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05may07


Guerra sin cuartel por el control de Bueventura.


Ya es habitual para los habitantes de El Cristal, un barrio de Buenaventura a la orilla del Pacífico, que el ruido de las olas se confunda con el traqueteo de las ametralladoras. Hoy es El Cristal, ayer fue el Lleras, mañana será el Juan XXIII, los barrios más humildes no sólo de este puerto, sino del país. Allí se libra una guerra sin cuartel que ha llevado a que la gente prefiera vivir arrimada o en la calle, antes que volver a sus baleadas casas de tablas.

La confrontación es por el control de las vías, que ofrecen acceso al mar y que facilitan los envíos de droga al exterior. Nadie sabe con exactitud quién está enfrentado con quién. Las autoridades dicen que son las Farc, los habitantes piensan que son simples narcos, otros más opinan que son rezagos de los grupos paramilitares o incluso bandas de delincuentes comunes. Pero a la gente no le importa de qué bando son los violentos, sólo quieren recuperar su tranquilidad.

"Resistimos los tiroteos unos días, hasta que una bala atravesó la cuna del menor de mis hijos. Gracias a Dios lo habíamos sacado de allí porque estábamos escondidos debajo de las camas esperando que pasaran los disparos", cuenta Gilberto Orozco, un comerciante rebuscador que tuvo que dejar el barrio Kennedy de este puerto y que cuando trató de regresar, encontró que habían tumbado su casa y saqueado sus pocas pertenencias. A tres de sus vecinos les pasó lo mismo.

Los menores están en las dos caras de esta guerra. Entre ellos hay muchos victimarios, y también son víctimas. Ocho de ellos llegaron en los últimos tres meses heridos de bala. La mitad murió. Ante la dificultad para judicializarlos, la Policía propuso la construcción de un gran centro de rehabilitación

La violencia no discrimina. Hace pocos días, a Saulo Quiñones, alcalde del puerto, le avisaron que en el barrio El Firme una balacera llevaba más de una hora. Fue al lugar convencido de que con su presencia, y la de sus escoltas, lograría detener el estallido de violencia. Pero al bajarse de su carro lo recibieron varias ráfagas de fusil que sembraran pánico y confusión. Desesperado corrió en busca de refugio acompañado por algunos periodistas que iban con él. "Esto no nos puede seguir pasando", fue lo único que atinó a decir el alcalde, aún pálido y con tono de decepción.

Son varios los moradores de este lugar que coinciden en que esta ola de violencia desbordada se inició hace dos años. Comenzó cuando, a plena luz del día, 12 jóvenes fueron convocados a un partido de fútbol. Aparecieron flotando en un estero, amarrados de pies y manos con alambre de púas.

Es una paradoja, pero muchos llegaron a estos barrios huyendo de otros infiernos cercanos, convencidos de que son una suerte de tierra prometida. Wilson Palomino llegó hace dos semanas junto a 11 familiares huyendo la guerra en El Charco, Nariño. Ellos son apenas un puñado de los 42.000 desplazados que, según Acción Social de la Presidencia, han llegado a la ciudad entre 1998 y 2007. Palomino tiene las manos curtidas por el trabajo del campo y la desesperanza pintada en su rostro. "Un día cualquiera estábamos lavando ropa cuando un tiro me rompió la pantaloneta que estaba colgando. Asustados nos encerramos, pero más tarde tres muchachos llegaron a la casa, nos interrogaron y dijeron que para que no nos pasara nada, teníamos que pagarles 30.000 pesos al mes".

Lo más indignante es que muchos están pescando en estas aguas revueltas. Extorsionan humildes tiendas que apenas logran subsistir. "Veinte mil a la tienda de don Pacho, 10.000 a la del Aguante y 50.000 a la del Mocho", se puede leer en algunas de las listas que la Policía ha encontrado a los delincuentes que captura. Pero pese a cientos de operativos conjuntos entre Policía y Ejército, a los 11 muertos que han puesto en los últimos 15 meses y a los constantes consejos de seguridad, muchos de ellos dirigidos por el presidente Álvaro Uribe, los controles no son suficientes.

En el recorrido por el barrio Lleras los periodistas de SEMANA encontraron con facilidad a dos muchachos, de 15 y 18 años, que sin muchos aspavientos accedieron a mostrar dos pistolas automáticas que cada uno llevaba al cinto y un fusil que tenían encaletado cerca. ¿Para qué las armas? "Sin ellas nadie nos respeta, aquí nos damos plomo con quien toque".

Antero Viveros, presidente de la junta de acción comunal de ese mismo barrio, tiene una explicación para lo que la ha pasado a Buenaventura: "La pobreza no es disculpa para volverse delincuente, pero cuando el hambre acosa, la gente no toma buenas decisiones y vienen los problemas. Por eso hemos perdido una generación de muchachos que ante la incertidumbre por su futuro, equivocaron el camino".

Las autoridades dicen que parte de las dificultades para contener la violencia es que muchos de sus protagonistas son menores de edad "Por más que los capturamos, la ley nos obliga a liberarlos", dice el coronel Yamil Moreno, comandante del grupo especial de la Policía, que con 900 hombres inició operaciones en la zona en enero pasado.

Allí los niños son protagonistas de la guerra como victimarios y también como víctimas. Sólo en los últimos tres meses han llegado heridos de bala al hospital ocho de ellos. La mitad ha muerto. Esta estadística se suma a las de por sí preocupantes cifras de violencia. El año pasado, en Buenaventura 403 personas fueron asesinadas, lo que elevó la tasa a 130 homicidios por cada 100.000 habitantes, la más alta del país. Este año, Medicina Legal ya registra 184 muertes violentas y sólo en el mes de abril hubo 73 homicidios, cuatro de los cuales por descuartizamiento.

Los empresarios del puerto buscan desesperados que la violencia de la ciudad desaparezca. Están preocupados por el estigma en una zona donde existen millonarias inversiones y porque la violencia se pueda trasladar de los barrios más pobres a la zona comercial. Nada más el viernes pasado, un petardo de baja intensidad pareció anunciar que la guerra se está moviendo hacía el centro de Buenaventura. Este fue el atentado número 21 con explosivos en lo que va corrido del año.

Lo peor para los barrios humildes del puerto es que la presencia del Estado se limite a contrarrestar el estigma de la ciudad. Que las 'soluciones' no tengan en consideración el tráfico de droga, que es la raíz del problema, y no puedan aliviar la miseria en la que viven sus habitantes en este lugar donde las balas están silenciando el mar.

[Fuente: Revista Semana, Bogotá, 05may07]

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