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Mayo 2005
El genocidio contra la Unión Patriótica.
La historia de los crímenes contra la humanidad tiene aún episodios y acontecimientos cruciales por esclarecer. Los crímenes masivos cometidos por razones políticas no encuentran todavía una tipificación aceptada universalmente en el derecho internacional. Para algunos la acción o el intento de poner fin a la existencia de toda una formación política hacen parte de la definición internacional del crimen de genocidio. Para otros, esta variante de la criminalidad en masa merece una definición especial dentro de la caracterización de los crímenes contra la humanidad: la denominación de “politicidio”.
Además, al tratarse de acciones violentas en cuya base se hallan móviles ideológicos es comprensible que su tratamiento historiográfico sea oscurecido por las censuras o deformaciones ideológicas. Ciertamente, en las últimas décadas se ha avanzado en el reconocimiento público de las atrocidades cometidas bajo regímenes totalitarios que se han proclamado seguidores de alguna variante ideológica de izquierda. Los acontecimientos que acompañaron el colapso de los sistemas del “socialismo real” han posibilitado el acceso a documentos y testimonios que han ayudado a estudiar mejor los crímenes masivos del estalinismo. También se han documentado mejor las purgas de la “Revolución cultural” china o el genocidio en Camboya durante la época de los Khemers Rojos. Esos períodos de violencia ocupan, sin duda, un lugar sobresaliente en la galería de los grandes horrores del siglo XX.
Por el contrario, la persecución perpetrada contra partidos o movimientos políticos de izquierda ha sido más difícilmente reconocida y esclarecida. Ante esta clase de masacres globales la actitud más frecuente ha sido la de guardar silencio, la de minimizar las dimensiones de lo ocurrido o la de justificarlo con pretextos ideológicos. Como si el derrumbamiento del “Muro de Berlín” hubiera significado la anulación o la justificación automática de las aberraciones que, en diversos contextos geopolíticos, se cometieron, y se siguen cometiendo, contra sectores políticos de izquierda.
Bajo el estigma de ser embajadores de la amenaza soviética, de promover la guerra civil o de tener “brazos armados”, durante el siglo XX fueron ilegalizados y prácticamente suprimidos numerosos partidos políticos bajo regímenes dictatoriales. En los albores del régimen nazi, se emprendió la aniquilación del Partido Socialdemócrata alemán, pues como parte de las condiciones necesarias para la destrucción de sectores enteros de la población se hacía imprescindible “simplificar” el sistema de partidos quitando de en medio toda formación política diferente al Partido Nazi. Se impidió de esta manera a los comunistas participar en las sesiones del parlamento, y luego se les acusó de incendiar el Reichstag. Se colocó a muchos de ellos “bajo custodia protectora” en 21 campos de concentración, y se ordenó la confiscación de sus propiedades. Finalmente, en junio de 1933, mediante un decreto del Reich se ilegalizó el Partido Socialdemócrata y se eliminó su representación en el parlamento y en los órganos de gobierno local. A los opositores políticos se les reservó un tratamiento especialmente cruel en los campos nazis.
En los inicios de la “Guerra Fría”, durante la década de 1950, miembros y simpatizantes del Partido Comunista de Estados Unidos fueron encarcelados o segregados socialmente por sus opiniones políticas. Durante el “período del macartismo” se persiguió así mismo a figuras intelectuales destacadas bajo la acusación de ser amigos de o haber tenido encuentros con comunistas.
En octubre de 1965, en una sola noche en Yakarta entre 300.000 y un millón de miembros y simpatizantes del Partido Comunista de Indonesia (PKI) fueron masacrados para limpiar el camino hacia el poder del general Suharto. En los meses siguientes, los cuerpos de seguridad arrestaron y torturaron a cientos de miles más.
En Sudáfrica los miembros del “Congreso Nacional Africano” fueron sometidos por décadas a políticas de persecución feroz. Durante las décadas de 1970 y 1980, en varios países del cono sur latinoamericano, comunistas y socialistas fueron víctimas de masacres en masa que condujeron a la cladestinización de la oposición política. En Chile y Argentina, bajo el pretexto de “evitar una guerra civil”, las campañas de “depuración” se realizaron a través de la utilización de técnicas sistemáticas de “desaparición” forzada (cerca de 30.000 opositores desaparecidos en Argentina) y tortura (35.000 activistas políticos torturados en Chile).
Si bien en algunos de estos casos las comisiones de esclarecimiento y unos cuantos procesos judiciales han investigado las dimensiones reales de estos acontecimientos, persisten aún las sombras sobre aspectos esenciales de su verdad histórica y su responsabilidad jurídica.
La guerra sucia contra los opositores en Colombia
De manera general, los crímenes en masa que persiguen poner fin a la existencia de sectores políticos de oposición han ocurrido como parte del ascenso y consolidación de un régimen de carácter totalitario y bajo dictaduras militares. El caso de lo ocurrido en Colombia con el movimiento de oposición Unión Patriótica (UP) se sale de este esquema, pues se trata del intento de acabar a toda una colectividad política en condiciones de un modelo de democracia representativa.
En el plano internacional se conoce poco acerca de la criminalidad sistemática que se ha practicado, y se practica, en Colombia contra los movimientos de oposición política. Dicha persecución sistemática se ejerce, abierta o soterradamente, por parte de sectores del poder estatal a través de las Fuerzas Militares, los cuerpos de seguridad o en complicidad con grupos paramilitares. La invisibilidad de la autoría estatal en estos hechos de violencia se ha logrado gracias a eficaces estrategias de impunidad y a la imagen confusa que se presenta del conflicto colombiano en los medios de información. En estas condiciones, los ataques contra vastos sectores de la sociedad colombiana quedan mimetizados en una nebulosa en la que es difícil distinguir si son los grupos ilegales o el narcotráfico los autores de los actos de violencia. Esta situación paradójica –la de un sistema democrático en el que se ejercen sofisticadas técnicas de represión de los opositores- llama la atención sobre la capacidad que tiene el poder para disimular sus arbitrariedades en contextos en los que se ejerce formalmente la democracia.
En Colombia se ha gestado a lo largo del último medio siglo una estructura dual en el uso de la función coercitiva del Estado. Esta estructura combina mecanismos legales con dispositivos ilegales para habilitar un empleo arbitrario y excesivo de la fuerza. Así, dentro del ámbito legal, se adoptan legislaciones (bajo la forma de estados de excepción o de estatutos de seguridad) que habilitan la delegación de funciones de policía judicial en las Fuerzas Militares. La cara oculta de esta estructura la constituyen los dispositivos de guerra sucia: la conformación de grupos paramilitares, la actuación ilegal de miembros del Ejército Nacional mediante operaciones encubiertas de “brigadas de inteligencia”, las acciones de “guerra psicológica”, etc.
Bajo el gobierno del presidente Belisario Betancur-Cuartas, el 28 de marzo de 1984, fueron firmados los Acuerdos de la Uribe entre los representantes del Estado y la dirección de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En este pacto se explicitó el compromiso del Gobierno para promover reformas políticas, sociales y económicas, así como la condena del grupo guerrillero al secuestro y al terrorismo, y su voluntad para contribuir a poner fin a esta clase de prácticas. Los Acuerdos de la Uribe consagraron, adicionalmente, que pasado un año del comienzo de la negociación de paz, se deberían generar condiciones propicias para que el grupo guerrillero pudiera “organizarse política, económica y socialmente”. Este punto particular de los acuerdos dio lugar al surgimiento del movimiento político Unión Patriótica, en mayo de 1985, un año después del comienzo de la negociación.
En la nueva colectividad política decidieron participar sectores que compartían como objetivo común la búsqueda de la reconciliación nacional por medio de transformaciones estructurales de la sociedad. En calidad de formación pluralista de oposición, la UP planteó propuestas innovadoras luego de décadas de hegemonía liberal y conservadora en el país. Su programa proponía una apertura hacia formas de democracia más reales y profundas, que incluyera cambios sociales tendientes a superar la inequidad característica de la sociedad colombiana. Igualmente, proponía la elaboración de una nueva carta constitucional; propuesta que se hizo realidad en 1991 a través de la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente que redactó la nueva constitución.
La originalidad del proyecto de la UP consistía en que ensayaba el camino de la reconciliación en un proceso de paz que apenas comenzaba a gestarse. Sin embargo, meses después de la presentación pública del nuevo movimiento, diversos actos de violación de los acuerdos condujeron al fracaso de la negociación. La guerrilla se replegó a sus zonas de influencia y en el espacio público quedó la Unión Patriótica. Pese al compromiso estatal de garantizar su acción política, desde mediados de 1985 comenzaron a presentarse los primeros homicidios en su contra.
Desde ese entonces, se manifestó una intención criminal que ha buscado aniquilar la UP por medio de una acción claramente articulada y sostenida en el tiempo. Esta acción sistemática ha consistido en la combinación de actos de criminalidad, represión y hostigamiento tendientes a provocar la eliminación total o parcial del grupo opositor. Miles de sus miembros y simpatizantes han sido asesinados en masacres. El 11 de noviembre de 1988, por ejemplo, cuarenta militantes de la UP fueron asesinados públicamente en la plaza central del municipio de Segovia, Antioquia. Tales homicidios colectivos han ocurrido de manera simultánea, o se han prolongado en el tiempo a través de crímenes individuales dirigidos a destruir núcleos determinados. Así ha sucedido con la persecución de familias enteras, como en el caso de los Cañón-Trujillo, quienes a causa de su militancia política han sufrido, desde 1986, el asesinato de cuatro de sus parientes. También se ha recurrido al método de la “desaparición” forzada para eliminar sin dejar rastro a cientos de integrantes del movimiento.
Contra los representantes a las corporaciones públicas y los líderes del grupo se ha empleado el método del asesinato selectivo. De esta forma, dos candidatos presidenciales, Jaime Pardo-Leal y Bernardo Jaramillo-Ossa, fueron asesinados en 1987 y 1990 respectivamente. En 1994, la UP perdió al último de los miembros de su bancada parlamentaria, al ser asesinado el senador Manuel Cepeda-Vargas. Con anterioridad ocho congresistas habían sido víctimas de mortales atentados ocurridos, mayoritariamente, en sus sitios de vivienda. Cientos de alcaldes y representantes a los poderes locales han sido eliminados. En ocasiones se ha presentado el asesinato sucesivo de hasta cuatro alcaldes del movimiento en una misma localidad. Las sedes de la UP han sufrido los estragos devastadores de más de 30 atentados dinamiteros, y también se ha recurrido al silenciamiento de los testigos, sobrevivientes o de los familiares de las víctimas que han exigido justicia.
El resultado de esta multiforme estrategia de persecución ha sido la muerte violenta de más de 5.000 personas y el desplazamiento o exilio forzados de una cifra indeterminada de la base social de la colectividad política. Dichas cifras tienen carácter provisional, pues hasta hoy se llevan a cabo actos de ejecución, persecución y amenaza. La gran mayoría de los casos se encuentran en la impunidad total. En un informe especial sobre esta situación, la Oficina del Ombudsman señaló que de los numerosos actos de violencia cometidos contra la UP entre 1985 y 1992, tan sólo en cuatro casos la justicia colombiana había producido sentencias condenatorias.
Por su parte el Estado colombiano se ha rehusado a reconocer su responsabilidad en esta eliminación sistemática. Ha eludido cualquier medida tendiente a asumir que los autores de dichos actos son miembros de la Fuerza Pública, quienes frecuentemente actúan en compañía de paramilitares. Más bien, ha recurrido a múltiples formas de legitimación de la impunidad, alegando que lo acontecido con la UP sería el resultado de “hechos individuales e inconexos” ejecutados por narcotraficantes en vendettas locales o por delincuentes comunes. El esfuerzo oficial de legitimación de la intencionalidad criminal contra el grupo político ha dado lugar a actos de incitación y justificación pública de la violencia ejercida en su contra. Algunos funcionarios estatales han sostenido que, en última instancia, lo ocurrido sería la “suerte previsible” para un movimiento político fruto de acuerdos con la guerrilla. De igual forma, han buscado minimizar las proporciones de las masacres cometidas diciendo que se trata de uno de tantos hechos ocurridos en el contexto de la violencia generalizada en Colombia, cuya explicación sería la natural reacción a las atrocidades que comete la guerrilla. El actual presidente de la República, álvaro Uribe-Vélez, afirmó, durante la campaña electoral para su elección, que el “error” cometido con la UP es comprensible, pues no es posible querer “combinar la política con los fusiles”. El silencio ante la legitimación pública de esta ola de criminalidad por parte de influyentes sectores de la sociedad colombiana –como la alta jerarquía de la Iglesia Católica- ha contribuido a que se afiance un ambiente de permisividad generalizada ante la cadena ininterrumpida de actos de violencia.
La campaña de exterminio se ha querido sellar con una medida administrativa en la que se retiró el estatuto legal para el funcionamiento del grupo de oposición. La instancia encargada en Colombia de tales decisiones, el Consejo Nacional Electoral, justificó la medida afirmando que la UP “no reunía el número de sufragios electorales necesarios” para la renovación de su personería jurídica. Esta medida, además de constituir un impedimento legal para la acción pública de los sobrevivientes del movimiento, tiene un alto significado simbólico: después de la destrucción física del grupo político por parte del poder estatal se legaliza su “defunción” con una decisión oficial.
Los móviles reales de la aniquilación de la oposición política en Colombia provienen de una larga tradición de exclusión del espacio público, y de una arraigada ideología de sectarismo político que se ha practicado históricamente. En el transcurso del último medio siglo, la violencia política ha costado la vida a opositores de diversas vertientes y orígenes. Ya en las décadas de 1940 y 1950, miles de partidarios y simpatizantes del movimiento de Jorge Eliécer Gaitán –líder del liberalismo popular- cayeron víctimas de atentados o masacres ejecutadas por bandas paramilitares promovidas por los gobiernos conservadores. Los opositores a la hegemonía de los partidos liberal y conservador, o quienes han sido disidentes en sus filas, han enfrentado tradicionalmente persecuciones sistemáticas. Estos crímenes se han presentado no solo en el contexto del conflicto armado, sino en el marco de procesos de negociación o de aplicación de acuerdos de paz. A lo largo de este tipo de procesos en Colombia ha sido una constante que los voceros de los grupos armados opositores hayan sido asesinados, bien sea durante los períodos de negociación o en el momento de su reintegro a la vida legal.
La búsqueda de la justicia en el caso de la UP
En vista de la ausencia de garantías para obtener justicia, las víctimas y los sobrevivientes de la UP han recurrido a instancias internacionales y, en particular, a los mecanismos que para estos efectos brinda la Organización de Estados Americanos (OEA). En este marco, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha admitido el caso 11.227 en el que examina este proceso de exterminio a solicitud de la Corporación “Reiniciar” y la Comisión Colombiana de Juristas.
Las víctimas y sobrevivientes de la UP han reclamado que se reconozca que lo acontecido tiene el carácter de un genocidio con móviles políticos. Como se sabe, la Convención para la prevención y la represión del crimen de genocidio (1948) estipula que solamente se podrá hablar de esta clase de crímenes cuando la acción de destrucción esté dirigida contra grupos de carácter nacional, étnico, racial o religioso. Sin embargo, el debate contemporáneo en el terreno de la doctrina del derecho internacional, y de las ciencias sociales encargadas del estudio de esta forma de violencia extrema, tiende a fortalecer la convicción de que es necesario ampliar el campo de aplicación del concepto de genocidio. Las masacres globales cometidas contra colectividades que se identifican por sus ideas políticas deberían ser entonces incluidas en esta definición.
En 1985, el informe del relator especial para la cuestión del genocidio, B. Whitaker, reconoció la necesidad de que otros grupos (sociales, sexuales, políticos) sean incluidos a través de la ampliación de la definición que otorga la Convención contra el genocidio. En noviembre de 1998, la Audiencia Nacional española al revisar su competencia para juzgar a miembros de la Junta Militar argentina, en una decisión unánime, se declaró habilitada para procesar a los militares por el delito de genocidio al intentar eliminar a un grupo en razón de sus convicciones políticas. En dicha sentencia, la Audiencia Nacional acepta que junto a prácticas criminales masivas y sistemáticas, la estrategia de la dictadura militar argentina, entre los años 1976 y 1983, incluyó la eliminación de una o varias colectividades políticas de oposición. La sentencia señala que “lo que caracteriza el genocidio es el exterminio de un grupo por razones raciales, religiosas, políticas u otras”. Y añade que en el presente caso se hizo un intento de “depuración ideológica” de quienes “no cabían en el proyecto de reorganización nacional”.
En el marco del sistema regional de protección de derechos humanos, la argumentación que en un primer momento hicieron los asesores jurídicos del Estado colombiano fue que el caso de la UP no podía ser recibido por la Comisión Interamericana, pues se trataba de hechos inconexos de violencia. Por su parte, la CIDH señaló en el informe 5/97 sobre la admisibilidad de este caso que “los peticionarios han presentado argumentos que procuran establecer una práctica de asesinatos políticos en masa y la persecución extrema de los miembros de la Unión Patriótica con la intención de eliminar físicamente al partido y de diluir su fuerza política”. En ese mismo informe, la instancia internacional se pronunció a favor de analizar este caso sobre la base de la existencia de suficientes elementos para determinar una pauta de persecución. Esta línea de acción sistemática haría posible demostrar que los casos de la UP, aparentemente aislados, corresponden bien a una práctica dirigida de manera concertada. Los sobrevivientes del grupo político han aportado en el caso evidencias sobre la existencia de al menos cinco planes de exterminio diseñados desde altas esferas estatales. Los planes de exterminio regional “Esmeralda” (1988) y “Retorno” (1993) habrían tenido como objetivo desaparecer varias secciones regionales de la UP. La “Operación Cóndor” (1985) y los planes “Baile Rojo” (1986) y “Golpe de Gracia” (1992) habrían tenido cobertura nacional y habrían estado dirigidos a socavar las estructuras de dirección del movimiento y a asesinar o secuestrar a sus dirigentes elegidos a las corporaciones públicas.
Como resultado de la presión de las víctimas y sobrevivientes, el Código Penal colombiano hoy vigente, ha reconocido la figura de genocidio por móviles políticos; crimen atroz que este compendio normativo define como “destruir total o parcialmente un grupo por razones políticas” y ocasionar la muerte a sus miembros por “razón de su pertenencia al mismo”.
¿Solución amistosa con el gobierno Uribe?
Actualmente, en desarrollo del proceso ante la CIDH, y al conmemorarse veinte años del surgimiento de la UP y dos décadas de ataques incesantes en su contra, se discuten los términos de una solución amistosa entre el Gobierno colombiano y las víctimas. Este proceso debe conducir a un eventual acuerdo que honre los derechos a la verdad y la justicia, o por el contrario, a la continuación del litigio en la instancia internacional, que concluiría muy probablemente con una condena del Estado colombiano.
El 9 de febrero de 2004, el Gobierno Nacional anunció, a través de una declaración del vicepresidente de la República, Francisco Santos, su disposición para avanzar en la búsqueda de una solución amistosa en el caso 11.227 que se adelanta ante la CIDH. En dicha declaración pública, el Gobierno aseveró que los crímenes masivos cometidos contra la UP constituyen una “página vergonzosa en la historia de nuestro país”. No obstante, luego de este reconocimiento público el Gobierno sigue justificando lo acontecido. Horas después del anuncio oficial de comienzo de búsqueda de solución amistosa, el propio Vicepresidente volvía a eludir la responsabilidad estatal en este caso. Ante los medios de comunicación, el funcionario afirmó que los crímenes contra esta formación política de oposición serían obra del narcotráfico que, en un contexto de polarización, habría hecho un “cobro de cuentas” a las guerrillas utilizando a los activistas del movimiento como chivos expiatorios.
Los motivos de desconfianza sobre la sinceridad de los propósitos gubernamentales provienen del hecho de que las atrocidades contra la UP se siguen adelantando sin obstáculos. En la política de “Seguridad Democrática” del actual Gobierno existen elementos que siguen incentivando el exterminio y la persecución judicial de los sobrevivientes del movimiento. Bajo el argumento de la acción antiterrorista, muchos de sus activistas han sido arrestados en redadas masivas y mostrados ante las cámaras de televisión como miembros de las organizaciones armadas subversivas. Adicionalmente, durante el presente gobierno ya van más de 150 casos de activistas de la UP víctimas de homicidios o desapariciones en diversas regiones del país. También se han constatado desplazamientos masivos en zonas donde ejerce aún su influencia la oposición política.
Frente a estas nuevas denuncias no se advierte ninguna acción sustancial del Estado por detener y enjuiciar a quienes organizan las acciones criminales. Por el contrario, se asiste a nuevas formas de vejación contra las víctimas, como ocurrió con Alirio Silva –líder regional de la UP asesinado el 1 de marzo de 2004 en la región de Putumayo- cuyo cuerpo sin vida fue sometido a una cadena de “procedimientos administrativos” que incluyeron el impedimento de su traslado a Bogotá hasta que no se le practicara una autopsia con el fin de verificar si no se trataba de un “cadáver bomba” preparado por la guerrilla para un atentado. Luego de desarticular las estructuras organizativas fundamentales del movimiento, se entra ahora en la fase de acabar con los sobrevivientes.
De otra parte, el gobierno del presidente Uribe ha emprendido un proceso con los grupos paramilitares con el que busca “reintegrarlos a la sociedad”. No obstante, lo que se ha puesto en evidencia es que más que una desmovilización, este proceso ha permitido la infiltración paramilitar en el Estado y la sociedad. Parte de la política de reinserción es la aprobación de medidas legislativas que garantizan la impunidad y el perdón incondicional de los paramilitares. La adopción de tales beneficios jurídicos implica que varios de los principales autores del genocidio contra la UP queden automáticamente exonerados de toda responsabilidad, y que el proceso de esclarecimiento y reparación de las víctimas se vea seriamente afectado.
El conjunto de actos de terror y violencia perpetrados contra la UP ha constituido un rudo golpe para la perspectiva de democratizar la sociedad colombiana. Así mismo, esta persecución sistemática ha fortalecido el miedo a ejercer libremente la oposición, ha sembrado un ambiente de escepticismo sobre la viabilidad de practicar la acción política de manera civilista, y con ello ha revitalizado permanentemente la convicción de quienes solo creen en una salida violenta para los problemas del país.
La solución negociada del conflicto armado que padece Colombia desde hace medio siglo pasa, en consecuencia, por un proceso de verdad, justicia y reparación de lo acontecido con un movimiento político que exploró el camino de la reconciliación. Para ello se requerirá que cesen las violaciones sistemáticas contra quienes han sobrevivido a este genocidio. Pero además se hará necesario que el Estado colombiano renuncie a la estrategia de presentar medidas minimalistas como auténticos procesos de resarcimiento de las víctimas. Pues solo con un proceso genuino de reparación que restablezca el proyecto político que fue violentamente coartado podrá lograrse la confianza necesaria para transitar por el camino de la paz en Colombia.
[Fuente: Por Iván Cepeda Castro y Claudia Girón Ortiz, Le Monde diplomatique, Mayo de 2005, No. 614]
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