra paciencia?

[Fuente: Por Jesús Cacho, Vozpópuli, Madrid, 02jun16]

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