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01sep17


De Aznar a Puigdemont: 13 años después, la historia se repite


Cada vez que hay un atentado terrorista del yihadismo en España, nos las arreglamos para que la carnicería sea triple: la humana, que se mide en muertos y heridos. La política, porque tardamos muy poco en montar un festín caníbal en el que nos desentendemos del enemigo que nos agredió para devorarnos entre nosotros. Y la social, porque en lugar de fortalecer la cohesión ciudadana frente al terrorismo se abren cismas que tardan décadas en cerrarse.

Todavía hoy, 13 años después de Atocha, no es posible que un votante de entonces del PP y uno del PSOE hablen entre sí de lo que entonces sucedió sin que sangren las heridas del rencor político. Hablarán muy poco del terrorismo, porque el primero recordará con amargura que Zapatero "robó" aquellas elecciones y el segundo hurgará en las mentiras sectarias de Aznar.

Solo tres semanas después del atentado de las Ramblas, un catalán independentista y uno unionista no compartirán el dolor ni la preocupación por la amenaza a la seguridad de todos; ni siquiera querrán conocer la verdad, porque cada uno de ellos ya ha comprado la de su bando, que es la única verdadera. No veremos a dos conciudadanos dolientes, sino a dos rivales en perfecta incomunicación.

El 11-M ocurrió en vísperas de unas elecciones generales. El 17-A, en vísperas de una crisis constitucional por la insurrección secesionista de las instituciones catalanas. En ambos casos, la idea que se instaló desde el primer minuto en la mente de los aznares y puigdemones de turno fue: ¿cómo afecta esto a mi causa y cómo hago para que me sirva? Y los sórdidos pescadores en río revuelto pusieron a toda máquina a sus respectivos aparatos de propaganda.

Aznar decidió aquella misma mañana que el atentado podía servirle en bandeja la mayoría absoluta en las urnas. Como se cuenta que él mismo dijo en la reunión de La Moncloa, si se lograra sostener durante tres días la versión de la autoría de ETA "lo peor que puede pasarnos es que el lunes tenga que dimitir el ministro del Interior".

El 17 de agosto, Puigdemont y Junqueras vieron la ocasión de exhibir ante el mundo el funcionamiento de Cataluña como Estado autosuficiente. De esta salimos consagrados, se dijeron. Y pusieron todo el foco en la glorificación de una policía autonómica novata en estas lides presentada repentinamente como si fuera una unidad antiterrorista de élite a la altura del Mossad, capaz por sí sola y en pocas horas de hallar a los culpables y liquidarlos sin miramientos; transformar la chapuza manifiesta en admirable eficacia, y la inquietud ciudadana en orgullo y confianza; y elevar a los altares a los heroicos Traperos de la futura República.

Aznar mintió mucho en 2004, Puigdemont también en 2017. De entrada ambos rehusaron hacer lo evidente, convocar inmediatamente a los líderes políticos para presentar un frente unido frente a la agresión. En realidad, la foto de la unidad les estorbaba para sus respectivos propósitos.

También en esta ocasión el duelo se ha profanado muy rápidamente. Tanta concordia no es buena cuando lo que se busca es una ruptura traumática. Así que, tras cumplir con las mínimas apariencias durante los primeros días, alguien tocó el pito señalando que ya tocaba levantar el luto y regresar a las trincheras. La ocasión elegida para ello fue la manifestación del sábado pasado, que resultó ser cualquier cosa menos un acto de unidad frente al terrorismo.

A partir de ahí todo se ha acelerado y ya estamos instalados de lleno en el aquelarre de reproches, acusaciones, intoxicaciones y operaciones cruzadas de desinformación que vivimos hace trece años y revivimos ahora.

Si este fuera un país normal, los responsables de todos los cuerpos policiales estarían elaborando planes conjuntos de contingencia para prevenir futuros atentados y estudiando cómo controlar mejor a partir de ahora la actividad de los numerosos focos de islamismo radical que existen en España, singularmente en Cataluña. En cambio, están embarcados en una guerra sucia de mutua descalificación.

En un país normal, los gobiernos llevarían tres semanas trabajando juntos sobre el terrorismo y coordinando la comunicación sobre el atentado en lugar de tirarse zancadillas y filtraciones, unos para hacer avanzar su procés y los otros para contrarrestarlo.

En un país normal, se estaría hablando discretamente con otras policías y servicios de inteligencia para revisar fallos y protocolos de cooperación en lugar de airear las informaciones confidenciales que nos envían para dañar al rival interno. Con episodios como el del documento de la CIA no nos estamos ganando precisamente la confianza de la comunidad de inteligencia internacional, que es la pieza maestra de la lucha contra este terrorismo.

En un país normal, la primera sesión del Parlamento tras un atentado como este se habría dedicado a la condolencia, la reflexión y el respaldo al gobierno, no a la enésima escenificación ritual del acoso al presidente por la corrupción de su partido. Sería posible montar una comisión de investigación para detectar y corregir los fallos producidos sin que ello condujera -como ocurrió con la del 11-M y ocurriría ahora- a un esperpento desmoralizador.

Si un atentado así se hubiera producido en Edimburgo o en Montreal poco antes de sus respectivos referendos de autodeterminación -aun siendo aquellos legales, que no es este caso-, las propias fuerzas nacionalistas habrían propuesto paralizar la consulta. Aquí se ha pisado temerariamente el acelerador, elevando el umbral de la provocación institucional.

El resultado de tanto sinsentido es demoledor. La unidad política frente al terrorismo, destrozada (hoy ni siquiera podría repetirse la modesta reunión del pacto de hace 10 días). La imagen del país, por los suelos: el mundo asiste asombrado a un nuevo alarde del peor cainismo español en una circunstancia que demanda todo lo contrario. La sociedad catalana, más fracturada que nunca.

Y mientras tanto, en algún lugar de España -probablemente, en la misma Cataluña- algún cura trabucaire del islamismo está lavando el cerebro de jóvenes para convertirlos en asesinos suicidas o una célula terrorista se prepara para completar la matanza masiva que sus colegas dejaron inacabada el 17 de agosto. Pero lo que aquí importa es el procés.

Es cierto que tenemos una de las mejores policías antiterroristas del mundo, y ello nos ha salvado de muchas tragedias. Pero actuando así no sé cómo vamos a evitar que cunda la impresión de que atentar en España es productivo, porque al daño que causan los terroristas se añade el que nosotros nos autoinfligimos. Y es que igual que hay comida basura y telebasura, también abundan por aquí los políticos-basura.

[Fuente: Por Ignacio Varela, El Confidencial, Madrid, 01sep17]

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