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El «Nesko» que yo conocí por Wilson Tapia Villalobos(*)
Cada vez que un cambio político me sorprende por el dramático olvido de principios, valores o por la fresca adoración del pragmatismo, me pregunto cuál hubiera sido la reacción del Nesko. Seguramente, sus puteadas se habrían escuchado por todo el norte. Su vozarrón se elevaría y descendería, sus ojos se pondrían brillantes y lanzarían llamaradas. Cada palabra iría acompañada de un subir y bajar de manos sobre una mesa imaginaria. Poco a poco, la pasión dejaría lugar a los argumentos. Después de algunos minutos, terminaría con la pregunta habitual: ¿Y quién chuchas defiende a los pobres? Cuando vivía, al menos lo tenían a él.
Cuando nos conocimos, era un díscolo estudiante de Periodismo de la Universidad del Norte. Resultaba imposible dejar pasar su ironía, el desafío de sus preguntas y una que otra pachotada que regalaba a sus maestros. Pero no era difícil ser amigos. Tras su actitud agresiva había un actor, un artista sensible. Elizabeth Cabrera (Lula), su esposa, ya había tratado de civilizarlo.
Era agosto de 1972 cuando llegué a Antofagasta. En la cátedra que impartí en la Universidad se encontraba Nesko. La primera vez que lo escuché me impresionó el timbre de su voz. Parecía que la impostaba constantemente. Pero, no. Él hablaba así, posiblemente por un resabio de su instrucción teatral. O, quizás, llegó al teatro por su voz. En el Nesko todo era posible.
A la segunda semana se había derribado cualquier barrera que pudiera separarnos. La primera vez que se acercó fuera de la sala, fue en el hotel en que yo vivía. El Tatio era un lugar diferente. Flora tropical adornaba el comedor y los dormitorios eran buses en desuso acondicionados precariamente. El conjunto era más pintoresco que vulgar. Y cuando uno escuchaba las historias que el Nesko tenia al respecto, terminaba por encariñarse.
Según él, el propietario era un alemán --cuestión que estaba a la vista--, casado con una tailandesa-- cosa difícil de probar, pero era una asiática hermosa--, que al pasar un día por Antofagasta se enamoró de la ciudad. Su relato continuaba con el extenso recorrido que había hecho el alemán por el mundo. En sus peripecias antes de llegar a Antofagasta sólo tuvieron el aliento del amor tailandés.
Y la historia seguía larga, entretenida, siempre movida. El leitmotiv era el amor. Las aventuras casi resultaban un acompañamiento. Después de un tiempo en que la historia seguía y seguía, uno entendía que hasta los protagonistas eran actores secundarios. El único actor principal y creador de sus personajes era el Nesko. Claro, contaba con un entorno apropiado y ayudantes que le daban credibilidad a las obras de arte que componían su vida cotidiana.
En El Tatío, uno de esos "ayudantes" se llamaba Rene. Era un mozo largo, con hechuras irrenunciables de nortino. Su cara curtida sabía reír abiertamente y, a tono con el árido suelo desértico, su delgadez acentuaba el metro noventa y tanto con que nos acompañaba. Cuando el Nesko deshilvanaba sus historias, Rene sonreía asintiendo quizás qué. No importaba; él estaba allí para avalar a su amigo. El relato se interrumpía cuando el alemán se asomaba o la "tailandesa" repartía platos de su cocina exquisita.
Un día, Nesko me contó que había sido boxeador. Miré a Rene, sorprendido. Me devolvió la mirada con un asentimiento de cabeza que me dejó perplejo. El alemán luchando contra los piratas en Birmania, la tailandesa huyendo de una familia numerosa y racista, estaban bien. Pero el Nesko boxeador, era demasiado. Derechamente, le dije que no le creía.
--Ven, te mostraré--y la reverberancia pareció acentuar cada una de sus palabras.
En ese momento los parroquianos aún no llegaban y los huéspedes estaban en sus buses o todavía no regresaban del trabajo. La tailandesa y el alemán no se veían por ningún lado. En la penumbra fresca de El Tatio, Nesko se arremangó la camisa y me pidió que me pusiera en guardia.
Fue un round de segundos. Mis pobres conocimientos de defensa personal fueron sobrepasados por golpes que el Nesko, además, anunciaba.
--Hook, jab, cross de izquierda, uper cut-- iba diciendo, cada vez que lanzaba un golpe que hubiera llegado a destino, pero que frenaba justo en el momento en que haría daño.
Nunca entendí por qué siendo tan ágil, era tan malo para la pelota. El fútbol no estaba entre sus preferencias. En eso, se transformaba en el intelectual de tomo y lomo que otras facetas de su personalidad desmentían. Pero era así. Contradictorio en sus intereses, contradictorio en sus ansias de conocimiento y su falta de método para aprehenderlo.
Una vez me invitó a conocer a un profesor amigo suyo. Se trataba de un biólogo de renombre que investigaba esporas resistentes a las condiciones extremas del desierto. Era un hombre en la cuarentena que parecía mantener una relación de amistad muy estrecha con Nesko, quien se empinaba sobre los 25. Pensé que eran amigos desde Iquique o que su vínculo venía por razones familiares. Pero, no. Eran amigos desde que el Nesko se había acercado a él porque le interesaban sus investigaciones.
A comienzos de 1973, el segundo semestre del año anterior estaba a punto de terminar. Paros de apoyo al Gobierno, protestas por condiciones locales o por dificultades nacionales, hacían que el año académico aún se arrastrara. Yo sabía que mi estadía en Antofagasta acabaría pronto. Había decidido regresar.
En esos días, el Nesko llegó a El Tatio con una propuesta. Llamó a Rene.
--Oye, negro, ¿no es cierto que el Wilson tendría que irse para la casa, nuestra?--le preguntó, como sí Rene pudiera marcar a fuego la línea de mi vida.
Rene sonrió, convencido.
--Putas, claro. Aquí lo único que está haciendo es gastar plata. Pueden venir, de vez en cuando, a tomarse un trago o a comer un platito. Pero vivir aquí, ya está bueno.
--Total --siguió el Nesko-- la casa es grande y con la Lula y el Neskíto ocupamos una sola pieza. Ya, vámonos al tiro.
La única concesión que logré fue que la partida la postergáramos un día. Y esa noche celebramos. Esperamos a que Rene terminara su turno y cerramos el local para conversarnos unos tragos. Eran días de tensión, de amor, de voluntad, de revolución.
La "casa grande" del Nesko y la Lula era en una población de clase media. Fue un breve período en el que viví entre la exuberancia del Nesko, la ponderación de la Lula, las gracias del Neskito y un amor grande, grande, que de pronto parecía inundar las tres piezas, la cocina, el baño, la sala. En un momento, era el hijo el que hacía volteretas en el aire, riendo sin cesar, aferrado a la mano giratoria de su padre. En otro, la Lula aparecía suspendida por la cintura dando vueltas y más vueltas, porque el Nesko la quería.
¿Qué unía a estos dos personajes tan distintos? La Lula era, asistente social y había logrado el Premio Universidad de Concepción de su promoción. Era todo orden, método, inteligencia, tranquilidad, hasta su alegría de vivir era mesurada. El Nesko, en cambio, parecía que gozaba boxeando con la vida. Su vitalidad explotaba a cada momento. En la época en que lo conocí, el amor y la alegría aventajaban sobradamente a cualquier otro sentimiento. ¿Qué los unía? Sólo con el tiempo comprendí que las diferencias.
Un día, el Nesko me habló de su hijo.
"Míralo, --me dijo, mientras el niño jugaba en la acera cerca de la casa--, putas que es inteligente. ¿Qué te parece que debería ser? Seguro que sacará la capacidad de su madre. Irá por el mundo hablando con la gente. Explicando por qué hay que querer a los hermanos, por qué hay que defender a los humildes. Y va a ser fuerte. Míralo cómo juega.
Me reí, le dije alguna broma que ya no recuerdo. Me palmoteo la espalda, agradecido, satisfecho.
Finalmente, terminó el semestre y regresé a Santiago. Era febrero de 1975.
La noticia de su muerte me llegó muy tarde. Recién en 1975, en Ecuador, me enteré de lo que había ocurrido dos años antes. Y fue gracias a una amiga común. Así supe del final de la Lula y el Nesko y de la macabra hipocresía castrense. La prensa internacional llenaba sus páginas con otras atrocidades de los militares chilenos. La noticia del asesinato de estos dos amigos en el polvoriento camino de un desierto perdido, debió esperar para siempre.
Wilson Tapia, periodista y profesor universitario, se desempeñó como docente en Antofagasta en la época en que Nesko Teodorovic estudiaba periodismo.