EQUIPO NIZKOR |
|
28ago03
La era de los jueces.
Por Ralf Dahrendorf
Alexander Hamilton, el célebre autor de muchos de los ensayos de El Federalista (The Federalist Papers) en favor de la adopción de la Constitución norteamericana, nunca tuvo dudas sobre el peso relativo de los tres grandes poderes del Estado. El Ejecutivo tiene "el poder de la espada"; por tanto, es el instrumento de la violencia lícita. El Legislativo tiene "el poder de la talega"; por eso dicta todas las reglas. Pero el Judicial "no tiene ascendencia alguna sobre la espada o la talega", no posee "Fuerza ni Voluntad, sino tan sólo criterio"; esto hace de él, "más allá de toda comparación, el más débil de las tres esferas del poder" (El Federalista, N° 78).
A continuación, Hamilton demostró con argumentos hasta hoy incuestionables que los jueces debían ser independientes para fortalecer su posición. Sin embargo, más allá de esto, quien observe la política contemporánea difícilmente reconocerá el cuadro descripto por el gran constitucionalista norteamericano.
La designación de los miembros de la Suprema Corte es de importancia capital para el presidente de Estados Unidos, por cuanto aquélla está facultada para determinar el curso de asuntos importantes, como los referentes a la igualdad racial. En Alemania, las minorías trasladan a la Corte Constitucional muchos temas políticos controversiales rechazados por el Parlamento.
En Italia y España, los jueces de instrucción parecen incidir más en el debate político que la influencia recíproca entre el gobierno y la oposición. Aun en Gran Bretaña, donde, hasta hace poco, la soberanía del Parlamento fue sacrosanta y la separación de poderes rudimentaria, se creará una Suprema Corte para que examine las decisiones políticas basándose en la Convención Europea sobre Derechos Humanos. ¿Cómo se explica que el tercer poder hoy no sea, en absoluto, el más débil? ¿Está bien eso?
Desde el punto de vista técnico, un motivo probable del cambio es la complejidad de las sociedades modernas, reglamentadas en exceso. Los jueces son expertos en complejidades; no podemos decir lo mismo de los parlamentarios, ni siquiera del Poder Ejecutivo. Pero hay algo más: el poder de la Justicia emana precisamente de que se da por sentada su independencia; según Hamilton, de ello dependía su posición. Existe un deseo vivo y, quizá, creciente de hallar opiniones "independientes" en las actuales controversias políticas, tan partidistas y, a menudo, demasiado encendidas.
Pocas protestas.
La gente común asocia vagamente la independencia con la verdad y el partidismo con las mentiras o, al menos, con la falsía. Por eso se oyen pocas protestas si a un juez le encomiendan una investigación independiente, aun de cuestiones tales como los motivos de la guerra de Irak. En las democracias, se escucha y se obedece a la Justicia aun cuando sus dictámenes afecten el poder de la talega, originariamente atribuido al Parlamento, como sucedió en Alemania, en casos recientes sobre las asignaciones jubilatorias de ciertos grupos.
Los políticos no ocultan su desagrado ante este desplazamiento del poder hacia los jueces. Si los afecta en lo personal, como al primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, en vez de atacar el poder de la Justicia cuestionan la independencia de los jueces. Es innegable que, hoy en día, la Justicia requiere algo más que la titularidad vitalicia y emolumentos razonables (dos motivos de preocupación para Hamilton). En las sociedades modernas, las influencias sobre personas aparentemente independientes son muchas y difíciles de controlar.
Pero el debate en torno de la posible parcialidad de los jueces italianos, españoles o belgas en casos muy delicados nos aparta de un interrogante más profundo. Este aumento de las facultades de la magistratura, ¿no habrá ido demasiado lejos? ¿Se justificaría un retorno pendular a los poderes más políticos, en especial el Legislativo?
En mi opinión, es necesario. Por naturaleza, la política se ocupa de conflictos, regulados sensatamente por las normas de las constituciones democráticas. La política es, además, una cuestión de ensayo y error. Las decisiones políticas nunca pueden (o, en todo caso, nunca deberían) arrogarse la representación de la verdad. Esencialmente, son intentos, acotados por el tiempo, de llegar a un acuerdo respecto de tal o cual asunto. Si se basan en deliberaciones de mayorías de representantes elegidos, deberíamos dejarles seguir su curso.
Hasta se podría argüir que la "judicialización" del proceso político en sí ha ido demasiado lejos. Las comisiones parlamentarias, asesoradas por juristas, se esfuerzan excesivamente por corregir las cosas en forma definitiva y, entretanto, olvidan sus intenciones originales. Hay, pues, un motivo para volver a los fundamentos de la política.
Esto concierne al debate sobre reformas que vienen librando muchos países democráticos. Podría aducirse que cuanto más poder tenga la Justicia en un país, tanto más lenta se volverá la reforma. En última instancia, esa lentitud es contraproducente porque lleva a un atolladero del que sólo se podrá salir tomando medidas drásticas. Una política más segura y una menor dependencia del tercer poder hamiltoniano harían más flexible a una sociedad. Hasta podrían servir para robustecer la confianza en la verdadera independencia de los jueces, tan necesarios como último recurso cuando peligran los derechos de las personas y, por ende, el mismísimo imperio de la ley.
[Fuente: Diario La Nación, Bs As, Arg, 28ago03]
Este
documento ha sido publicado el 21sep03 por el Equipo
Nizkor y Derechos Human
Rights