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A todas las mujeres y hombres
que han ofrendado su vida o su libertad
por una sociedad en la cual los derechos de los pueblos
sean una realidadAGRADECIMIENTOS
A los prisioneros de guerra, a los presos políticos y perseguidos por haber asistido a los diferentes talleres, por sus entrevistas y aportes en la regulación del conflicto armado.
A los miembros de las diferentes organizaciones sociales por sus entrevistas, participación en las actividades y aportes en este trabajo investigativo.
A los funcionarios públicos que posibilitaron el acceso a diferentes expedientes para obtener la información de los procesos y ver la forma como éstos se han tramitado.
A quienes trabajaron tanto en las actividades desarrolladas como en la investigación.
A los luchadores populares que con su labor anónima han permitido que este trabajo se pueda realizar.
A Brodeling Deleng -de Bélgica- por haber hecho posible esta publicación.
Introducción
Esta obra es fruto del esfuerzo de múltiples manos y pensamientos. En su construcción colaboraron mujeres y hombres de sectores populares, campesinos, obreros, estudiantiles e indígenas; población carcelaria; víctimas de la represión política e intelectuales sensibles y comprometidos, quienes con su participación en seminarios y talleres, y desde sus espacios naturales de expresión y lucha, aportaron su granito de arena para hacer de estas páginas, no un gran tratado, pero sí una opinión y una expresión sentida y querida; no una erudita, impenetrable y rigurosa enciclopedia, sino un testimonio vivo, sencillo, accesible y diciente.
¿Rebeldes o terroristas? Este texto aborda algunos elementos que tienen que ver con la raíz del conflicto armado en Colombia y la manera como el mismo se desarrolla, aspectos que nos acercan o nos alejan de las posibilidades de encontrar caminos estables hacia la paz. No hay grandes pretensiones teóricas en el tratamiento de la problemática, pero intentamos aportar, desde nuestra práctica y compromiso con la vida, algunos reconocimientos desde dos enfoques fundamentales: el primero, ligado a la presentación de la naturaleza del surgimiento y desarrollo de los movimientos insurgentes armados, su tratamiento punitivo y su reconocimiento político.
El segundo, desde las formas crudas de una guerra irregular en la que se transita de una guerra de guerrillas a una guerra para defender territorios conquistados, y en la cual los rebeldes, consolidados como ejército popular o con dicha aspiración, dejan de ser un simple problema de orden público para convertirse en un poder con perspectivas nacionales o con fuertes raigambres regionales y, en este aspecto, los métodos de hacer la guerra cuentan no sólo sobre su legitimidad, sino sobre la del propio Estado que ha sido cuestionado desde la raíz del conflicto. Es aquí donde el Derecho Internacional Humanitario (DIH) desempeña un papel importante para evitar la degradación de la guerra.
Reconocer que hay causas políticas, sociales, culturales y económicas que explican el conflicto armado desde su origen y desarrollo, y que enfrentan a la insurgencia con un régimen excluyente y sectario, tiene que ser el punto de partida para cualquier proceso de negociación que haga viable la transformación del país. Muchas han sido las voces desde el establecimiento -y decimos establecimiento desde el sentido inglés del término: poder económico, político, militar y religioso a los cuales habría que agregar el mediático como forma de control social que ejercen las élites en su propio beneficio- que no han querido reconocer en el rebelde a un interlocutor político, sino que, asumiéndolo como bandido y ahora como terrorista, han pretendido y pretenden su aniquilamiento.
En los años sesenta, con el triunfo de la Revolución Cubana y el auge de la guerra fría, la política exterior norteamericana estuvo orientada a impedir o enfrentar el desarrollo de procesos revolucionarios, progresistas o reformistas. Colombia no fue la excepción y, en provecho de tal escenario, las élites colombianas pidieron los favores norteamericanos para ahogar en sangre los incipientes movimientos de campesinos colonizadores que desarrollaban formas autárquicas de producción y defensa, en regiones como Marquetalia, el Pato, Guayabero y Riochiquito, entre otras.
Entonces el Plan Colombia o la Iniciativa Regional Andina tomaban los nombres de Alianza para el Progreso o Plan Laso: la zanahoria y el garrote. Se puso fin a las llamadas repúblicas independientes y, lo que tendría que haberse resuelto por la vía del diálogo, la concertación y las reformas, fue lo que alimentó por medio de la represión la creación del grupo guerrillero más grande del país.
Hoy en día, a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas en Nueva York y contra el Pentágono en Washington, las élites colombianas, ante la anunciada Alianza Mundial contra el Terrorismo, ven una nueva oportunidad para que los Estados Unidos se decidan a vencer a los movimientos insurgentes armados en Colombia, alentados por las palabras de Francis X. Taylor, Coordinador de Antiterrorismo del Departamento de Estado, quien declaró, en octubre de 2001 ante la Comisión de Relaciones Internacionales de la Cámara de Representantes, que hoy el grupo terrorista internacional más peligroso basado en este hemisferio son las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC.
Entretanto, en Colombia se aprobó una nueva reedición de la Doctrina de la Seguridad Nacional, que dio lugar a tantos crímenes contra la humanidad en este continente, a través de la ley 684 de 2001. Se pone así en marcha un nuevo Estatuto Antiterrorista. En adelante, las acciones de los grupos insurgentes serán señaladas inequívocamente como acciones terroristas y ya no se hablará de grupos guerrilleros, sino de movimientos terroristas. ¿Servirá esto para acabar la guerra en Colombia? No lo creemos. De cerrarse los escenarios de diálogo, de renunciar a una salida política, sólo estaremos prolongando indefinida e irresponsablemente una guerra que a diario encuentra caldo de cultivo para reproducirse.
No hay definiciones precisas en el escenario internacional sobre lo que se concibe como terrorismo. En las discusiones mismas para la adopción del Estatuto de Roma, en el verano de 1998, que estipula la creación de la Corte Penal Internacional, este tema fue dejado de lado por su complejidad para enfrentarlo. Sin embargo, el Derecho Internacional Humanitario, DIH, proscribe el terrorismo como una violación grave a las costumbres de la guerra que no debe utilizarse.
Cualquier guerra de carácter internacional o de carácter interno se juega no solamente en el terreno de lo militar, sino también en el de las legitimidades, en la justeza de la lucha emprendida y en la forma como se desarrolla la misma. Al tiempo es necesario reconocer que cualquier lucha armada implica no solamente afectar vidas, sino bienes que tengan un valor estratégico para la confrontación militar. El Ejército de los Estados Unidos, tanto en la guerra del Golfo Pérsico como en la guerra de Kosovo, bombardeó puentes, instalaciones eléctricas, carreteras, fábricas y afectó la vida de cientos de civiles mermes. No obstante, estos hechos no merecieron el repudio de la opinión pública mundial, como ahora en la guerra contra Afganistán. Cientos de muertos, que incluyen niños, parecen no afectar la legitimidad de quien así actúa, porque la opinión pública mundial está preparada para tolerar ciertos excesos en nombre del acto punitivo llamado Justicía infinita o libertad duradera.
En Colombia, los grupos insurgentes han cometido y cometen infracciones al Derecho Internacional Humanitario, y algunas de ellas se enmarcan dentro de lo que esta normatividad internacional conoce como crímenes de guerra. En la degradación del conflicto -alentada principalmente por el desarrollo del accionar paramilitar, que como estrategia de guerra sucia ha sido desplegada por sectores muy importantes de las Fuerzas Armadas. Los grupos guerrilleros, en su reacción, pretenden encontrar justificación a acciones que desbordan los mínimos humanitarios, y explican que las razones de la guerra estarían por encima del acatamiento de estos principios. Sin embargo, la guerrilla ha ganado un reconocimiento como actor político ante la comunidad nacional e internacional y, en las actuales circunstancias, debe ser más cuidadosa que nunca para no desaprovechar tal acumulado. La propuesta de un acuerdo .humanitario o de varios acuerdos humanitarios, debe estar en el centro de sus preocupaciones para evitar que la degradación de la confrontación se siga profundizando. Este libro pretende aportar algunos elementos de análisis sobre temas álgidos que no son fácilmente comprensibles a la luz de la opinión pública.
¿Son delincuentes los rebeldes o debe reconocerse que hay una confrontación armada interna de tal dimensión, que el tratamiento a los prisioneros políticos no puede seguir siendo el que dicte el código penal, sino el que las partes convengan en un acuerdo sobre tratamiento de prisioneros?
El ideal es detener la guerra, pero más responsable es construir el consenso político y social para la superación de las causas que la generan. Pero, entre tanto, aunque toda muerte es indeseable cuando es producto de la violencia, tanto la social que mata por hambre, como la armada en la que se mata alegando una causa justa; la opinión pública debe diferenciar entre personas que son dadas de baja en combate -porque participan en él con las armas en la mano y porque están preparadas para usarlas y deben reaccionar ante un ataque sorpresa- y personas objeto de una ejecución extrajudicial o de una masacre.
La opinión pública ha sido manipulada de tal forma que la naturaleza terrorista del paramilitarismo y las acciones terroristas de estos grupos -que Human Rights Watch denuncia en su informe 2001 como el accionar clandestino de la VI División del Ejército- se presentan como acciones normales de los grupos de autodefensa en contra de los movimientos guerrilleros. Sólo una sociedad profundamente reprimida y enferma puede conciliar con el proyecto paramilitar. Quienes han sido víctimas del secuestro o la extorsión pueden albergar sentimientos de venganza, pero ¿cómo justificar la masacre de inermes campesinos por el solo hecho de cohabitar en zonas donde la guerrilla ejerce una presencia histórica?
El paramilitarismo es terrorista desde su gestación y es terrorista como proyecto. El crimen, la masacre, la desaparición, confirman un ritual de muerte que alimenta el miedo, que rompe tejidos sociales, que aniquila formas de resistencias civiles, que hegemoniza a través del terror las conciencias para que nadie se atreva a reclamar ni a protestar. ¿Cómo pueden llamarse grupos de autodefensa o de justicia privada si ni siquiera ajustan sus procedimientos de eventuales venganzas a la ley del Tallón del ojo por ojo y del diente por diente?
Pero el paramilitarismo tiene un rostro que supera la figura vindicativa y está ligado a minorías que por medio de la más extrema violencia defienden el statu quo. El accionar militar-paramilitar hace parte de la misma estrategia y va más allá de lo estrictamente contrainsurgente, para convertirse en un proyecto de terror ligado al modelo económico neoliberal. Se elimina no sólo a la población civil posiblemente afecta a la guerrilla, sino todo movimiento social, sindical, popular o campesino que pueda cuestionar la consolidación de megaproyectos, el desarrollo de capital transnacional o las políticas de ajuste estructural impuestas por el Fondo Monetario Internacional o por la banca mundial.
¿Podemos promover que, en aras de la paz, al paramilitarismo se le reconozca estatus político? ¿Quién se atrevería hoy en el mundo a reconocer políticamente a un grupo de fascistas? ¿Pueden ser acaso considerados combatientes si sus objetivos militares son fundamentalmente civiles? No lo creemos. Reclamamos por parte del Estado el desmonte del paramilitarismo y la aplicación de sanciones disciplinarias y penales que correspondan para sus promotores y para quienes, por acción u omisión, patrocinan sus crímenes. En los últimos años se ha registrado en el país un promedio diario de 20 muertes por razones políticas, de las cuales solamente cinco se relacionan con muertes en combate. El secuestro supera el número de 3 mil 700 víctimas al año, de las cuales más de un 50% son imputables a las guerrillas y cerca de un 10% a los paramilitares. Más de 300 mil personas, en promedio, son desplazadas cada año, con todo lo que ello implica en la destrucción de proyectos de vida individuales, familiares y comunitarios, sin contar las desastrosas consecuencias económicas, sociales y políticas que conlleva el hecho de tener 2 millones 500 mil personas desplazadas. Es una catástrofe humanitaria, pero también es una tragedia institucional y política. A lo largo de este libro se describen los principios políticos que constituirían la guía de acción de los movimientos insurgentes desde su nacimiento, su justificación y desarrollo. Como lo puede corroborar el lector, las propuestas no son dogmáticas, son objetivos posibles de concertar en una mesa de negociación, si hay la voluntad política para ello.
La transformación del país requiere un compromiso político sincero, pero además urge, mientras se pacta un cese al fuego y de hostilidades de carácter bilateral, que la guerra se desarrolle con unos límites irrenunciables de respeto a reglas humanitarias. Por esta razón, al final y como producto de numerosos talleres celebrados a lo largo y ancho del país con víctimas, organizaciones sociales y de derechos humanos y en las propias cárceles en debates con los presos políticos, se recoge una propuesta de acuerdo que debe convertirse en insumo para alimentar esta discusión. El objetivo prioritario con el cual nos debemos identificar todos es el de la búsqueda inclaudicable de la dignidad humana.
Primera Edición
Bogotá, D.C., diciembre de 2001DERECHOS RESERVADOS
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