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20jun13
A 40 años del complot para neutralizar el ala revolucionaria del peronismo
Corría el otoño de 1973. Un anciano de porte retacón y modales cuarteleros solía tomar café en un bar sobre la esquina de Laprida y Santa Fe. A veces, lo acompañaba un tipo más joven, con bigotito y gafas espejadas. El anciano, sin levantar la vista del diario Crónica, le deslizaba entonces algún comentario. Siempre en voz muy baja. No obstante, en una ocasión se le oyó decir: "Ahora el Movimiento debe estar más unido que nunca". Su interlocutor asintió con docilidad. El tipo le dispensaba una notable deferencia, al igual que el mozo, un morocho parecido a Monzón. Una tarde, el anciano estuvo con el de bigotito y otros dos sujetos. Les hablaba casi al oído, y con una mano sobre la boca, como para acentuar la confidencialidad de sus palabras. Luego, al retirarse, se volteó hacia Monzón, y dijo: "Mañana no salga de su casa".
Mañana era el 20 de junio.
Desde la madrugada de ese miércoles, un millón de personas convergieron hacia Ezeiza para recibir a Perón. Para la Tendencia Revolucionaria, la oportunidad era propicia para impresionar al líder; demostrarle su colosal capacidad de movilización y así inclinar la balanza a su favor frente al sector ortodoxo del Movimiento.
Embebidos en semejante simpleza táctica, los militantes de Montoneros marcharon sin más armas que los palos de sus carteles, algunas cadenas y unos pocos revólveres de bajo calibre. żEra posible advertir a esa hora el complot urdido por la ultraderecha partidaria? El asunto -con el padrinazgo de José López Rega- había sido planeado desde la comisión organizadora del acto, integrada por José Rucci, Lorenzo Miguel, Norma Kennedy y el coronel retirado Jorge Osinde. Su ejecución corrió por cuenta de bandas fascistas, matones sindicales y pistoleros comunes.
Lo cierto es que los orquestadores de la masacre no habían dejado ningún detalle librado al azar. Hasta tuvieron a su disposición una flota de vehículos del Automóvil Club Argentino dotada con modernos equipos de comunicaciones, cuyos tripulantes debían detectar a las columnas de la izquierda peronista para que se las ametrallara desde el palco. El saldo de la faena fue estimado en una cifra aproximada de 50 muertos.
La masacre había sido concebida para correr de la presidencia a Héctor J. Cámpora y copar el poder. Es decir, neutralizar la flamante etapa democrática del país por medio de la confusión ideológica y el terror. Claro que en semejante estallido de violencia anidaban las contradicciones que el peronismo había acumulado en sus 30 años de existencia. Pero ese baño de sangre también prefiguró los años por venir: la Triple A y el genocidio aplicado a partir de 1976.
Ese fue el precio del 20 de junio.
A partir de entonces, el anciano dejó de hacerse ver en el cafetín de la calle Laprida. No se supo nada de él en el barrio hasta el 24 de septiembre. Era el día siguiente del triunfo en las elecciones de la fórmula Perón-Perón, horas antes del asesinato de Rucci, cuando ese mismo tipo fue designado jefe de la Policía Federal. No era otro que el general retirado Miguel Ángel Iñíguez.
Su historia es ambigua y compleja. Durante el golpe de 1955, fue uno de los pocos oficiales superiores que mantuvieron su lealtad al orden constitucional. Y con una división completa se desplazó a Córdoba para enfrentar a las tropas insurrectas. Capitularía mientras en Buenos Aires se pactaba el alejamiento de Perón. Desde entonces fue un referente de la Resistencia al nuevo régimen.
En vísperas de las elecciones de 1958, se aliaría con sectores que ansiaban aprovechar los votos peronistas, pero soslayando el liderazgo de Perón. Tras reconsiderar tal desliz, bregó por el regreso del caudillo desde una organización clandestina fundada por él: la Central de Operaciones de la Resistencia (COR).
Tres lustros más tarde, la COR pasó a ser el COR: Comando de Orientación Revolucionaria. Iñíguez seguía siendo el jefe.
Durante la sangrienta celada del 20 de junio, los hombres del COR tripulaban los vehículos del Automóvil Club Argentino.
Aún hoy, los viejos parroquianos del bar de la calle Laprida creen que allí se gestó al menos ese detalle de la Masacre de Ezeiza.
[Fuente: Por Ricardo Ragendorfer, Tiempo Argentino, Bs As, 20jun13]
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