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22mar11


Sistema penitenciario colombiano. Entre los tratos crueles y la muerte


Una leyenda que adorna el ingreso a muchas de las cárceles del país, reza: “Aquí entra el hombre, no el delito”. Esta frase, que resalta el supuesto respeto por el ser humano a cargo de las autoridades del sector, no da cuenta de la realidad que se vive y se padece en los centros de reclusión: intimidación, control, ineficiente atención en salud –por decir lo menos–, violación del derecho al trabajo y la educación, etcétera. Tal violación de derechos y el irrespeto de la dignidad humana agravan un fenómeno, hasta hace unos años poco conocido al interior de las cárceles: el suicidio.

Datos alarmantes:

– El pasado 27 de enero en horas de la tarde, desde el piso quinto de una de las torres que integran el complejo carcelario de Valledupar, se lanzó el detenido Jorge Russo Montes. Con problemas de salud mental, el detenido no fue atendido ni oportunamente ni de manera adecuada.

– Una semana antes, el 21 de enero, a las 10:05 de la mañana, fue encontrado sin vida el recluso Leandro Salcedo Z. Según sus compañeros de presidio, se ahorcó desesperado porque llevaba más de nueve meses de aislamiento en la Unidad de Tratamiento Especial (calabozo).

– El 13 de mayo de 2010, el detenido Luis Carlos Arroyave apareció colgado en una de las áreas de vigilancia de la guardia. El preso había sido trasladado de su Pereira natal a Valledupar en 2007, lo que impedía que su familia lo visitara con regularidad.

– A pesar de las múltiples quejas, el 25 de octubre de 2010, la detenida Lizeth Dayana López se quitó la vida estando recluida en la celda de aislamiento. Esta situación y los malos tratos, según sus compañeras, llevaron a Lizeth a una determinación extrema.

– El 30 de octubre de 2010, la detenida Viviana Rivera, quien se encontraba en celda de aislamiento al parecer por presentar trastorno mental, apareció muerta en su celda.

Y los muertos y las muertas son muchos más (ver recuadro). Este tipo de episodios, que ya no son ocasionales, constituyen un fuerte llamado de atención sobre lo que sucede en Colombia con las personas sometidas a encierro en los nuevos complejos carcelarios. Tales episodios son una de las evidencias más dolorosas de que aquello del “delito que no entra al penal y sí el hombre” es pura letra muerta.

Las denuncias de familiares de los muertos así lo refrendan: el aislamiento prolongado, la distancia familiar y social, las condiciones de encierro, y las presiones del cuerpo de custodia y vigilancia son las principales causas de suicidio. Llama la atención que en las anteriores cárceles que conoció el país este tipo de muerte era un suceso sorprendente. Se puede concluir, por tanto, cómo la motivación profunda que la propicia radica en las insoportables presiones y las condiciones de indignidad a que son sometidos quienes están privados de la libertad.

Nueva ‘cultura’ carcelaria

Indignidad. Violencia disfrazada de legalidad. Soledad. Todo ello se ha multiplicado en las cárceles colombianas. Más evidente desde el año 2000, cuando se puso en funcionamiento la cárcel de alta seguridad de Valledupar.

Desde entonces y en el transcurso de la década 2000-2010, de construcción acelerada de los centros de reclusión ‘recomendados’ por el Buró Federal de Prisiones de los Estados Unidos, como uno de los condicionamientos del ‘plan Colombia’, el encierro como castigo tomó nueva forma en el país. Así lo viven y lo padecen en La Dorada, Palo Gordo, Picaleña, Acacías, Girardot y otros (11) once complejos carcelarios levantados por todo el país los no menos de 80 mil sindicados y condenados que sobreviven a la sombra, bajo amenazas de garrote y gas, sometidos a castigo por meses o cosas aún peores, según el temperamento de la guardia de turno, o de acuerdo con la orden del director o la directora de cada penal.

Con este modelo de castigo –o “control social”, como lo llaman eufemísticamente–, los centros de reclusión ganaron una nueva forma: menos pretensión de resocialización –como se argumentaba en el viejo sistema carcelario– y más fuerza del Estado, más control, más sometimiento, más violencia oficial, que poco se diferencia de la venganza y el objetivo real que tiene el Estado con el recluso: destruirlo.

Para acercarse a lo que pretende y en buena parte logra ahora el sistema penitenciario, hay que imaginar las nuevas prisiones: muros cada vez más altos y cercados por alambradas, con patios donde los reclusos permanecen totalmente aislados unos de otros y muy pocos pueden salir a un taller o un espacio para laborar; donde muchos reclusos (condenados por delitos de secuestro, terrorismo y afines) carecen de la mísera hora de sol diaria (así digan lo contrario las normas), donde la visita se recibe en patios especialmente adecuados para ello, y donde la posibilidad de una relación conyugal debe ser avisada con antelación, quedando el tiempo de amor y cariño reducido a la voluntad del guardián.

Las nuevas prisiones organizadas como complejos carcelarios, llamadas Establecimientos de Reclusión del Orden Nacional (ERON), tienen secciones para hombres y mujeres, en construcciones por torres de hasta cinco pisos. En la historia quedaron también, por tanto, los reclusorios para mujeres atendidos por las religiosas del Buen Pastor.

En estos ERON son encerradas entre 3.000 y 4.600 personas que ya no tienen contacto con el guardián. En los patios sólo pasan los presos –la guardia vigila desde fuera–, y los sábados y domingos son llevados a otro espacio si van a recibir visita. Con ocasión de la visita íntima, si han anunciado pareja fija, son llevados a un lugar especialmente acondicionado para ello.

Pero hay más novedades. Ahora los centros de castigo dentro del penal ya no se llaman calabozos sino que reciben el pomposo nombre de Unidades de Tratamiento Especial (UTE), donde los reclusos pueden permanecer meses y hasta años, ya no sólo por castigo sino tambien con la excusa de proteger la salud o la seguridad de la persona privada de libertad. Pero hay también ‘unidades de medidas especiales’ (UME), en que las celdas de aislamiento se institucionalizan como alojamientos permanente de reclusas y reclusos considerados de alta peligrosidad por el Estado.

Ahora no se permite entrar ni comida ni ropa el día de la visita; todo tiene que ser por encomienda, que no puede llegar sino por medio de ciertas empresas de mensajería que restringen en algunas ciudades la recepción de cartas. Por ejemplo, para enviar una misiva de Ibagué a Picaleña, hay que viajar hasta Girardot, pues la oficina local de la empresa de mensajería no presta ese servicio. Y como si fuera poco, todos los condenados tienen que ‘lucir’ el uniforme que los identifica como tales, confeccionado con una única tela. Es decir, no hay diferencia entre el clima frío y el caliente, pero la persona condenada sí tiene que soportar las consecuencias que se derivan de ello.

Espacios de muerte

Así transcurre el tiempo para estos seres aislados, enmallados, obligados a levantase a las 5 de la mañana y encerrados de nuevo a las 4 de la tarde, 11 horas diarias, donde solamente se cuentan los pasos de un caminar incesante que lleva al interno de muro a muro. Sin opciones de trabajo o estudio, no queda más por hacer. Cuando el televisor del patio funciona, se puede cambiar en algo la rutina.

Sin el sol alumbrar aún el día, se retoma la ruta del día anterior. Caminar, contar pasos, ‘patinar’, avanzar, volver, levantar los ojos para no ver sino mallas y garitas. Bajar la mirada, observarse los pies, mirar el cemento, y no sentir que con el paso de los meses y los años el cuerpo se va deformando, y la espalda gana aquella protuberancia indicadora del peso de los años en encierro.

Rutina fría. Calculada. Destructiva. A las 6 de la mañana el desayuno, a las 9 el almuerzo, a las 2 la comida. Alimento insípido, desaliñado, rutinario. Ingerir almidones, proteínas, vitaminas, para no morir por inanición. ¿Y el estímulo moral-espiritual? ¿Sin esta motivación, en qué se diferencia el recluso de un animal irracional?

Así, sin servicio de salud adecuado al cual tener acceso en caso de necesidad, controlados a todo instante por el ojo avizor del guardián que contempla desde la cámara, la reja o la garita; encerrados, lejos de sus familias, con la soledad como compañera cotidiana, así se teje la rutina de miles de connacionales. No es raro entonces que lleguen la angustia, la tristeza, la depresión, que se identifican sin dificultad en el rostro de los 80 mil prisioneros y prisioneras que hoy pueblan las cárceles del país.

Y de la depresión al suicidio hay una pequeña brecha, superada de manera alarmante por un número creciente de aquellos que la norma dice tener a la sombra para que algún día “puedan volver a vivir en sociedad”.

[Fuente: Desde Abajo, Bogotá, 22mar11]

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