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11oct14


Una nación humillada


No hay lecturas. En determinadas circunstancias sólo hay relecturas. Por esa razón he regresado al nunca olvidado texto de Ernest Renan titulado ¿Qué es una nación?, una conferencia pronunciada en la Universidad de la Sorbona el 11 de marzo de 1882. Decía el francés entonces que "el hombre no es esclavo ni de la raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni del curso de los ríos, ni de la dirección de las cadenas montañosas. Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama nación. Mientras esa conciencia moral demuestre tener fuerza por los sacrificios que exige la abdicación del individuo en beneficio de la comunidad, la nación será legítima, tendrá derecho a existir".

La conciencia moral de España está siendo humillada y, por lo mismo, su autoestima, destruida. No hay un acontecimiento concreto que deslinde el deterioro general del saqueo de la Nación y del Estado. Se trata más bien de una yuxtaposición abochornante y éticamente repulsiva de hechos y situaciones que demuestran que lejos de producirse "la abdicación del individuo en beneficio de la comunidad", son aquellos los que subordinan al conjunto para mantener y acrecentar sus propios intereses y medros. Seguramente estamos viviendo un proceso similar al que ocurre cuando la bajamar descubre los residuos que han devorado las aguas y los expone como despojos a la vista obscena de todos. O sea, esto viene de lejos.

Viene de lejos el secesionismo catalán que amenaza con la insurrección y también de muy lejos la incomparecencia del Gobierno de España -con Zapatero, pero igualmente con Rajoy- en el debate político catalán que ha ensanchado el independentismo. Viene de lejos la endogamia de los partidos y los sindicatos que han ido colocando sus peones en el sistema quebrado de Cajas de Ahorro para una función doblemente depredadora, a favor de los individuos y de las organizaciones que representaban. Viene de lejos la repugnante hipocresía de gentes de izquierda -¿Qué decir ante la fortuna de Fernández Villa, icono del sindicalismo más duro como el asturiano?- y de derechas -¿Qué decir de los Blesa, Rato, Recarte, Iranzo y tantos otros que abrevaban de la misma cuenta que sus adversarios ideológicos?-.

Y viene de lejos la ajenidad de grandes empresarios y de los intelectuales ante esta humillación colectiva a una Nación en la que es compatible más de un 25% de desempleo con más del 20% de economía sumergida. Viene de lejos, en fin, esa despótica, prepotente e insoportable actitud de mantenerse en el cargo o en la sinecura a despecho de conductas indignas que tanto irritan como sobrecogen cuando se sabe en qué y cómo se gastó el dinero, sin control fiscal, de entidades que han sido rescatadas a costa del contribuyente.

Humillar la conciencia moral de una Nación en el sentido en que Renan la entendió -más allá de lenguas, fronteras y religiones- es tratar de destruirla y obligarla a que se resigne -la resignación es un suicidio cotidiano, escribió Honoré de Balzac-, a que muerda el polvo, a que se allane a la prepotencia de una clase dirigente que se chancea de la ejemplaridad o de la elección sin dación de cuentas como únicas fuentes de una legitimidad cada vez más marchita y agostada. Robar a un colectivo nacional su autoestima, esa conciencia de solidaridad en el sacrificio, es una conducta temeraria porque los pueblos son como los animales heridos: más peligrosos cuando más perdidos se sienten. Y así están los españoles, heridos y humillados, aunque muchos los suponen (y es dudoso que lo estén) también resignados.

En este panorama moralmente desolador se ha incrustado el contagio del ébola de una auxiliar de enfermería y la consiguiente crisis sanitaria y política. Aunque este episodio gravísimo tenga que ver con errores y fallos incompetentes -sean de quienes sean-, ha demostrado otro fleco del despotismo y la irresponsabilidad con los que se conduce nuestro país: la ministra de Sanidad -cuya dimisión ni es precisa, ni urgente, ni siquiera conveniente en estas circunstancias dada su irrelevancia- demostró desconocer cómo dirigir una rueda de prensa y volvió a acreditar que ocupa el cargo, no por sus méritos, sino por lealtad al presidente del Gobierno y el apoyo que le ha profesado en épocas anteriores. Por no hablar de la ofensa colectiva que supone tener al frente de la consejería del ramo de la comunidad de Madrid a ese personaje que bordea lo siniestro y que se llama Javier Rodríguez.

Llega ya tarde para evitar el irreversible despilfarro de credibilidad del Gobierno encomendar a la vicepresidenta para todo un Comité especial asesorado por técnicos. Y llega tarde también la visita de Rajoy al Carlos III tratando de perpetrar un golpe de efecto que fue ayer puro humo. No se humilla a una Nación sólo saqueándola, sino también -y a veces, sobre todo- entregando dolosamente responsabilidades de gobierno y de gestión pública a personas que jamás podrían desempeñarlas con un mínimo de competencia o de sensibilidad.

Renan dejó dicho que una Nación "es un alma, un principio espiritual". Pues bien: golpear una y otra vez sobre ese patrimonio intangible nos lleva a la advertencia del clásico autor francés: "Las naciones no son algo eterno" porque su existencia exige "un plebiscito cotidiano, al igual que la existencia del individuo es una afirmación perpetua de la vida". Mañana, doce de octubre, será la fiesta en el calendario de una Nación humillada, sin plebiscito cotidiano de seguir siéndolo si quienes deben dirigirla son los que ahora lo hacen. Son ellos la manzana de discordia, los agentes de la humillación. Y no es cuestión de ideologías. Lo es, pura y simplemente, de probidad y de competencia.

[Fuente: Por José Antonio Zarzalejos, El Confidencial, Madrid, 11oct14]

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