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01may20


La catástrofe de las residencias: cómo hemos podido hacerle esto a nuestros abuelos


No voy a entrar en si las residencias públicas, privadas o semipúblicas son el problema; si la gestión de las privadas es peor que la de las públicas; si determinadas multinacionales tratan a los ancianos como si fueran muebles o los trata como si fueran muebles el personal de algunas en concreto. Estoy harto de la brocha gorda, de la superficialidad. Cuando una amiga buscaba residencia para su marido, muy mayor y totalmente dependiente por un ictus desde hace años, hizo una concienzuda criba. Las diferencias entre residencias concretas eran asombrosas. Abismales.

Esto me hizo pensar que existe muy poco control de las administraciones, cuando no desinterés. Las residencias son un submundo poco conocido y extraordinariamente complejo. No hemos querido mirar dentro demasiado hasta que, con la pandemia, nos hemos encontrado el desastre, como quien recibe la noticia de que existían campos de concentración. Recuerdo por ejemplo aquel programa de Chicote sobre la comida pútrida que les daban a los abuelos de algunos asilos y el escándalo que causó. Me preguntaba, como pregunto ahora, ¿cómo es que tuvo que salir en el programa de Chicote para que lo supiéramos? Hasta que se interesó el cocinero, ¿en qué estábamos pensando?

Deja de leer ahora si esto te duele o te revuelve las tripas. No me hago responsable de lo que sientas si lees lo que voy a escribir a continuación. Pero yo no puedo dejar de pensar que lo que ha pasado en las residencias con el coronavirus es culpa nuestra, colectiva. Si una empresa particular, o un grupo, o un montón de empresas gestionó mal sus residencias, merecen castigo. Pero la verdad es que habíamos tenido tiempo de sobra para denunciarlo y no lo hicimos. Y que no se nos olvide esto: estuviera bien o mal gestionada una residencia, durante la mayor parte de la crisis del coronavirus no se les ha permitido que envíen a los abuelos al hospital.

Es decir: colectivamente hemos cerrado las puertas desde la calle, como si fueran leproserías. Y esto es un crimen, porque las residencias no son hospitales aunque tengan médico y enfermeros. Hay que hacerse las preguntas que más duelen: ¿qué ha pasado aquí, no ahora, sino en los últimos años? ¿Por qué nos hemos permitido descubrir, horrorizados, que tantas residencias se convertían en morideros? ¿Acaso ha sido algo repentino?

Gerontoculpa

Mi impresión, más allá de los casos concretos, es que las residencias no están en el centro del problema que la sociedad tiene con los ancianos. El personal de muchas residencias públicas y privadas es excelente, el de otras es nefasto, pero vayamos a la visión de conjunto: ¿qué son las residencias y qué dicen de nosotros? Nos hemos tragado la moto de la autorrealización personal hasta el fondo y ahora no sabemos qué hacer con los viejos cuando se "desrealizan", es decir, cuando dejan de ser ciudadanos independientes y proactivos, y alguien tiene que esforzarse en cambiarles el pañal.

En una sociedad que idolatra al Yo Dinámico En Permanente Desafío, en una polis de narcisos apresurados, el niño puede adornar el Instagram pero el abuelo senil no da tantos likes a no ser que se ponga a bailar. La autorrealización, el mérito y la productividad han dinamitado los vínculos tradicionales y han hecho la sociedad incompatible con los viejos.

Los gitanos, una cultura dentro de la cultura, se rigen todavía por los lazos familiares y el respeto reverencial y agradecido a sus abuelos. Ellos no suelen llevar a sus viejos a residencias: ¿alguien se ha preguntado por qué? ¿Qué nos está diciendo esta diferencia de bulto acerca del resto de la sociedad? ¿Alguien se atreverá a decir que están atrasados? ¿Seguro? Yo digo que los gitanos, en este particular, han conservado intacto algo sagrado.

La tragedia de las residencias durante el coronavirus es la punta de un iceberg cuya masa es profunda. Habrá pocas familias que no tomen la decisión de llevar al abuelo a la residencia sin dolor y no padezcan su propia decisión como una chuchilla de culpa en el corazón. Este sentimiento de culpa suele taparse con toneladas de justificaciones: no podíamos hacernos cargo, era imposible, trabajamos mucho, tenemos que vivir también. Y todas estas justificaciones son verdad: lo cual vuelve a ponernos enfrente de la pregunta sobre nuestra sociedad.

¿Qué clase de sociedad es esta? Por una parte, el despegue definitivo de la mujer en el mundo profesional que ocupaban los hombres ha dejado a los ancianos sin niñera, sobre todo cuando muy pocos hombres están dispuestos a cumplir con ese papel de cuidador. El léxico tradicional, mucho más sincero que la cosmética lingüística de estos días, tenía la palabra precisa, "solterona", cuyo despectivo y cómodo sentido sigue estando vigente. Claro, ¿qué ocurre cuando la solterona trabaja también en el mundo de los hombres, cuando los hombres se niegan a convertirse en solteronas?

Explica muy bien Camille Paglia cómo la familia-tribu saltó por los aires en el curso de nuestra migración del campo a la ciudad. Todo lo relacionado con el cuidado se convirtió entonces en una oferta de mercado. El macho alfa se vio obligado a aprender a fregar platos o tuvo que contratar a alguien que lo hiciera. El enjambre de niños quedó recluido en parques bajo vigilancia o en casa con los videojuegos comprados en el centro comercial. La madre se deslomó orgullosa a base de horarios de trabajo leoninos, lejos de la vivienda, contratando canguros y guarderías.

Dado que esto pasaba simultáneamente en todas partes, ya no era posible dejar a la prole o al abuelo al cuidado de las vecinas. ¿Qué pasó? Las estructuras tradicionales, que cargaban en las mujeres todo el peso del cuidado mientras los hombres ganaban el pan, había saltado felizmente por los aires. La mujer era un individuo igual que el hombre y sometido a las mismas servidumbres. Pese a las evidentes diferencias a la hora de la verdad (ellas siguen siendo las que cuidan), la mujer combate hoy en la misma liga profesional que el hombre y pierde sangre por las mismas heridas.

De esa nueva estructura social brota ese nuevo submundo: la residencia de ancianos. Las residencias, como las guarderías, responden a la necesidad del urbanita trabajador con familia dispersa, no a la necesidad de los niños o los abuelos. Para colmo, la prolongación artificial de la vida que nos ha dado la medicina moderna ha prolongado el purgatorio entre la decrepitud y la muerte.

Cuando el abuelo se convierten en niño de teta por el alzhéimer o la demencia, no queda otra que mandarlo a la residencia. De lo contrario, alguien tendría que sacrificar su carrera profesional, y todos sabemos quién acabaría cometiendo este pecado intolerable para el credo de nuestro siglo. Al menos, la inmensa mayoría de las veces. Echad un vistazo a vuestras familias antes de responder.

Salvemos a los abuelos de nosotros mismos

Durante la crisis de 2008 se repitió hasta la saciedad que los abuelos habían salvado el mundo. ¡Gracias, abuelos! Lo que nadie dijo es que los abuelos habían ocupado el lugar tradicional del padre y la madre. Recogían a los niños del colegio, les daban la merienda y los cuidaban mientras el padre y la madre se convertían en esclavos y se deslomaban en trabajos precarios e hipercompetitivos. Así fue, así ha sido, hasta que llega el momento en que los abuelos no dan más de sí. Y entonces, ¿quién tiene tiempo y vida para cuidarlos a ellos?

Las residencias de ancianos son imprescindibles en un mundo como este, pero su función produce tanto sentimiento de culpa que las convertimos en un submundo paralelo. Cerca de mi casa hay una, desde la que los ancianos dementes te miran al pasar desde el otro lado de un cristal. Seguro que los cuidan, pero soy incapaz de devolverles la mirada. Sigo caminando a paso forzado: el frenético ritmo de la calle me evita el mal trago de mirar, y esto es lo que nos ha pasado con las residencias.

En centros donde ha muerto muy poca gente, como la que eligió mi amiga Alicia Marmisa para que cuidasen de su madre, fallecida por coronavirus, la buena gestión no ha impedido que los ancianos quedaran aislados del sistema público de salud. Marmisa está furiosa y desasosegada por lo que ha descubierto tras el fallecimiento de su madre: que el Estado se ha limpiado las manos sobre el destino de los viejos. Ha prevalecido el utilitarismo frente a la humanidad.

Pues bien. Las residencias seguirán siendo necesarias. Habrá que controlarlas más, para evitar malas artes. Pero esta catástrofe ya nos ha demostrado que nos toca implicarnos colectivamente. Si no lo hacemos por agradecimiento hacia las personas que han construido el país en que vivimos, al menos tendremos que hacerlo por dignidad.

[Fuente: Por Juan Soto Ivars, El Confidencial, Madrid, 01may20]

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