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19oct08


El fin de Garzón y sus medios


De personalidad volcánica y controvertida trayectoria, la figura del juez Baltasar Garzón a nadie deja indiferente. La espectacularidad de sus acciones judiciales --la discreción no encabeza la lista de sus variadas virtudes-- suscita aversiones y adhesiones intensas por igual y equitativamente repartidas, según el caso, a derecha e izquierda, quizá la mejor prueba de su independencia de criterio. Pero hay ocasiones en que resulta intelectualmente imposible no sumarse a sus partidarios y empatizar al tiempo con sus detractores. La causa general que ha emprendido contra los crímenes del franquismo invita a esa doble militancia.

Quien busque en estas líneas argumentos en contra del resarcimiento a las víctimas del franquismo o vacuas apelaciones al espíritu de la transición aún está a tiempo de abandonar su lectura. Que hace tres décadas, para evitar males mayores, una España atemorizada y políticamente adolescente consintiera en perdonar a los verdugos no implica que quienes padecieron su vileza deban continuar en el olvido.

Reparar el honor del president Companys o dar digna sepultura al poeta García Lorca, por poner dos ejemplos, restaña heridas, no las reabre. Y si a alguien le mortifica que una familia recupere los restos de su ser querido con 70 años de retraso, si alguien sostiene que miles de españoles deben seguir pudriéndose en fosas comunes para no socavar los fundamentos de nuestra democracia, es que carece de sentimientos o de principios democráticos.

Si bien la sola exhumación de las fosas del franquismo ya justificaría la actuación de Garzón, cabe preguntarse si esta era imprescindible para tal fin. Y la respuesta debe ser negativa, pues la vigente ley de memoria histórica, aunque menos ambiciosa que la prometida por Zapatero, ya fija los mecanismos para, a petición de la familia, identificar a los desaparecidos y restablecer su honor. Aunque (tampoco) en este terreno el Gobierno se haya caracterizado por la celeridad, no procede que un juez compita con el poder ejecutivo en tan sensible cuestión.

Y aún menos si, por loable que sea su afán, en lugar de servir a la ley se sirve de ella hasta tergiversarla.

Puesto que para abrir las fosas Garzón, como juez penal, tenía que identificar a unos culpables e imputarles un crimen, cita a 35 franquistas ya fallecidos y los acusa de genocidio, soslayando hábilmente que ese delito aún no estaba tipificado en aquella época y que, en todo caso, la amnistía de 1977 aborta toda investigación.

Antes de que sus superiores le tumben la causa, a buen seguro que la archivará tras haber logrado su propósito: pasar a la historia como el héroe de las víctimas del franquismo justo antes de dar el salto, si nada se tuerce, a la presidencia de la Audiencia Nacional. Al tiempo.

[Fuente: Por Enric Hernández, El Periódico, Barcelona, 19oct08]

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