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DERECHOS

20nov08


Libertades de expresión y pensamiento en Colombia desde una perspectiva de derechos humanos: más allá de la libertad de prensa


He titulado esta ponencia “libertades de expresión y pensamiento en Colombia desde una perspectiva de derechos humanos: más allá de la libertad de prensa”, aunque también hubiera podido titularla como “una ponencia políticamente incorrecta”, o simplemente “una ponencia política sobre la libertad de prensa en Colombia”.

Quiero agradecer esta invitación tan honrosa y decirles que es un placer compartir este panel con mis dos ilustres antecesores, Ana María Ruíz y Alfredo Molano. Un placer aún mayor es, después de tantos meses, volver a escuchar hablar en español y, más aún, volver a escuchar hablar en colombiano.

Antes de comenzar quisiera agradecer al Colectivo Maloka, al Colegio de Periodistas de Cataluña y a la Agencia Catalana de Cooperación por la iniciativa de organizar este seminario, y por esta invitación, que me honra, a compartir con ustedes algunas reflexiones sobre el tema de libertad de prensa en Colombia.

No deja de ser una paradoja que para hablar sobre Colombia debamos reunirnos a miles de kilómetros de distancia, dado el hecho no casual de que la mayoría de los aquí convocados como ponentes -uno de los cuales tuvo que abstenerse de venir por motivos de seguridad- hemos sido objeto de una o varias modalidades de persecución dentro del país. Algunos nos encontramos exiliados, otros confinados entre nuestras respectivas casas y trabajos, otros amenazados, otros escoltados y aún más amenazados, con nuestras familias convertidas en objeto militar, otros judicialmente perseguidos. O todas las anteriores, como es mi caso particular.

Quisiera agradecer también la generosa presentación que ha precedido a mi ponencia, en la que se me ha calificado como periodista investigadora experta en derechos humanos y conflicto armado. Bien se me hubiera podido presentar como uno de los bandidos de la recua de la que habló hace dos semanas en México el señor presidente -y me refiero así, parafraseando en el mejor sentido a Miguel ángel Asturias, por que a mí Colombia, como a Asturias su Guatemala, me duele como si se me hubiera podrido la sangre, me duele en la raíz del pelo, en las uñas. A mí Colombia me duele como si me hubieran robado a un hijo-.

El señor presidente de los colombianos dijo que quienes hablan en contra de su embajador en Ciudad de México y ex fiscal general de la nación, señor Luis Camilo Osorio, no son más que una recua de bandidos que busca desprestigiar a su gobierno siguiendo las órdenes de alias Raúl Reyes, el segundo comandante de las FARC asesinado durante la invasión militar colombiana a territorio ecuatoriano en marzo del presente año.

Antes de que se me acuse, yo debería declararme culpable del delito de investigar y “hablar mal” del ex fiscal Osorio, pues yo soy la autora de la investigación “Fiscalía General de la Nación: Una esperanza convertida en amenaza”, publicada por el Colectivo de Abogados en el año 2005, y en la cual se denuncia con pruebas contundentes la infiltración del paramilitarismo en el que por excelencia es el órgano judicial investigador en Colombia, así como el desmembramiento de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía y el cierre irregular de diversos procesos penales que hoy, por fuerza de los acontecimientos y no por la voluntad política ni por un transparente accionar judicial, han sido reabiertos como lo es el caso del general Rito Alejo del Río, entre muchos otros.

Hasta el día de hoy, esa publicación sólo ha recibido una solicitud de rectificación por parte de una fiscal de Medellín, cuyo nombre apareció entre los mencionados por el investigador Richard Riaño, más conocido como el hacker de la Fiscalía, quien en el marco de una indagación ordenada al interior de la propia institución, encontró que 54 funcionarios de esa entidad en todo el país sostenían conversaciones telefónicas con jefes de grupos paramilitares desde sus viviendas. Por supuesto dicha rectificación nunca prosperó, ya que la información se basaba en un informe que no era de mi autoría y cuyos créditos respectivos así lo dejaban en claro en la publicación.

Pero quienes me presentaron hoy, también podrían haber dicho de mí que soy una “escritora y defensora del terrorismo”, porque soy autora del capítulo sobre libertad de expresión en uno de los informes del Embrujo Autoritario, el correspondiente al año 2004. El señor presidente se refirió así a quienes realizaron un balance de su primer año de gobierno desde esta ya reconocida publicación crítica, que tiene el respaldo de varios centenares de organizaciones sociales y de derechos humanos colombianas.

O, mejor, hubieran podido calificarme como una “fachada de periodista”, que fue el término que el ex subdirector del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), policía secreta de Colombia, señor Emiro Rojas Granados, usó al presentar en mi contra una demanda por injuria y calumnia en un proceso que el próximo 24 de noviembre cumplirá cuatro años.

Y es que esas son las fechas que recordamos los periodistas en Colombia, pues también recuerdo que una semana antes, el 17 de noviembre de 2004, recibí la llamada amenazante que me obligó a un segundo exilio -ya llevo tres en un período de siete años, mientras el señor Rojas, con una orden de investigación de primera y segunda instancia por su participación en un montaje que llevó a la impunidad el caso del homicidio de Jaime Garzón, sigue fungiendo como director de la Escuela de Detectives del DAS, llamada Alquimindia-. En esa llamada, me decían que se ensañarían con mi hija, que la quemarían viva, la violarían y me dejarían sus pedazos esparcidos por mi apartamento.

Pongo estas “anécdotas” de presente para ejemplificar algunas de las muchas formas de ataque que deben padecer los periodistas colombianos, y más allá de nosotros, los ciudadanos y ciudadanas que desde otros contextos se han dado a la tarea de expresar una posición minoritaria (según las encuestas) que no se ve reflejada en los medios masivos de comunicación o, mejor, miedos masivos de comunicación que hoy cautivan al 90 por ciento de la audiencia en el país.

Hablar aquí sobre libertad de prensa debe trascender, desde mi punto de vista, la mera pregunta de si ésta existe o no en Colombia. En primer lugar, porque intentar responder a ella nos llevaría a pontificar con uno de dos monosílabos (sí o no), a ubicarnos al lado de unos u otros, esto es, de uribistas o antiuribistas, a profundizar la polarización que muchos de nuestros colegas han ayudado a crear durante los últimos seis años en el país.

No obstante lo anterior, antes de que se me acuse, permítanme también declararme culpable de pertenecer a la categoría de los llamados antiuribistas, a ese diez por ciento de colombianos que no está ni estará nunca de acuerdo con el rumbo que ha tomado el país, con la política de recompensas a cambio de cadáveres, ora de comandantes guerrilleros mutilados y asesinados por sus compañeros como trofeos de guerra; ora de jóvenes pobres de los barrios de Soacha o Ciudad Bolívar, reclutados para la puesta en práctica de un tenebroso tráfico de muertos que durante años aumentó las cifras de los triunfos contra la subversión. Este caso, como muchos otros en Colombia, ha sido denominado con la categoría errónea de falsos positivos, cuando en realidad se trata de ejecuciones extrajudiciales sistemáticas, que configuran crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra.

Y en esto hay que ser claros: la salida de 27 oficiales y suboficiales de las fuerzas armadas no puede evadir las responsabilidades de la cadena de mando por estos crímenes. Y digo esto del lenguaje porque los periodistas debemos tener mucho cuidado, pues la palabra tiene una fuerza creadora, crea verdades desde contextos falsos, y en Colombia nos hemos acostumbrado a no nombrar las cosas por su nombre. Tenemos una ley que se llama de “justicia y paz”, entonces uno pensaría que se trata de una ley que promueve justicia y genera paz, cuando en realidad es una ley de impunidad, que ha roto el ordenamiento jurídico, que recibe testimonios sin verificación ni posibilidad de contra preguntas, que promueve la rebaja de penas para delitos atroces y para el crimen organizado, aunque se diga lo contrario. Y decimos falsos positivos en lugar de crímenes de guerra, cuando en esa categoría podrían entrar mil otras cosas. Por ejemplo, falsos positivos podrían ser las miles y miles de detenciones arbitrarias basadas en montajes judiciales que han sido denunciadas durante este gobierno, aunque falsos positivos también podrían ser las desmovilizaciones de falsos paramilitares, de quienes se sabe fueron reclutados poco antes de su “desmovilización”, o de aquellos que a pesar de haberse “desmovilizado” nunca dejaron de delinquir.

Me declaro culpable de investigar, de escribir y de oponerme, no porque en alguna ocasión me haya reunido con algún miembro de las FARC o haya recibido órdenes o instrucciones de grupo armado alguno, ni porque pertenezca a alguna oscura “recua de bandidos”, sino porque el análisis desde los derechos humanos y las libertades fundamentales sólo nos deja a los demócratas la salida de oponernos a un régimen que en nombre de la democracia y la seguridad ha promovido la estigmatización, el señalamiento, la persecución, de miles de ciudadanos y ciudadanas, entre quienes hay que contar, además de varios de los presentes en este encuentro, a cientos de profesores y estudiantes, sindicalistas, defensores de derechos humanos, líderes comunitarios, de las negritudes, gobernadores indígenas, entre muchos otros.

Pero me niego a responder con monosílabos, porque la libertad de prensa en Colombia, como muchas otras categorías de libertades y derechos fundamentales, es una utopía desde el nacimiento de la República, desde la creación del Estado -aunque aún cabe la pregunta, desde la definición clásica según la cual un Estado es aquel territorio donde existe el monopolio en el uso de la fuerza, de si Colombia es o no un Estado-.

Y por supuesto la libertad de prensa ha sido también una utopía desde el mismo momento en que nació el periodismo en el país, y Antonio Nariño debe revolcarse en su tumba de tanto en tanto al comprobar que el Palacio que hoy lleva su nombre es ocupado por quienes desde las más altas esferas promueven complots contra la Corte Suprema de Justicia, contra políticos de la oposición, contra periodistas críticos del régimen, y se ordenan grabaciones ilegales para espiar a centenares de personas, al tiempo que se les abren las puertas subrepticiamente a paramilitares, a criminales y a denunciantes cuyos rostros y nombres son ocultados, a pesar de que hace ya más de una década fue eliminada la justicia de pruebas y testigos sin rostro en el país.

Así que antes de tratar de contestar al planteamiento que convoca a los miembros de este panel, quisiera preguntar en voz alta por qué será que Colombia es una realidad tan diferente para quienes leen el diario El Tiempo y la Revista Cambio y para quienes se informan a través del periódico Desde Abajo, o desde la red alternativa de Indymedia o desde el recién creado periódico del Polo Democrático Alternativo.

Por qué será que cuando vemos Caracol o RCN nos da la impresión de que el país tiene problemas pero al tiempo un gran líder que los soluciona, y que existe un complot de proporciones desmesuradas en su contra, detrás del cual están las FARC y otros criminales de poca monta; pero cuando leemos a Daniel Coronell, a Ramiro Bejarano, a Alfredo Molano o a María Jimena Duzán, o cuando vemos a Hollman en Contravía, a William en Telesur, a Daniel y a Nacho Gómez en Noticias Uno, pareciera que el complot es para una minoría que se esfuerza por leer al país desde una opción distinta a la que nos impone un clan mafioso que se tomó el poder en el año 2002, después de haber influido durante décadas en las elecciones presidenciales.

Habrá quienes dirán que precisamente esa diferencia informativa es la que demuestra la existencia de una relativa libertad de prensa en el país, o como la llamaría en alguna oportunidad el propio presidente de la República, una libertad hasta para calumniar. Y ello podría ser cierto de no ser por el ambiente de restricción, autocensura, silenciamiento y ataques directos que amenaza y oportunamente calla a las voces críticas. Sin duda, el país que nos presentan los grandes miedos de comunicación en Colombia dista mucho de aquel en el cual miles de personas, entre ellos varias decenas de periodistas, se despiertan cada día.

Para dar un ejemplo de lo anterior, quisiera traer a esta mesa el caso de un colega nuestro, Horacio Sanjuan, del municipio de Ocaña en el departamento de Norte de Santander. Conocí a Horacio un día cualquiera en Bogotá, en momentos en que él pedía dinero en los buses para poder asistir a una reunión con Reporteros sin Fronteras en la sede de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP). ¿Su pecado? En febrero del año 2007, la revista Semana publicó un artículo sobre el grupo paramilitar de las águilas Negras, insinuando que Norte de Santander era el epicentro de su accionar. Horacio, quien para entonces alquilaba un espacio en una emisora local y tenía un noticiero, se atrevió a decir: “si Norte de Santander es el nido de las águilas Negras, Ocaña es el nido de ese nido en el departamento”. Esa tarde, mientras deambulaba por el mercado central del pueblo, un desconocido le entregó un sobre de manila que contenía una amenaza y un sufragio. Al día siguiente, fue golpeado por desconocidos que le dieron dos días para abandonar la región. A los tres días, su familia fue sacada de la casa donde vivían, mientras su vivienda era destrozada a martillazos y disparos de metralla por paramilitares. Horacio y su familia huyeron a las montañas y se escondieron allí durante una semana. Finalmente decidieron desplazarse a Bogotá, donde lo conocí.

Hoy, Ocaña es una región muy famosa en Colombia, ya que allí fue denunciado el primer episodio de ejecuciones extrajudiciales en el marco del tráfico de muertos al que me referí anteriormente, caso que recientemente le costó el puesto al comandante del Ejército, general Mario Montoya. Pero sólo el puesto, porque ningún proceso penal ni disciplinario ha sido abierto en su contra, pese a denuncias anteriores que lo vinculan con la masacre de San José de Apartadó y con la entrega de armas y dádivas a jefes paramilitares de Antioquia, la misma región en la que el hoy presidente fue gobernador a finales de los años 90.

El caso de Horacio Sanjuan se suma al de cientos de colegas amenazados y silenciados en medio de un régimen de amedrentamiento que se ha impuesto en todo el país. Podría mencionar, además, el caso de Julián Ochoa, del municipio de Los Andes (también en Antioquia), a quien le pegaron cuatro tiros porque a las afueras del pueblo fue visto conversando con varios periodistas de la revista Semana, quienes le habían preguntado por la finca del entonces senador Mario Uribe, primo del señor presidente, hoy objeto de una sospechosamente lenta investigación en la Fiscalía General de la Nación por sus nexos con grupos paramilitares.

Pero no sería justo que los periodistas nos pusiéramos aquí como las únicas víctimas de este modelo de control social y político basado en la violencia que se ha tomado el país. Y quiero decirlo claramente, porque si algo ha cambiado desde el año 2002 es lo que yo he llamado la toma paramilitar del Estado colombiano: si en las décadas de los ochenta y noventa denunciábamos la existencia de un para-Estado en Colombia, hoy no hay duda de la existencia de un Estado paramilitar, es decir, de la toma por parte de los paramilitares de una gran porción de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial en las esferas nacionales, regionales y locales.

Esos paramilitares que antes cuidaban las fincas, fábricas y parcelas de los grandes terratenientes e industriales del país, cuya existencia era cohonestada y financiada por las fuerzas armadas y las altas clases sociales, ya no están hoy en los campos ejerciendo el control social y militar: están en los diferentes poderes, poniendo en marcha desde los más altos niveles del Estado un modelo de control político y económico que en países como Argentina, Guatemala y Chile necesitó de la instauración de dictaduras, y que en Colombia llegó a las máximas instancias del Estado mediante un voto popular coaccionado, corrompido y cooptado.

Los periodistas y la libertad de prensa no somos las únicas víctimas de este régimen. Más allá del periodismo, las libertades de pensamiento y expresión han sido coartadas a niveles inimaginables, tanto, que hoy hemos tenido que venir a Barcelona para hablar abierta y libremente de lo que pasa en el país.

Y eso que durante muchos años esta misma ciudad, Barcelona, se convirtió en una especie de “circuito envenenado”, en el que personas como Rocío Arias, hoy detenida y condenada por parapolítica, es decir, una mujer que como miembro del ala política del paramilitarismo llegó a ser congresista, conseguía becas para falsos desmovilizados de esos grupos, quienes venían a estudiar a la Universidad Autónoma de esta ciudad.

Tanto, que hasta hace pocos años la Agencia Catalana de Cooperación enviaba misiones de más de 30 personas para reunirse secretamente con paramilitares en Colombia y acordar con ellos la entrega de donaciones por más de 9 millones de euros en proyectos de cooperación.

Algo ha cambiado en estos años, o al menos esa es mi esperanza, pues hoy hemos sido convocados para hablar de temas que hasta hace muy poco también eran vedados en este país, que sigue siendo la punta de lanza del uribismo en Europa, y que sigue apoyando la mal llamada ley de justicia y paz, en cuya redacción fue asesor principal el juez Baltasar Garzón, el mismo que ayer comprobó que Francisco Franco murió hace 40 años y cerró la puerta para investigar a las víctimas del franquismo; el mismo que hoy tiene procesada bajo pruebas dudosas a una defensora de derechos humanos española.

Estamos aquí para contarles a ustedes que ejercer el periodismo en Colombia no es un riesgo sólo por la existencia de la guerrilla y el crimen organizado.

Estamos aquí para decirles que el riesgo también corre, y en gran medida, por cuenta de un gobierno que descalifica con superlativos a todos quienes se le oponen, que se ha rodeado por personas de sospechosa reputación, varias de las cuales han salido incólumes a investigaciones penales, no porque la justicia opere sino por todo lo contrario.

Pero más allá de lo legal, son claras las responsabilidades políticas de un régimen que ha visto caer en desgracia a dos de jefes de la policía secreta por paramilitarismo y espionaje, así como a varios de sus ministros y embajadores; que ha protegido a decenas de congresistas; que ha negociado la impunidad de los crímenes de la violencia del Estado y se ha negado a reconocer a las víctimas como lo que son: víctimas de un Estado que durante décadas y décadas ha violado sistemáticamente los derechos humanos.

Dentro de esas responsabilidades también le caben al gobierno colombiano el ambiente restrictivo y atemorizante en el marco del cual se ejercen las libertades fundamentales en el país, y dentro de ellas, las libertades de expresión y pensamiento. Estamos aquí, en suma, a diez mil kilómetros de distancia, porque Colombia se ha convertido en un país silenciado, atemorizado y manipulado. En un país amordazado.

Muchas gracias,

Claudia Julieta Duque
Periodista

Barcelona, 20 de noviembre de 2008


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