|
En el último período, el gobierno militar chileno ha dictado normas constitucionales y legales que degradan el respeto y la protección del derecho a la vida. Consecuente con esta normativa, se ha establecido una práctica oficial para eliminar físicamente a determinadas personas pertenecientes a grupos políticos opositores al gobierno.
Es necesario, sin embargo, antes de describir esta nueva normativa y práctica, señalar de qué manera el menosprecio del derecho a la vida ha sido una característica distintiva e inseparable del régimen desde sus inicios. Más allá de la supresión de las libertades básicas, como el derecho a reunión, el derecho de asociación, la libertad de expresión, la libertad individual, etc., el régimen militar se ha caracterizado por la violación sistemática del más fundamental de los derechos: el derecho a la vida misma. La práctica masiva de la tortura, por ejemplo, en la que nunca se sabe con certeza su desenlace, conlleva al menos un dolo eventual homicida contra las personas a las que se aplica. Las ejecuciones sumarias, los desaparecimientos de personas, son formas directas de homicidio.
Pero, como se dice, para dar muerte a sus opositores, el gobierno militar, a lo largo del tiempo, ha recurrido a un doble tipo de justificación: en primer lugar, y desde su inicio, a los conceptos de estado de guerra y de enemigo; en segundo lugar, y así en todo el último período, al concepto de lucha contra el terrorismo. Este cambio de justificación no se ha producido por una decisión autónoma del régimen, sino que ha sido impulsado a ello por los serios obstáculos internos e internacionales con que se encontró su interpretación originaria.
El gobierno, en efecto, por ser un régimen militar, creyó desde sus comienzos que le bastaba declarar internamente el estado de guerra y calificar a sus opositores como enemigos, para que todo le fuese permitido, y, muy especialmente, para suprimir la garantía del derecho a la vida de sus opositores. En una situación de guerra, pensaba, todo le estaba permitido. Vinculó estrechamente --aunque en forma errónea-- dos cuerpos doctrinarios: por una parte, el Código de Justicia Militar, de origen interno y, por otra, la doctrina de la seguridad nacional, de origen externo. Los miles de Consejos de Guerra celebrados, los delitos de traición, de espionaje, de sedición, a los que se aplicaba muchas veces la pena de muerte, parecían calzar, bajo una interpretación torcida, con una doctrina que lleva en su entraña el concepto de una guerra permanente entre el Este y el Oeste, a escala mundial. Los servicios de seguridad de las Fuerzas Armadas y carabineros pasaron a jugar un papel preponderante, llegándose a crear un servicio nuevo especializado para combatir en las nuevas circunstancias que se definían para Chile, y que fue la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA).
El régimen militar, como se expresa, creyó que amparado en la unión de éstas dos doctrinas, podía llegar a la comisión de cualquier exceso: detenciones arbitrarias, lugares secretos de detención, lugares masivos públicos, exilios masivos, torturas, juicios irregulares, ejecuciones sumarias, desaparición de personas. Si se estaba en guerra, ¿acaso no era lícito recurrir a todos estos métodos?
Pero a esta doctrina del régimen se opuso otra doctrina que reveló tener inusitado vigor y apoyo universal, y que surgió primero en forma de denuncia: el gobierno militar estaba violando los derechos humanos. La normativa internacional, de la que Chile formaba parte, exigía que, incluso en el peor de los casos, esto es, de encontrarse el país en estado de guerra, debían respetarse ciertos derechos básicos de las personas. Esto lo exigían los pactos internacionales por una doble vía:
a) En los pactos de derechos humanos, había un mínimo de derechos que exigían su respeto en toda circunstancia, esto es, cuyo ejercicio no podía suspenderse, aún cuando un país se viese envuelto en una situación tan grave como una guerra. Entre estos derechos estaba el derecho a la vida, el derecho a la integridad física, el derecho a un juicio regular. Son los derechos llamados inderogables o insuspendibles.
b) En los Convenios de Ginebra de 1949, en su art. 3, se exigía que incluso en casos de conflicto armado interno debía otorgarse a las personas lo que los Convenios denominan las garantías mínimas, entre las cuales se encuentran, nuevamente, los derechos a la vida, a la integridad física y a un juicio regular.
Todo esto fue sorpresivo para el gobierno militar, que insistía en que, por estar involucrado en una "guerra", cualquier cosa le era permitida. Sin embargo, la fuerza del movimiento de los derechos humanos fue tan apreciable, interna e internacionalmente, que el gobierno tuvo que reconocer que en su "lucha antisubversiva", se había, en efecto, incurrido en ciertos "excesos".
Se explicó que, en lugar de una guerra, en realidad se estaba envuelto en una "guerra sucia". Pero en lugar de hacer lo que debía, esto es, someter a juicio los excesos, el gobierno militar hizo todo lo contrario: dictó una amnistía para los "excesos", especialmente homicidios y torturas, cometidos por sus agentes de seguridad. Sin embargo, aunque esta amnistía no tiene valor legal ante la ley internacional, es importante reparar que, al haberla dictado, el régimen reconoció la existencia objetiva de numerosos delitos.
El paso final de todo esto que puede llamarse el primer período de la represión en Chile, por tener cierta autonomía y coherencia internas y autónomas, se dio con la disolución de la DINA en 1977, y su reemplazo por la Central Nacional de Informaciones (CNI). El gobierno da por terminada "la fase más dura de la represión" y comienza a buscar su legitimidad en ;
una "nueva institucionalidad", fase que culmina en 1981 con la entrada en vigor de la Constitución de ese año. Pero, antes de entrar en esta tercera fase, esto es, la vigente desde y con la Constitución de 1981, es importante destacar en qué forma tan aguda el régimen militar comprometió desde un comienzo, esto es, desde el 11 de septiembre de 1973 con la declaración del "estado de guerra interno", el derecho a la vida. Esta marca distintiva del régimen militar, tan extremadamente grave, no la ha abandonado, como veremos, a través de una metamorfosis legal, hasta el día de hoy.
Durante el período intermedio, entre 1977 y 1980, año en que se da a conocer al país la Constitución que comenzaría a regir en marzo de 1981, el gobierno busca un doble objetivo contradictorio: por una parte, sanear y legitimar su imagen interna e internacional y, por otra, asegurar los mecanismos legales por los cuales quede con 'las manos libres" para ejercer en ciertos casos la facultad que se reserva como recurso último y que es la de disponer de la vida de sus opositores. Es así como en este período intermedio se descubre el gran concepto que dominará la acción del gobierno desde la entrada en vigor de la Constitución en 1981: el "estado de guerra interno" y el "enemigo" parecen replegarse, pero en verdad reaparecen de una manera nueva y con toda su fuerza en la nueva concepción de "lucha contra el terrorismo".
Ahora es contra el terrorista, ante el cual todo es posible y permitido. La cuestión era crear una imagen humana tan deformada de ciertos opositores que apareciesen como totalmente deshumanizados ante la opinión pública nacional e internacional. De esta manera era más posible que se aceptase su eliminación física, si a quien se daba muerte, en verdad, era un ser de tal perversidad como para llegar a constituir un peligro fatal, irremediable, para la sociedad. Con el concepto que se da de terrorismo, se creía, como se verá, salir al paso de la universal acusación ante la cual el gobierno admitió en la práctica, al final del primer período reseñado, carecer de argumento: la de violación de los derechos humanos en sus dos formas más agudas, a saber, el atentar contra el derecho a la vida y el torturar.
La "nueva institucionalidad" que busca establecer el régimen militar, luego del período de "guerra" que dice tuvo que enfrentar en los primeros años, introduce expresamente, en su normativa jurídica y en su practica hacia los opositores al régimen, esta nueva noción de "terrorismo". Con esto se pretende iniciar un período "nuevo", ya plenamente "legal", lejos de la improvisación originaria y que no requerirá ya de amnistías, mientras dejará al régimen las "manos libres" en última instancia.
Se construye así todo un nuevo aparato normativo, constitucional y legal, que "legaliza" la nueva forma de represión a través de la fórmula del terrorismo. El paso más osado se da a nivel constitucional, y no en las disposiciones transitorias de la Constitución de 1981, sino que precisamente en sus disposiciones permanentes, con lo que se 'demuestra que se trata de un punto básico sobre el cual jamás se claudicará ni habrá concesiones. La norma constitucional nueva y permanente al respecto es breve; pero en su brevedad sintetiza dramáticamente tanto el pasado del régimen militar como el futuro de la institucionalidad que se impone.
Es así como el art. 9º de la Constitución de 1981 dice en forma rotunda y lacónica: "El terrorismo, en cualquiera de sus formas, es por esencia contrario a los derechos humanos".
Es el único artículo de la Constitución que usa derechamente la expresión técnica "derechos humanos" (en otras partes se habla de "derechos esenciales de la persona humana" y otras expresiones análogas). Desde luego que se acusa recibo aquí de la crítica interna e internacional a que el régimen había estado sometido, a saber, la de desconocer la existencia de los derechos humanos. La nueva institucionalidad chilena, por el contrario, anuncia que sí reconoce y reconocerá algo que llama "derechos humanos" y que es tan importante como para tener rango constitucional. Pero, curiosamente, se reconocen los derechos humanos en forma negativa, no positiva. Se revela aquí la resistencia, en última instancia, a reconocer de verdad los derechos humanos. En forma equívoca sólo se dice lo que es contrario a los derechos humanos: el terrorismo. Al poner así las cosas, pareciera que nada más es radicalmente contrario a los derechos humanos.
Queda claro, pues, que a pesar de toda la crítica anterior sobre violación d los derechos humanos, para la nueva institucionalidad se mantendrá un reducto que estará siempre al margen de los derechos humanos: el problema del terrorismo. Tratándose del terrorismo, no hay argumentos de derechos humanos que puedan invocarse, ya que él es por esencia contrario a estos derechos.
Queda implícito con esto que los derechos humanos que la constitución reconoce no son universales: quedan al margen de ellos los problemas relativos al terrorismo. Se afirma con ello, tácitamente, que hay un sector de personas que no pueden invocar los derechos humanos, ya que ellos, por esencia 'los contradicen": a saber, los terroristas.
Si se define al '"terrorista" como alguien que por esencia contradice los derechos humanos, se está diciendo que él hace algo así como un abandono voluntario de sus derechos humanos, que él renuncia a ellos. Se desconoce con esto un principio básico de los derechos humanos: su universalidad; y se comprueba que en realidad los derechos básicos y garantías que reconoce la Constitución en definitiva no son los derechos humanos. Se trata, en verdad, sólo de los derechos básicos de un sector de la población, por amplio que sea: los que no son terroristas. Los terroristas, el problema del terrorismo, quedan excluidos de los derechos humanos. Y nótese que quedan excluidos de todos los derechos humanos, incluyendo, pues, y muy especialmente, su derecho a la vida.
Esto es así porque la única forma eficaz que se reconoce de terminar con el terrorismo es eliminarlo físicamente. Está esencialmente vinculado el concepto de un 'terrorismo esencialmente contrario a los derechos humanos" con la negación del derecho a la vida del terrorista. Puede observarse que al combatir el terrorismo y eliminarlo de raíz, negándole el derecho a la vida, paradojalmente, dentro de este concepto que entrega la Constitución, el gobierno asume que está "defendiendo los derechos humanos", ya que elimina algo que por esencia los contradice. La aberración del concepto de "derechos humanos", basado en la negativa del derecho a la vida misma de un sector de chilenos, queda patente.
El reconocimiento del nuevo orden constitucional de los derechos humanos, hecho en la forma negativa que se ha descrito, lejos de significar el adelanto que aparenta ser por cuanto se estarían reconociendo los derechos humanos, es un retroceso notable, en el ordenamiento jurídico chileno, al reconocimiento tradicional de los derechos básicos de todas las personas. Este nuevo reconocimiento se basa, en efecto, como se ha dicho, en el desconocimiento del más fundamental de los derechos básicos, como lo es el derecho a la vida, a un grupo de personas.
Esta cuestión está lejos de ser meramente doctrinaria ,ya que se vincula estrechamente con el segundo punto que se analizará a continuación, el que es práctico por excelencia. Pero sí resulta notable que este segundo punto, que es el de una forma concreta de actuar de los agentes del gobierno, tenga tan sobresaliente sustento doctrinario, a nivel constitucional, como el expuesto.
La segunda cuestión de que había sido acusado el régimen militar, junto a los atentados a la vida, como una forma particularmente cruel de violación de los derechos humanos, era la tortura.
Llama la atención, en primer lugar, que luego de tan despreciable práctica, interna e internacionalmente comprobada y condenada, no se haya incluido esta vez un artículo en la nueva Constitución que dijese: "La tortura, en cualquiera de sus formas, es por esencia contraria a los derechos humanos". Esta última disposición sí que habría tenido sentido, por una doble razón: porque los actos contrarios a los derechos humanos, en el sistema legal internacional, son actos de funcionarios públicos (como es el caso de la tortura) y no de particulares (como es el caso del terrorismo a que se refiere la Constitución); y, en segundo lugar, por la forma masiva y oprobiosa en que llegó a establecerse y extenderse esta práctica en Chile por agentes del Estado. Por otra parte, ello no negaría los derechos básicos que incluso un culpable de torturar mantiene: juicio justo, etc.
Pero en lugar de condenar constitucionalmente la tortura, se adoptó un camino que lejos de amparar a la posible víctima, la desprotege aún más. Si no puede torturarse al opositor, se salta este paso, y lisa y llanamente se le elimina físicamente. Para ello se crea artificialmente un contexto que justifique la eliminación, y que es el enfrentamiento armado. Con esto se pretende descubrir, a la vez, la forma, no sólo de eludir la acusación de torturar a la víctima, sino también el mecanismo concreto para cumplir el propósito anterior de eliminar físicamente al terrorista.
Es esencial, en este nuevo esquema, calificar de terrorista a la persona que se elimina, pues de acuerdo a la constitución éste carece precisamente de derechos humanos y, muy particularmente, del derecho a la vida.
Naturalmente, sería demasiado burdo, y la opinión pública no lo aceptaría, el mero expediente de la ejecución sumaria de una persona; pero la idea del enfrentamiento calza perfectamente con el fin que se persigue. En efecto, el terrorista por esencia recurre a la violencia en diversas formas, y su muerte en un enfrentamiento se considerará por la opinión pública como una muerte en su propia ley. Más aún, dentro de este esquema, el enfrentamiento, simulado o real, pasa a ser una condición necesaria para calificar a la víctima justamente como terrorista, ya que por necesidad, para ser terrorista, debe tratarse de una persona que recurre a la violencia. En este cuadro, los datos personales que se hagan públicos del inculpado, son una pieza esencial para que funcione este expediente, ya que debe quedar expuesta su condición de 'terrorista". La desfiguración humana del implicado y su tipificación dentro de un cuadro característico, son esenciales para hacer válido el nuevo método del enfrentamiento.
Como se ve, ambas cuestiones, la definición doctrinaria de que "el terrorismo es por esencia contrario a los derechos humanos" y la practica de los "enfrentamientos", están esencialmente vinculadas, y revelan en su relación recíproca el dramático retroceso que con la "nueva institucionalidad" se ha producido en Chile del derecho a la vida.
Esto se confirma aún más por una Constitución que permite que las garantías constitucionales puedan ser afectadas "en su esencia" durante los regímenes de excepción. Para un régimen al que es igualmente esencial el gobernar bajo estados de excepción, le es connatural el disponer de los derechos fundamentales de las personas, incluyendo la vida.
Una serie de otras formas constitucionales contribuyen a rebajar y deshumanizar en todo lo posible la figura que se ha creado del 'terrorista", con el resultado de que cuando no se le elimina físicamente se le aplica una verdadera muerte civil De esta manera se educa a una sociedad para la proscripción moral absoluta de aquellos a quienes se tilda de terroristas.
Desde luego, éstos caerían bajo las sanciones del art. 8º de la Constitución. Por su extrema importancia, es necesario reproducir en su integridad este artículo, así como el art. 9º de la Constitución ya citado, puesto que ambos, como se explicará, están esencialmente vinculados. El art. 8º establece:
"Todo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas "que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción de la sociedad, del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundada en la lucha de clases, es ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República.
"Las organizaciones y movimientos o partidos políticos que por "sus fines o la actividad de sus adherentes tiendan hacia esos objetivos, son inconstitucionales.
"Corresponderá al Tribunal Constitucional conocer de las infracciones a lo dispuesto en los incisos anteriores.
"Sin perjuicio de las demás sanciones establecidas en la Constitución o en la ley, las personas que incurran o hayan incurrido en "las contravenciones señaladas precedentemente no podrán optar "a funciones o cargos públicos, sean o no de elección popular, por "el término de diez años contados desde la fecha de la resolución "del Tribunal. Tampoco podrán ser rectores o directores de establecimientos de educación ni ejercer en ellos funciones de enseñanza, ni explotar un medio de comunicación social o ser directores o administradores del mismo, ni desempeñar en él funciones relacionadas con la emisión o difusión de opiniones o informaciones: ni podrán ser dirigentes de organizaciones políticas o "relacionadas con la educación o de carácter vecinal, profesional, "empresarial, sindical, estudiantil o gremial en general, durante dicho plazo.
"Si las personas referidas anteriormente estuvieren a la fecha de la "declaración del Tribunal, en posesión de un empleo o cargo público, sea o no de elección popular, lo perderán, además, de pleno derecho.
"Las personas sancionadas en virtud de este precepto no podrán "ser objeto de rehabilitación durante el plazo señalado en el inciso cuarto. La duración de las inhabilidades contempladas en este "artículo se elevará al doble en caso de reincidencia.
Por su parte, el art. 9º de la Constitución establece:
"El terrorismo, en cualquiera de sus formas, es por esencia contrario a los derechos humanos. Una ley de quorum calificado determinará las conductas terroristas y su penalidad. Los responsables de estos delitos quedarán inhabilitados por el plazo de quince "años para ejercer los empleos, funciones o actividades a que se "refiere el inciso cuarto del artículo anterior, sin perjuicio de otras "inhabilidades o de las que por mayor tiempo establezca la ley. "No procederá respecto de estos delitos la amnistía ni el indulto, "como tampoco la libertad provisional respecto de los procesados "por ellos. Estos delitos serán considerados siempre comunes y no "políticos para todos los efectos legales ".
Es necesario, ante todo, reparar en la esencial conexión que existe entre estos dos artículos de la Constitución, ya que ello ilustra sobre una cuestión capital, a saber, la identificación que se persigue, por rutas legales indirectas, pero concluyentes, entre los conceptos de "terrorista" y de "comunista" o "marxista". Se proscribe todo concepto de lucha de clases (marxismo), la que se identifica con la violencia y a ésta con el terrorismo. Esto explica las reiteradas declaraciones de autoridades del gobierno militar, que formal o informalmente, en ocasiones solemnes o en entrevistas privadas, hablan del 'terrorismo comunista" o del 'terrorismo marxista".
El terrorista, así concebido, queda sometido a las siguientes sanciones principales:
- Prohibición de la libertad bajo fianza;
- Prohibición de la remisión condicional de la pena;
- Sanciones políticas y otras del art. 8º;
- Prohibición del indulto y la amnistía (esto es expresamente contrario a lo que establece la Convención Americana de Derechos Humanos, para la cual procede siempre pedir la amnistía);
- Pena de muerte en variados casos de actos "terroristas".
La cuestión es quitarle, desconocerle al 'terrorista" la mayor cantidad de derechos básicos posibles. Pareciera que detrás de todo ello hubiera una admonición que dice: más le vale al "terrorista" estar muerto que vivo. O la muerte física o la muerte civil: sólo esta es la alternativa para quienes se califica de terroristas.
Numerosos calificativos de las más altas autoridades del gobierno militar acentúan estos conceptos constitucionales y legales. En la forma más despectiva y despreciativa, soez y hasta grosera, se refieren públicamente a los 'terroristas" los miembros de la Junta de Gobierno, del Ejecutivo, el Jefe de la Policía de Investigaciones, el Director de la CNI, etc., resaltando la inseparabilidad que existiría entre los conceptos de terrorista, de comunista y de marxista. Las citas podrían ser innumerables, pero para lo que ahora interesa basta esta aseveración tajante del general Pinochet en uno de sus discursos conmemorativos del 11 de septiembre: "No pueden invocar los derechos humanos quienes atenían contra ellos". No cabe formular la tesis de fondo, esto es, que el terrorista carece de derechos humanos, en forma más clara, desafiante y categórica.
Naturalmente, el concepto que se tiene del terrorista es sólo el de una persona privada. El terrorismo de Estado se desconoce completamente. Para éste, al contrario, hay leyes que lo permiten, lo facilitan y lo protegen. Leyes que permiten la detención de una persona por los organismos de seguridad hasta por 20 días; art. 24 transitorio de la Constitución de 1981: que quedará como una reseña histórica memorable de cómo en un momento de la historia de Chile se consagró constitucionalmente la arbitrariedad absoluta del poder público y se dejó en el desamparo completo a la persona humana. Por sí solo, si cabe hablar de una "ley terrorista", este art. 24 transitorio lo es.
Mientras durante todo el período del gobierno militar los organismos de seguridad han detenido ilegalmente a las personas, por fin ha terminado por concedérsele esta facultad a la CNI en ciertas circunstancias. Estas miles de detenciones ilegales, recintos secretos de privación de libertad, torturas, homicidios, desaparecimiento de personas, nada de esto constituye "terrorismo"; éstos son "actos de Estado", "actos de guerra". En el peor de los casos, cuando no hay otra alternativa, por la presión interna e internacional, que reconocer en estos hechos la perpetración de delitos graves, se concede a éstas personas y execrables sucesos, frente a los cuales no hay parangón alguno de nada hecho por personas y grupos privados en Chile, una "amnistía".
Para el terrorismo, se nos dice, no hay amnistía. Entonces, si estos sucesos frente a los cuales no ha habido nunca nada semejante en Chile, son amnistiados, es porque no se les considera actos terroristas. Para estos actos objetivamente terroristas de los agentes del Estado, la impunidad está asegurada: justicia militar, amnistía, facultades secretas (DINA), lugares secretos de detención, prohibición a los tribunales civiles de inmiscuirse en recintos militares. De hecho, no hay ni un sólo agente del Estado condenado por el delito de homicidio, y no se sabe de algún caso en que lo haya sido por torturas. Estos agentes del Estado sí que han provocado los más increíbles actos terroristas de la historia de Chile. Su crueldad y ostentación han sido notables, manteniendo a la población chilena bajo un constante y objetivo terror", bajo una permanente y alucinante amenaza a la vida. Baste sólo recordar el caso de María Loreto Castillo, "el caso de la mujer dinamitada", para ejemplificar los grados de intimidación a que han llegado los organismos de seguridad.
Esta es, pues, la otra cara de la medalla del valor legal que en Chile tiene el derecho a la vida: mientras por una parte se debilitan las defensas legales de la población chilena frente a su derecho a la vida y el gobierno busca quedar con las "manos libres" para eliminar a quien se escoja como "terrorista", por la otra se incrementan desmesurada y abusivamente las protecciones y facilidades legales de quienes de verdad amenazan el derecho a la vida de los chilenos.
Pero hay más aún. Si, por una parte, ante las actuaciones de los agentes del Estado se repliega el concepto de terrorismo y no se aplica; por otra parte, ante las actuaciones de los particulares se expande el concepto hasta el límite de lo posible. Lo que antes en Chile y en la actualidad en otros países son "delitos políticos" cometidos por particulares, ahora lisa y llanamente se los califica de actos terroristas. Modificaciones a la Ley de Seguridad del Estado, la dictación de la "Ley Antiterrorista", el DL. 81, a través de los cuales se ha desfigurado la noción de delito político, desplazan a éste para convertirlo en un acto terrorista.
Estas mismas leyes, por otro lado, acentúan la lógica de muerte que impulsa toda esta estructura legal. Las tres, en efecto, introducen nuevas penas de muerte en la legislación chilena, para el evento, por supuesto, de que se esté ante actos 'terroristas". El DL 81 llega a castigar con pena de muerte "el ingreso clandestino" al país. De acuerdo a la Constitución de 1981, la aplicación de la pena de muerte requiere de una ley de quorum calificado. En estos casos, inconstitucionalmente, no se trata de leyes con tal quorum; pero, ciertamente, tratándose de actos 'terroristas" se encuentran siempre el "resquicio ilegal" para evadir hasta esas cuestiones "sutiles".
Un punto que no puede dejar de destacarse es de qué manera, frente a toda esta maquinaria legal que suprime el derecho a la vida de un sector de chilenos, el poder judicial se ha inhibido de reivindicar sus facultades y ha facilitado el camino judicial para que estas leyes aberrantes se apliquen. Declarándose incompetente, rechazando recursos de amparo, pasando todos los problemas a la justicia militar, no persiguiendo ninguna responsabilidad, admitiendo la legalidad de los permanentes regímenes de emergencia, no usando sus poderes frente a los organismos de seguridad, etc., ha permitido y facilitado la vigencia y aplicación de esta normativa legal cuya última sustancia es la negación, no sólo de las libertades públicas, sino que, en su última raíz, del derecho a la vida misma.
Frente a la normativa internacional de los pactos de derechos humanos, que son una proclamación universal del derecho que todos tienen, no sólo a la vida, sino que a una vida digna, se vive en Chile un retroceso legal notable comparado con la comunidad internacional y civilizada de naciones.
El derecho refleja la opinión que una sociedad tiene sobre los valores más sensibles que deben protegerse a través de sus normas. La normativa jurídica no es neutra frente al acontecer social y político, sino que en alguna medida lo orienta, y desde luego orienta la actuación de los funcionarios públicos. Detrás de normas como los arts. 8º y 9º de la Constitución, de la legislación "antiterrorista", del carácter delictivo que se da a asociaciones como las "marxistas", etc., hay una verdadera incitación y justificación a:
a) los funcionarios públicos para que actúen de determinada manera;
b) a la opinión pública para que respalde y justifique la actuación de esos funcionarios oficiales;
c) a la opinión pública, en particular a los medios de comunicación, para que interpreten ciertos acontecimientos, en este caso muertes, como acordes con un orden legal que, por ser tal, corresponde a "lo que debe ser", 'lo que debe ocurrir" en esa sociedad.