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05ene03
Apólogo del faro.
EL SEÑOR DE LAS MOSCAS
Por Fernando GaravitoÉrase una vez un hombre que había sido niño muchos años atrás, tantos que ya se le habían perdido en la bruma de la memoria. No a todos les pasa igual. Hay hombres que nunca fueron niños, que terminan siendo gerentes, y niños que nunca llegaron a ser hombres, que terminan siendo políticos. Pero indagar sobre el porqué de este asunto no es el propósito de mi relato. Aquí sólo quiero contar de alguien que fue niño y que supo conservar para siempre el sentido poético de sus primeros años.
En realidad, en esta historia no hay nada que sea apasionante. Quien quiera dejarla aquí, bien puede hacerlo. Pero si alguien la sigue tendrá que saber que al hombre le gustaba hablar en la penumbra de su sillón, envuelto en nubes de palabras caídas en desuso. Cuando se le prestaba atención, contaba lo que a él le hubiera gustado ser si la vida no hubiera tomado otros rumbos. Reconozco que su deseo era extraordinario. Así como otros hubieran querido ser artistas o directores de orquesta o ingenieros de caminos, a él le habría gustado ser el encargado de encender las luces de un faro. "Tengo un sueño obsesivo -contaba-, que ocurre en la época de los grandes naufragios. Sueño que es de noche. El mar ruge con furia, y hay olas que se levantan más allá de las rocas dejando en el aire una estela de espuma. A la luz oprobiosa de los relámpagos, se alcanza a ver un barco que lucha con desespero contra la tempestad. Salgo a la rampa que se extiende sobre el acantilado.
La fuerza del huracán amenaza con arrastrarme. En lo alto diviso la luz que encendí al caer la noche. Es demasiado tenue. El barco se aproxima. Como puedo, grito desesperadamente y agito los brazos para señalar que la única salida está a la izquierda. Tal vez el capitán sepa que a pocas millas de acá hay una bahía donde la fuerza de las tormentas se deshace al llegar a la playa. Pero no. Con terror veo que el barco gira hacia la derecha, donde sé que se estrellará irremisiblemente. A lo lejos alcanzo a ver a la tripulación desconcertada, y a los pasajeros que se abrazan unos a otros.
Como conozco la condición humana, estoy seguro de que algunos aprovechan los momentos de angustia para apoderarse de joyas y de dineros, y que los más osados asaltan la caja fuerte del navío pensando en enriquecerse a costa de la tragedia. Me parece ver esas sombras que recorren la nave. Pero de lo que sí estoy cierto es de que hay una lucha en torno a la única lancha salvavidas, a bordo de la cual unos pocos abandonan el barco que se hunde, aunque los más permanecen voluntariamente aterrorizados sobre cubierta. Calculo que aún se podría hacer algo si los más arrojados se decidieran por asumir el control de la situación y lograran ir contra la corriente. La tormenta no cede. Cuando llegue la madrugada, de la nave sólo quedarán unos pocos restos desperdigados.
Como puedo, vuelvo a lo alto del faro, avivo el fuego, con angustia hago sonar el ronco ulular de la sirena. Sé que mañana habrá un reguero de cadáveres sobre el acantilado. Los restos de la quilla se hundirán poco a poco en el mar, y del maderamen noble que debió pertenecer a las alacenas del comedor y al puente de mando, sólo quedarán astillas, arrastradas por la corriente. El ruido es atronador y la fuerza ciclópea de los elementos no cede un ápice. Sin embargo, y pese a la tragedia, el deseo de ser el que enciende el faro permanece en mí como la única razón de ser de mi ya larga vida".
El hombre calla. Se trata de alguien que fue niño muchos años atrás y que piensa que contra el huracán aún puede agitarse una leve brizna de luz. Una luz que cada vez brilla menos porque los faros son hoy apenas un recuerdo fugaz de lo que fue sin jamás haber sido.
* * *
Lamentable el retiro de los presidentes de honor de El Espectador. Quienes aprendimos a quererlos a lo largo de sus batallas, esperamos que ellos: don Alfonso y don Luis Gabriel Cano, sigan siendo un norte en nuestro largo y difícil camino.
Este documento ha sido publicado el 8ene03 por el Equipo Nizkor y Derechos Human Rights