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31ene03
Derecho a existir.
El señor de las moscas
Por Fernando GaravitoEstas seis palabras, desnudas e indefensas, parecen escritas con fuego: todo pueblo tiene derecho a existir. Habla la vieja conciencia del hombre, cada día más muda e ineficaz y desolada. Todo pueblo tiene derecho a existir. Allí, la dimensión de las tragedias que se viven a diario en el planeta, el arrasamiento de las culturas, el genocidio sistemático, el despojo y el atropello de las comunidades, el imperio del dinero como único patrón de conducta, adquieren la fuerza de la palabra y, al mismo tiempo, su transparencia desarmada. Ese es su enigma: cuando la palabra dice algo, enuncia su opuesto. La palabra se erige entonces como un escudo en defensa del hombre, pero detrás de ella se acorralan la agresión y el miedo.
Nuestros pueblos indígenas no tienen derecho a existir. Su único espacio real es la incomodidad que generan en "los civilizados": por lo general, están ubicados en los sitios por donde debe pasar "el progreso". Y, claro, sobran. Alfredo Molano explicó hace ocho días el porqué de la matanza de los cuna. Como la carretera panamericana se va a construir (porque se va a construir), los potentados del norte del país quieren asegurar la valorización que ella genere. Ahí no importa la anunciada masacre ecológica, ni la defensa del hábitat de miles de especies únicas en el mundo. Lo que importa es la plata. Por eso la "civilización" envía sus avanzadas. Y es entonces cuando Carlos Castaño aparece como el nuevo conquistador que traza, imperturbable, la ruta de nuestro descalabro.
Veamos algunos pocos hitos de la misma. El pasado 4 de agosto los paramilitares atacaron al cabildo de Guamez, en el Putumayo, y asesinaron a tres líderes del pueblo cofán. Obencio Criollo Queta, era su guía espiritual, y trabajaba en la recuperación de la lengua materna. Un mes más tarde, el 4 de septiembre, doscientos hombres llegaron a un caserío situado en la zona rural de Riohacha. Los paramilitares -contó un periódico local-, "empezaron a degollar y a mutilar a víctimas escogidas y se robaron los animales. Cincuenta adultos y cien niños sobrevivientes fueron atacados con rockets cuando corrían hacia la selva, tratando de salvarse de la masacre". El 13 de diciembre, un líder arhuaco, Jeremías Torres, pidió protección para su gente. Según él, en el curso del año 2002 los paramilitares asesinaron a 30 miembros de su comunidad, entre ellos a cuatro líderes kankuamo. Pero todo eso resultó ser apenas la antesala de la tragedia de hace diez días, cuando a diez kilómetros de la frontera con Colombia, en territorio de Panamá, los Álvaro Uribe Comandos (AUC) atacaron a las comunidades cunas de Paya y Pucuro, secuestraron, torturaron y asesinaron a cuatro de sus líderes, destruyeron el poblado, y se robaron los animales. Por fortuna, la acción no fue ofensiva: fue "de vigilancia y protección". Eso dijo Castaño.
Ahí están, entonces, los típicos elementos de nuestro día a día. Para comenzar, el ataque fue cometido a pocos kilómetros del sitio donde el cabecilla de los forajidos conversa de paz con el gobierno de su alter ego, a través del obispo de Montería y del psiquiatra de la ternura. Así, la presunta tregua que permite adelantar ese diálogo sólo existe en la extraña realidad-otra de los asesinos. Fue un asesinato, orientado a librar al territorio de la presencia incómoda de los indígenas, pero a nadie se le ocurrió citar como testigos de excepción a los tres periodistas extranjeros del Discovery Channel: Robert Young Pelton, Mark Wedeven y Megan Smaker, que presenciaron el ataque (como consta en la denuncia que la comunidad interpuso ante el Procurador de Panamá), y los medios se limitaron a recoger las palabras con las que se despidieron del país: "fue una aventura interesante", dijo uno de ellos. Al fin y al cabo, en Discovery sólo se viven aventuras, y la muerte de cuatro líderes indígenas no tiene porqué ser nada distinto de los episodios en que las mapanás devoran a los antílopes.
Ahora bien, si alguien quisiera completar el cuadro macabro de la operación, bastaría que estuviera atento a los nombres de la avanzada económica que llegará detrás de la siniestra acción militar de Castaño. Sólo entonces se conocerá lo que esconden estas idas y venidas, estas vueltas y revueltas que, con seguridad absoluta, son de mucha utilidad. No para los indígenas, claro. Para ellos.
Toda agresión conlleva un miedo. Hace quinientos años, los pueblos más atrasados del mundo atravesaron el océano para iniciar un despojo que no cesa. Que yo sepa, hasta ahora no se ha analizado la presencia del miedo como factor autónomo en la conquista de América. Una tesis elemental demostraría cómo los primeros pasos de los invasores estuvieron marcados por un miedo cerval, que se trocó en miedo cultural en la medida en que se consolidaba la muerte. Hoy, frente a la sabiduría de los arhuaco, a la organización política de los paeces y a la medicina ancestral de los grupos amazónicos, los civilizados tienen miedo. Ellos saben que el exceso de ruido que hacen frente al silencio milenario de pueblos que saben esperar, sólo lleva a la angustia. En un viejo cortometraje colombiano, un indígena mira asombrado el perfil de la ciudad. Es entonces cuando un hombre largo y seco, en camiseta, se para a su lado con una enorme grabadora sobre el hombro, y comienza a menear las caderas al compás de su música. Oye, claro, un ruido al que le dicen vallenato. En ese instante la filmación sigue su camino. Y el espectador adquiere una conciencia momentánea de su propio ridículo.
Un pueblo es una entidad autónoma, que tiene sus propias tradiciones, su lengua, su cultura. En Colombia se odia la diversidad y, odiándola, se odia a los pueblos que conviven dentro de nuestras fronteras. Cuando la Declaración de Argel, firmada en 1976, sostuvo en su artículo 1º que "todo pueblo tiene derecho a existir", pensaba en un mundo superior. No pensaba en Castaño.
Nueva York, 31 de enero de 2003.
Este documento ha sido publicado el 5feb03 por el Equipo Nizkor y Derechos Human Rights