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18ago02


¡Cállese ya!


Por Fernando Garavito.

Esta semana llegaron varias cartas a la Dirección de El Espectador pidiendo mi cabeza. Según esos lectores, el país vive una nueva etapa dentro de la cual un columnista como yo no tiene nada qué hacer. Para ellos soy un amargado, un negativo, un engendro, un despropósito. No sobra anotar que, con base en la suposición de que sus opiniones podrían llegar a ser publicadas, ninguno utilizó los gruesos adjetivos comenzados por hijue y terminados en uta que me endilgaron, seguramente ellos mismos, cuando señalé las curiosas relaciones de los nuevos príncipes con ciertas yerbas del pantano.

A la postre se vino a comprobar -como lo tenía yo comprobado-, que todo era cierto, pero, según parece, esa circunstancia importa poco y nada en un universo pragmático como el nuestro en el que lo único que vale la pena es echar bala. De ahí que reconozco haber perdido olímpicamente el tiempo en esa ocasión, como lo perdí cuando el 20 de mayo del año 2001, denuncié al apoderado del Consorcio Hispano Alemán, señor Londoño Hoyos, por el hecho de haber formulado una demanda arbitral en Panamá en contra del metro de Medellín en la que los colombianos perderemos 1.160 millones de dólares (¡mil ciento sesenta millones de dólares!) con base en una interpretación retorcida de la ley y en un desconocimiento abierto de las disposiciones de la Corte Constitucional.

Pero nada de eso le importa a los lectores de marras, como no tiene por qué importarles que a raíz de mi posición frente al conflicto yo haya tenido que abandonar al país y dejar al garete todo lo mío, sometiendo a mi familia a los azares infames de un exilio sin destino. No. Lo único que a ellos les interesa es que aquí se respira un nuevo clima, que frente a la inexistencia del gobierno anterior este tiene bien amarrados los pantalones, que los paramilitares van a entrar al diálogo político, que se va a remover al Congreso para que en lugar de los testaferros que ahora ocupan el 35 por ciento de los escaños, se pueda elegir al senador Carlos Castaño, al senador Salvatore Mancuso y a todos los demás honorables senadores y representantes, que nuestra pretendida juridicidad se va a ir al diablo, que el genocida del Palacio de Justicia ocupa ahora un alto cargo en la seguridad del Estado, que un individuo al que los Estados Unidos le retiró la visa hasta tanto no aclare su vinculación con el tráfico de precursores químicos con destino al procesamiento de cocaína es el reconocido inventor de nuevos organismos de espionaje, que los índices de desempleo de este pobre país se manejan a través de herramientas tan imbéciles como las de convertir a un millón de colombianos en chivatos e informantes, etcétera, etcétera.

Y para que nada perturbe la tranquilidad del reino, según los acuciosos amigos del plinio y de los plinios, quienes no pensamos igual tenemos que callarnos. Pues no. No tenemos que callarnos. Y no lo haremos, porque el problema de este país no está en sus gobernantes ocasionales, que hoy son y mañana desaparecen, o en los prestigios mentirosos que hoy detentan y que mañana provocarán toda suerte de arrepentimientos, sino en una estructura inicua que permite mantener un statu quo miserable, hundido hasta el cuello en una hecatombe sin sentido, en el que el crimen sistemático se ha convertido en una norma de conducta.

Porque, si no es de esa manera, ¿quién explica el asesinato de Wilfredo Camargo, o el de Rodrigo Gamboa, o el de Roberto Rojas Pinzón, o el atentado contra Alonso Pamplona, o el secuestro de Gonzalo Ramírez, que se suman a los 93 asesinatos, once atentados, nueve desapariciones forzosas y nueve secuestros cometidos en lo que va del año 2002 contra un grupo de colombianos cuyo único delito es el de ser trabajadores sindicalizados?

El problema, repito, no es Uribe o Samper o Pastrana. El problema es Colombia. Y, que yo sepa, sobre los problemas de este país podemos opinar, mientras tanto, todos los colombianos. Ahora, si no es así, avísenme de inmediato. Porque, entre otras cosas, yo prefiero una y mil veces la literatura. Y la literatura me llama.

[Nota: Artículo publicado en la página de Opinión de El Espectador, el 18 de agosto del año 2002]

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Este documento ha sido publicado el 11ene03 por el Equipo Nizkor y Derechos Human Rights