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07oct20


Cómo conseguí regresar a China tras la pandemia y por qué no van a tener rebrotes


En diciembre de 2019 salí de mi casa en Xian, China, para unas breves vacaciones en la India; poco podía imaginar que tendría que cruzar tres países, varios estados de alarma y esperar ocho meses hasta conseguir regresar a mi hogar. De hecho, todavía no lo he logrado; aún sigo encerrada fuera de casa. Mientras tecleo estas líneas me encuentro en mi octavo día de cuarentena en un hotel medicalizado chino; me aguardan otros 20 días de encierro para poder cruzar la puerta de mi hogar y regresar presencialmente a mi trabajo de profesora.

La primera prueba consistió en lograr un humilde billete de avión. China no solo ha reducido brutalmente los permisos de vuelos a su territorio, sino que ha implementado varias estrategias de control de casos importados. Por ejemplo, los aviones con destino a Pekín fueron desviados hacia otras ciudades cercanas para proteger la salud de la capital, o aún más efectivo, se ha penalizado con retirada de vuelos o rutas a las compañías aéreas que trajeran infectados entre sus pasajeros. En esta situación, para volar desde Madrid a Xian, yo contaba con vuelos que salen con menos frecuencia que un autobús rural (uno por semana) pero que tienen el precio de un crucero al Caribe (1.700 euros). Los vuelos transcontinentales de unos 3.000 euros en rutas que antes costaban 600 son ahora la nueva normalidad.

Tras apretar los dientes y comprar el billete de avión, llegó el siguiente reto. Durante casi todo septiembre, China se mantuvo con cero casos locales y apenas unos cuantos importados. Para disminuir al mínimo esta cifra, China obliga a los pasajeros nacionales a enviar a una 'app' reportes de su estado de salud durante catorce días consecutivos antes de volar. En cambio, los pasajeros extranjeros deben hacerse una prueba PCR menos de 72 horas antes del vuelo y sellar el resultado en la embajada. (Insisto: todo esto teniendo en cuenta que de todos modos, a la llegada a China, habrá una cuarentena obligatoria para todos).

Pasajeros enfundados en un mono

La siguiente prueba en la gymkhana de la vuelta a casa es el vuelo en sí mismo. Los aviones van completos, así que es imposible no acabar rozándose con los demás. Sin posibilidad de mantener distancias de seguridad, la mayoría de pasajeros de mi vuelo optaron por enfundarse un mono de seguridad completo. De hecho, las propias azafatas también han cambiado su elegante conjunto habitual por un mono de seguridad con su código de vuelo escrito a la espalda con rotulador; incluso la bandeja de café ha sido sustituida por un termómetro de pistola con el que diligentemente toman la temperatura de los pasajeros durante del 'check-in', antes de subir al avión y hasta dos veces durante el vuelo. Es verdad que cada compañía aérea aplicará medidas diferentes, pero en mi caso puedo garantizar que si un vuelo de larga distancia nunca fue agradable, hacerlo sin mantas (por higiene) y sin comida caliente (solo picoteos), no contribuye a la experiencia general.

¿Y al aterrizar? Me gustaría decir que después de meses soñando con volver a mi patria chica, pude por fin relajarme al tomar tierra, pero el canal de procesos no paró durante las siguientes 6 horas: colas para la (quinta) toma de temperatura, completar una declaración de salud, toma de muestras para una nueva PCR, control de pasaportes, compra de billete para el autobús (completamente plastificado por dentro) que nos depositaría en el hotel destinado al azar para la cuarentena obligatoria de todos los pasajeros, llegada a la recepción, rociado con desinfectante de cuerpo entero y maletas, toma de temperatura (sexta), asignación de habitación (con discusiones para muchas familias o parejas, que ruegan no ser separadas), pago de tasas (entre 500-900 euros, asumidos por cada uno) y, por fin, entrada en la habitación que quedará sellada tras de ti.

Por cierto, que no exagero al decir "sellada": algunos hoteles cuentan con sensores de movimiento para garantizar que los cuarentenados no crucen el umbral, la comida se deposita tres veces al día frente a la puerta, nadie entra a limpiar, los tiradores y lámparas están envueltos en plástico y, si eres pillado fuera de la habitación, vuelves al día uno de tu cuarentena.

Por supuesto, esta experiencia de cuarentena varía mucho según ciudad y provincia. Aunque la imaginación occidental tiende a pintar China como un estado monolítico, no hay nada más lejos de la realidad: China es en la práctica un estado federal donde cada provincia actúa con gran libertad (cada "provincia" china puede ser tan grande y estar tan poblada como varios países europeos juntos). Shanghái y las regiones adyacentes han implementado cuarentenas menos feroces: un sistema de 7 días en un hotel más 7 días en casa ha estado en marcha para aquellas personas, sobre todo familias, cuyos complejos residenciales aceptaran hacerse responsables de ellos.

Sin embargo, en mi caso, como habitante de una provincia de interior más conservadora, ninguna de esas "reducciones" está disponible. Más aún, por ser profesora y trabajar en un campus, solo tengo la opción de 14 días de cuarentena en un hotel más 14 días en casa.

Ahora bien, 28 días encerrada es poca cosa si tengo en cuenta que mis propios alumnos llevan varios meses sin poder salir del campus. En China, se requiere que los estudiantes se alojen en las residencias universitarias durante los años de estudios, así que miles de jóvenes procedentes de todos los rincones del país conviven en campus que llegan a ser pequeños pueblos. En este semestre se han retomado las clases presenciales, pero hasta entonces se había impedido a los alumnos abandonar los terrenos de las universidades. En un gesto sin precedentes, en las últimas semanas muchos estudiantes chinos han empezado a protestar en redes sociales por estar encerrados, no poder recibir pedidos, ni ir de vacaciones ni comprar en otras tiendas de la ciudad. Sus quejas parecen haber sido oídas y las medidas de encierro relajadas, pero lo significativo es cómo, aun con casi cero casos, China mantiene en pie las medidas de seguridad.

Hoy, desde mi lujosa celda hotelera, tras diez días de aislamiento sin cruzar el umbral de mi puerta, contemplo con pesar las noticias sobre la segunda ola que engulle España. Hace dos días, al enterarme de que un amigo tenía a su compañera de piso probablemente contagiada, le pregunté qué haría a continuación, ¿aislarse en su cuarto? ¿mudarse temporalmente?; su lacónica respuesta fue "nada, al final todos vamos a contagiarnos". Esa actitud de derrota, la misma que recorre España, me dejó aturdida. Desde mi confinamiento, me gustaría enviar un mensaje en esta botella digital: el "todos nos vamos a acabar contagiando" o el también popular "nos merecemos que nos confinen" es una actitud asumida, no un hecho inmutable.

La estrategia china de contagios cero es, sin duda, difícil de aplicar en otro país que no tenga la capacidad de planificación a largo plazo, la flexibilidad industrial y la autoridad de implementación de China, pero eso no exime a los políticos europeos de no haber tomado medidas sensatas. Otras democracias asiáticas como Taiwán, Japón o Corea han demostrado gran eficiencia en el control del virus. También muchos países africanos han hecho una labor admirable disminuyendo el número de contagiados. La clase política española no ha invertido en acciones sociales (contratar profesorado, sanidad pública, trabajo obligatorio desde casa, incentivos para personal hospitalario) sino en gestos vacuos (inauguración de desinfectantes de mano y culpabilización del ciudadano).

No dejemos que nos convenzan de que esta pandemia ha sido un evento imparable, fortuito, frente al que no se pueden señalar culpables. En nuestra mano sigue asumir y también exigir responsabilidades.

[Fuente: Por Susana Arroyo, El Confidencial, Madrid, 07oct20]

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